Bocados de virtualidad
Uno acostumbra a aprovechar los créditos finales de las películas para asentar los recuerdos de lo recién contemplado. A dejar que la música (o su ausencia) invoque pensamientos, imágenes, sensaciones que atesorar para su eventual capitalización en la siempre proyectada megalópolis interior. Un placer, además, acompañado por la satisfacción de hacer esperar a esa puta calle que reclama mi vuelta insistentemente. Esta, no obstante, se salió con la suya a los pocos segundos de acabar La vida secreta de Walter Mitty, cuando la realidad invadió mi reclusión mental con preocupaciones de las que uno se creía a salvo en la sala de cine.
Al protagonista de la película de Ben Stiller le ocurre algo similar. Walter (interpretado por el propio director) es un tipo con la cabeza en las nubes, sumido en fantasías de las que una y otra vez es despertado bruscamente por el mundo real. Este a su vez cierra el ciclo aportando material para sus sueños: una compañera en la prestigiosa revista donde trabaja (Kristen Wiig) de la que espera el amor y el reconocimiento que no le proporciona la tarea que desempeña, tan importante como invisible.
Lidiar con la realidad no solo ha constituido el gran reto de la generación de Stiller (la de los niños de la Transición aquí), sino particularmente el de la cinefilia educada en la cultura audiovisual de Reagan-Spielberg. Las ensoñaciones de Walter Mitty únicamente se diferencian de las de cualquiera de nosotros en la magnitud de las hazañas que glosan, no en el lenguaje en que se expresan o, aunque nos cueste reconocerlo, en su imposibilidad de materializarse. Si en Un loco a domicilio (The Cable Guy, 1996) Stiller hace una (auto)crítica de este último punto a través de un Jim Carrey cargado de frustración tragicómica, es en Tropic Thunder, ¡una guerra muy perra! (Tropic Thunder, 2008) cuando empieza a interesarse por las limitaciones del lenguaje de dicha cinefilia para definirse uno mismo y sus circunstancias. Como señalaba Roberto Alcover Oti a propósito de su estreno, hay un mundo ahí fuera independientemente de la concepción que tengamos de nosotros mismos, respecto al cual no podemos eludir un posicionamiento.
Lo singular del enfoque de Ben Stiller, incluso arriesgado frente a gladiadores morales de nuestros días como Ulrich Seidl o Todd Solondz, es su renuencia a excluir el yo ficcional de dicho compromiso con lo real, apostando en su lugar por la negociación entre ambos. De hecho, su madurez como director consiste en una mayor conciencia de las dificultades de este proceso. Recuérdese la condescendiente Bocados de realidad (Reality Bites, 1994) respecto a las contradicciones de sus protagonistas, incapaces de renunciar a su autoimagen de Generación X-JASP —sublimada en un clímax romántico digno del propio Walter Mitty— pese a los encontronazos con el mundo exterior. En cambio, cuando el de Walter se desmorona y amenaza su estabilidad material, el viaje que emprende no es una fuga más de la realidad (como dictaría el relato original de James Thurber), ni tampoco un abrazo de la misma —en contraste con la versión de 1947 dirigida por Norman Z. McLeod—, sino la transición entre unas fantasías efímeras y quebradizas y una Fantasía adulta capaz de integrar al sujeto y sus problemas. ¿Rendición? La misma que supondría para un ermitaño el descenso desde una cumbre inhóspita y sin oxígeno hasta una altiplanicie fértil, apta para la supervivencia y todavía elevada respecto al orden mundanal.
En el plano cinematográfico esta cota se identifica con la suspensión de la incredulidad, término al que Stiller confiere un nuevo sentido: el de fusión del yo real con el yo ficcional. Es lo que sentimos en los mejores momentos de la cinta, cuando Walter desciende un valle en monopatín o tiene un asombroso encuentro en la cordillera afgana; y lo que echamos de menos en los peores, en los que el director recurre a la estética-decreto de una feel-good movie cualquiera en su ansiedad por arrebatar al espectador en la ilusión de Walter.
A La vida secreta de Walter Mitty le hubiera beneficiado la habilidad del personaje de Sean Penn para discernir entre las imágenes que crean o retienen vida y aquellas que la espantan. A nosotros también. Una sospecha de microvirtualidad se abate sobre cada visionado, lectura o tuit de nuestro presente, justificada por la fragilidad de tales experiencias a la mínima irrupción de lo real. Para erradicarla necesitamos pruebas capaces de refrendar la solidez de una fantasía en nuestro discurrir vital: acaso su arraigo en la jungla inmisericorde de recuerdos o, como parece concluir la película, el registro de una mirada a la que haya atrapado. Enamorado, dirían algunos. Feliz 2014.