Los Juegos del Hambre: En Llamas

Faveando la revolución

Se ha estrenado Los Juegos del Hambre: En Llamas, segunda entrega cinematográfica de la ya celebérrima franquicia, y masticamos la trayectoria comercial del filme como brokers aguardando con expectación la inminente venta de acciones de Repsol. Y es que, nos guste o no, la «cualificación cuantitativa» es sustancial a la hora de pensar cualquier artefacto concebido en el útero de la industria cultural actual. Así, los críticos a menudo nos vemos obligados a ejercer de analistas estadísticos, sopesando gráficas y porcentajes, porque es en los datos macroeconómicos donde se cifra, por ejemplo, el futuro de un joven cineasta a punto de estrenar su segunda película, que camina sobre la delgada línea entre el taquillazo y el gatillazo. Con 307 millones de dólares recaudados el primer fin de semana, En Llamas se hace con el puesto de cuarto mejor estreno de la historia en Estados Unidos. Hay un notable consenso en la crítica estadounidense respecto a los valores del título: la nota media en Rottentomatoes.com es 89% mientras escribo estas líneas; Metacritic.com apunta a un promedio de 75%; y las valoraciones de los menores de 18 años en IMDB —que conforman una parte sustancial del público objetivo— elevan la película al sobresaliente: 9,1. Etcétera.

En este contexto nacen las adaptaciones de la trilogía firmada por Suzanne Collins. Una ¿época? donde el futuro del audiovisual lo dictan mastodónticos conglomerados multimediáticos —eso que solemos o solíamos llamar majors, denominación que se me antoja cada vez más anticuada—, donde ninguna obra creativa es si no encuentra un nicho de mercado en el que tenga cabida, donde nuestra vida cultural se organiza en torno a «fenómenos» que gozan de un par de horas de vida febril en las redes sociales y luego se evaporan, como si nunca hubieran estado ahí; queda absolutamente fuera de lugar echar la vista atrás de cara a repensar aquello que una vez deglutimos con acrítica premura porque, ojo, a lo mejor han estrenado ya el remake. Es lo que tiene vivir en un presente continuo, reseteándonos día a día.

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Por ello, y pese al talante combativo tanto de los libros de Collins como de sus traslaciones al cine, cabe preguntarse si puede ostentar auténtico «fulgor revolucionario» un producto tan calculado y comercialmente mimado como En Llamas. O, en términos más generales, ¿podemos confiar en que perdure el carácter revulsivo de discursos que han sido absorbidos, reciclados y reducidos a consignas por los titanes corporativos? ¿Acaso los nombres de los aplaudidos Simon Beaufoy y Michael Arndt son algo más que rúbricas que certifican la calidad, de cara a la galería, de la película, sin dejar apenas rastro de sus identidades creativas en el trabajo resultante? Sea como fuere, hemos de asumir que, frente a otras sagas concebidas para el consumo adolescente, Los Juegos del Hambre tiene un toque de distinción: una mirada nada inocente al presente que habitamos y un posicionamiento ideológico que rechaza ambigüedades y medias tintas. Una consciencia diferencial y disidente que los fans están muy empeñados en recalcar. Pero, ¿cuál es el verdadero alcance de este discurso si el airado clamor que desata Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence) entre el pueblo sometido viene secundado por una vastísima selección de merchandising? Hay que ser ingenuo para seguir creyendo que la película es el producto central en la red comercial que se crea en torno a ella: «Películas como Goldeneye (BMW), Minority Report (Lexus) o Men in Black (Mercedes Benz) han servido para promocionar coches de lujo y la sinergia entre compañías discográficas y cinematográficas hace de los largometrajes un excelente vehículo de promoción musical. «Entre diez y quince películas al año producen un disco de oro, es decir, un disco del que se vende más de un millón de copias» (Hollywood Reporter, 7 de octubre de 2002) y, en 2002, los discos con la banda sonora de O Brother! se vendieron por valor de 72 millones de dólares. El taquillaje de la película dirigida por los hermanos Coen había sido de 55 millones» (Esteve Riambau, Hollywood en la era digital: de Jurassic Park a Avatar, Cátedra, 2011).

Debemos hacer una puntualización porque, no pocas veces, se filtran destellos de inventiva en tan sombrío panorama. En Los Juegos del Hambre (The Hunger Games, 2012), el reivindicable Gary Ross –además de director, co-guionista junto a Suzanne Collins y Billy Ray– nos había ofrecido un blockbuster de insólita fisonomía: rehuía la retórica del gran espectáculo y resolvía las escenas con una árida sobriedad que diríamos minimalista dadas las proporciones del proyecto. Incluso en el momento de narrar los acontecimientos que tienen lugar durante la celebración del cruento juego de supervivencia optaba por resolver los combates con un montaje relampagueante y trémula planificación, dando preeminencia a los tiempos muertos y dotando a la cinta de un carácter contemplativo inusual.  Un raro modelo de contrablockbuster en el que late una cuestión que atañe tanto al equipo creativo como a los acorralados personajes protagonistas: ¿qué resquicio hay para la autenticidad en un mundo en el que todos somos el eslogan de algo?

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Razones de sobra para lamentar que En Llamas no siga la estela de su predecesora y apueste, en cambio, por redireccionar la franquicia hacia la homogeneización lingüística con ciertas tendencias del blockbuster: una espectacularidad lustrosa y vistosa, pero gramaticalmente aséptica —con una inclinación simultánea por el seccionamiento y dilatación desmesurados del relato—, magníficamente ejemplificada por los últimos episodios de Harry Potter y Crepúsculo. Hay que decir que el filme no lo tiene difícil para embaucarnos durante sus llevaderas —y ocasionalmente brillantes— dos horas y media de metraje, y no es escaso el interés que despiertan los apuntes en torno al espacio mediático como campo de batalla primordial en nuestro presente. Debemos reconocer la habilidad de Lionsgate al haber reclutado para esta  tarea a Francis Lawrence, responsable no solo de Constantine (2005), Soy leyenda (I am a Legend, 2007) y Agua para elefantes (Water for Elephants, 2011), sino además del mítico videoclip de la canción Bad Romance, que certifica su decisiva —y conveniente— contribución a la mainstreamización del outsider. Katniss —como John Constantine, Robert Neville, Jacob y Lady Gaga— es la solitaria rebelde que toca la nota disonante, pero su paradójico destino la conduce a integrar un imaginario prefabricado, acogiéndose al sendero hiperpautado por el patrón productivo —como ocurrirá previsiblemente en los dos capítulos restantes, de nuevo bajo la batuta de Lawrence—. El momento álgido de la heroína no está en el último plano, que recoge la furia subversiva de su rostro, sino en ese beso final entre ella y Peeta Mellark (Josh Hutcherson), milimétricamente diseñado para provocar el fervor entre legiones enteras de fans más revolucionados que revolucionarios.