Re-construir o de-construir, esa es la cuestión
Empezábamos el 2013 con el estreno de una insólita película en la que el punto de partida era la liberación de un hombre esclavizado, para finalizarlo con una historia real en la que, broma macabra del devenir cíclico nietzscheano o metáfora de la involución de la sociedad capitalista actual, un hombre libre es raptado y forzado a la esclavitud.
Ambas, hijas de la inteligencia y de la sensibilidad estética, son sendos alegatos contra la esclavitud, contra la falta de libertad, leitmotiv en la obra de McQueen, un director obsesionado por las prisiones internas (Shame, 2011) y externas (Hunger, 2008). Y es que la libertad es una quimera aún por alcanzar, ya que en la actualidad existen aún muchas formas de esclavitud, desde los Laogai de China, la explotación infantil y sexual, el comercio de animales cosificados, hasta el autoritarismo disfrazado de democracia. Ambos reflejan la violencia inherente al ser humano, uno como respuesta a la violencia institucionalizada, otro como descripción del poder y dominio de unos sobre otros, pero siempre bien reflejada en unos siniestros, a la par que bellos, planos de los fotogénicos sauces y de los campos de algodón sureños —McQueen, de hecho, destaca precisamente por sus largos, devotos y contundentes planos secuencia, unos planos místicos marcados, por otra parte, por una evidente manipulación emotiva en los que están dibujados de forma explícita todas y cada de una de las vejaciones posibles, y que le acerca más al Spielberg de Amistad (1997), de Grita libertad (1987) o incluso de Lincoln (2013), que al revolucionario Espartaco (1960) de Kubrick o a la alegórica Manderlay (2005) de Von Trier. Como el de la horca en el que, a través de un plano secuencia mudo y apabullante, se da una vuelta de tuerca a la pasión cristiana gibsoniana; o como el contagioso canto Roll Jordan Roll, de John Legend, donde la religión completa el papel de dominación, en esta caso espiritual—. Y ambos se rodean también de un seleccionado elenco, como Michael Fassbender (actor fetiche de McQueen que borda el papel con su marcado acento sureño), Brad Pitt (personaje que declama la ideología de McQueen en una escena conmovedora pero un tanto demagógica), el imprescindible Christoph Waltz (que hace sombra al personaje principal), unos secundarios de lujo como Benedict Cumberbatch, Paul Dano, Franco Nero o Samuel L. Jackson; y un espléndido Chiwetel Ejiofor, en el papel de Solomon.
A simple vista parece que tienen mucho que ver Django desencadenado y 12 años de esclavitud (el sur de mediados del s. XIX, unos años antes y después de la Guerra Civil Americana), pero al escudriñar en sus formas, más allá del contenido —la lucha por la libertad como principio sine qua non es posible la vida, más allá de la pura supervivencia—, vemos que en realidad son dos propuestas antagónicas: una postmoderna, otra clásica; una americana, otra británica-holandesa; una dirigida por un blanco, otra por un negro. Porque el tratamiento formal responde a distintas inquietudes teleológicas. Tarantino, postmoderno, se decanta por la comedia irreverente llena de circunloquios, de desmadre a-histórico: lleva a cabo una de-construcción histórica. No es de extrañar que McQueen calificara a Django desencadenado como “pura ficción«. Así, como contrapunto a Django desencadenado, McQueen, más clasicista, se inclina por retratar la historia novelada de Solomon Northup, incidiendo más en el drama, la vergüenza y la enmienda a través de la exposición de la verdad: intenta hacer una reconstrucción histórica.
Solomon vs Django, Django vs Solomon. Ficción vs realidad. O más bien ficción meta-real vs realidad dramatizada. Uno, héroe mitológico en viaje épico en busca de su amada, el otro resignado ante una realidad kafkiana, a la espera paciente de un toque de suerte. Visto así, ya no se parecen tanto estas dos historias, porque, mientras con Django disfrutamos de sus diálogos ingeniosos a la par que políticamente incorrectos; con 12 años de esclavitud presenciamos un halo cristiano de esperanza en la adversidad más que de lucha, que banaliza el relato y trivializa su potente narración. En definitiva, donde McQueen cambia en su última película su impronta de autor por el mainstream más popular, Tarantino se mantiene fiel a sí mismo, pese a quién le pese.