El hobbit. La desolación de Smaug

Vitalidad y desmesura

El hobbit. La desolación de Smaug

Que Peter Jackson quedó atrapado en la Tierra Media resulta tan evidente como que su carrera no ha sido la misma tras visitar, exitosamente, los mundos fabulados por el inmortal J.R.R. Tolkien. En su quinta visita a este universo ficcional tan familiar vuelve a poner en valor su condición de contador de historias, con un desmesurado largometraje que condensa nuevamente todas las virtudes y defectos de su particular manera de entender el gran cine de entretenimiento.

Atrapado en la Tierra Media

Muchas cosas han cambiado en la carrera de Peter Jackson desde el estreno, y ulterior éxito masivo, de El Señor de los Anillos: la Comunidad del anillo (The Lord of the Rings: The Fellowship of the Ring, 2001) al igual que ha sucedido con su vida, si es que en el caso de este cineasta tan peculiar puede establecerse una separación clara entre ambas. Lo cierto es que, abriendo a gran angular, el descomunal éxito de crítica y público de la trilogía de películas basadas en la inmortal novela homónima de J.R.R. Tolkien, refrendado en los altares de Hollywood con un cómputo total de 17 doradas estatuillas, contribuyó sobremanera a un replanteamiento en profundidad del formato de gran producción vigente hasta la fecha, con la consecuente llegada de un sinfín de sagas literarias a la gran pantalla —por no hablar de la eclosión del fenómeno Marvel— con la vista puesta en los ardores guerreros de los más jóvenes. Ante esta tesitura comencemos aclarando que la sumisión al material de partida que caracteriza muchos de estos títulos no es comparable, por más que algunos señalen a la saga tolkieniana como principal responsable de esta funesta moda, al planteamiento tan cinematográfico como, eso sí, serial, que Jackson supo imprimir a los tres largometrajes.

Que el cineasta neozelandés lograra insuflar su (por entonces aún por consolidar) sello personal a las casi 12 horas de metraje total de la trilogía, atendiendo al hecho de que la posición de (relativa) independencia con que cuenta actualmente en la gran industria del cine no era tal en el momento de filmarla, constituye la prueba fehaciente de su implicación máxima con el proyecto, en el que estuvo embarcado por espacio de varios años. Y no lo tuvo fácil a la hora de plasmar un material literario que para los anglosajones es poco menos que sagrado, dada la proverbial hostilidad de la legión de fans del ala dura, que respondían con creciente desaprobación a cada una de las noticias que llegaban puntualmente desde el set de filmación, al termino de maratonianas jornadas de rodaje. Si consideramos válida la premisa de que no hay conclusión posible que no contemple el contexto concreto del que emana, habremos de aceptar que el producto resultante de semejante choque de fuerzas es tan fiel al universo de Tolkien —en algunos pasajes, quizá ciertamente en exceso— como al ímpetu plástico, narrativo y visual de un director especialmente cómodo con el material que tiene entre manos.

El hobbit. La desolación de Smaug

Revisando la filmografía previa de Peter Jackson no es difícil identificar en su seminal díptico gore —conformado por Mal gusto (Bad Taste) (Bad Taste, 1987) y Braindead (Tu madre se ha comido a mi perro) (Braindead, 1992)— esa impronta equidistante entre lo circense y lo truculento presente en las grandes batallas de la saga, así como el hálito feérico, ensoñador de la inolvidable Criaturas celestiales (Heavenly Creatures, 1994), que se enseñorea magistralmente de los pasajes dedicados al Bien, henchidos de magia y luz. La contribución de Agárrame esos fantasmas (The Frighteners, 1996), brillante comedia de acción dotada de unos portentosos efectos visuales CGI —recordemos, 1996— se basa en que, en abierto contraste con su tono humorístico, atesora varias secuencias presididas por un tratamiento terrorífico y malsano ciertamente logrado, precedente inequívoco del Mal, la negrura y el sufrimiento de Mordor. Sin duda el visionado atento de Criaturas celestiales y Agárrame esos fantasmas propició que los responsables de New Line Cinema pusieran en manos de un director ajeno hasta la fecha a los grandes presupuestos una producción de estas características.

Profundizando en lo que apuntábamos anteriormente, el balance final de la trilogía de El Señor de los Anillos es el de una epopeya épica, lírica y humanista en la cual la plasmación del gran tema del original literario, que no es sino la eterna lucha entre el Bien y el Mal sublimada merced a las resonancias míticas que emanan de toda la obra, es desarrollada hasta sus últimas consecuencias a través de una variada gama de recursos heredados tanto de la narrativa clásica como propiamente cinematográficos. Y es en este punto donde hay que valorar la labor de Jackson, más allá de (supuestos) deméritos tales como el desmedido metraje total o la excesiva fidelidad al texto de partida, siendo honestos no dependientes exclusivamente de su labor tras la cámara; a este respecto resulta muy recomendable, si se dispone de tiempo para ello, leer detenidamente la novela para, acto seguido, visionar las tres películas en sus versiones extendidas: el registro hilarante de muchos de sus pasajes, el énfasis en la dialéctica belleza-fealdad resaltada con todos los recursos fílmicos que imaginarse pueda y, en líneas generales, la importancia dada al protagonismo coral, que posibilita la exquisita alternancia entre la pequeña vivencia circunscrita a tal o cual protagonista y la hipertrofiada batalla con decenas de miles de figuras digitales en pantalla, todo ello está, y es justo reconocerlo, en el haber jacksoniano.

Un nuevo viaje de ida y vuelta

Que la saga no constituye, empero, un conjunto uniforme quedaba meridianamente claro tras unos cuantos visionados, una vez sobrevenido el hype: la abrupta disparidad tonal entre los diferentes elementos constituyentes, sumada al énfasis creciente en el uso/abuso de los efectos visuales CGI aplicados a la acción y, sobretodo, la pretensión de acercar a los personajes al potencial espectador enfatizando sus aspectos más mundanos, bordeando en ocasiones lo paródico, resultaban más patentes en El Señor de los Anillos: el retorno del rey (The Lord of The Rings: The Return of the King, 2003) —y, en menor medida, El Señor de los Anillos: las dos torres (The Lord of the Rings: The Two Towers, 2002)— que en la primera parte, mucho más equilibrada a todos los niveles. Y no es una cuestión menor, porque la evolución posterior del cine del director neozelandés ha abundado en esta tensión, se diría que irrenunciable sello autoral, entre poesía y despropósito, contención y desmesura. Lo cual funcionaba razonablemente bien en su bellísimo remake de King Kong (íd., 2005) y no tanto en The Lovely Bones (íd., 2009), irregular retorno a la senda intimista de Criaturas celestiales; en todo caso, el escaso interés con que fueron acogidos ambos filmes, sumado al deseo de productores, público y el propio cineasta por retornar a la Tierra Media, propició que hoy dediquemos estas líneas, tras un sinfín de avatares, a El Hobbit. La desolación de Smaug (The Hobbit: The Desolation of Smaug, 2013).

Para bien y para mal, tanto El Hobbit: un viaje inesperado (The Hobbit: An Unexpected Journey, 2012) como su continuación constituyen ejemplos prístinos de la concepción que del gran cine de entretenimiento masivo tiene su máximo factótum, producto de una evolución macerada, como hemos detallado más arriba, título a título. Pero hay un elemento de carácter más estructural que considero fundamental, y que pese a ser sumamente meritorio en mi opinión está siendo utilizado como arma arrojadiza por parte de los detractores del proyecto: la (exitosa) pretensión de trascender el magro argumento de la novelita original de J.R.R. Tolkien, un entrañable cuento para niños de todas las edades, articulando toda una serie de tramas paralelas conducentes a establecer una coherencia lógica con el universo ficcional precedente, que es el de El Señor de los Anillos. Por más que la acción de El Hobbit transcurra bastantes años antes, llega a nuestras pantallas una década después. Y eso es un condicionante que, afortunadamente, se ha tenido bien presente.

El hobbit. La desolación de Smaug

La fidelidad al texto de partida se limita en esta ocasión al tono general, mucho más ligero y desenfadado. Lo que, dejémoslo claro desde el principio, juega a favor de la labor de Peter Jackson, que imprime al conjunto— la separación en tres partes, a la espera de visionar El Hobbit: partida y regreso (The Hobbit: There and Back Again, 2014) obedece exclusivamente a cuestiones de marketing— una envidiable frescura y vitalidad, alternando de forma modélica diálogos chispeantes y espectaculares batallas, interiores diseñados con auténtica delectación por el detalle y maravillosos paisajes naturales, tenebrismo primordial y sense of wonder. La pasión por mostrarlo todo, rayana en la obsesión, vuelve a hinchar temerariamente el metraje de El Hobbit. La desolación de Smaug hasta rondar las tres horas de duración pero posibilita en contrapartida, en la medida en que uno se deje arrastrar, el disfrutar con un torrente de imágenes dionisíacas, que nos dan la medida exacta de la preeminencia del discurso digital a la hora de generar realidades virtuales, inexistentes salvo en la mente de los soñadores. En Jackson se da la paradoja, al igual que en otros grandes fabuladores de nuestro tiempo, de necesitar de la tecnología CGI de última generación para poder ejercer con plena libertad su labor de storyteller. A la manera clásica.

El espléndido tour de force que tiene lugar en el cubículo del dragón Smaug —principal reclamo de esta entrega— concreta a las mil maravillas las premisas de las que ha partido el equipo técnico y artístico de esta nueva trilogía definitivamente más jacksoniana que tolkieniana: mayor delirio y espectacularidad, el mismo cariño por el mundo recreado. Pese a que de modo coherente con su abierta filiación para todos los públicos se impongan el dinamismo, la acción y la comicidad, yo destacaría un pequeño pasaje, fundamental a mi entender, que corre el riesgo de pasar desapercibido, opacado por la sucesión de secuencias de gran aparato: aquel en que, tras cruzar el umbral del pórtico de Erebor, en los rostros de Thorin (Richard Armitage) y Bofur (James Nesbitt) se dibuja la emotividad por regresar a su hogar, tras largos años de exilio. Un instante de belleza netamente fílmica que consigue plasmar esa misma emoción que, estoy seguro, llevó a Peter Jackson a embarcarse de nuevo en esta gran epopeya. Y a millones y millones de espectadores de todo el mundo a celebrarlo como es debido, en una abarrotada sala de cine.