Parodias al borde del ataque de nervios

Aunque no incoherente, la carrera como director de Ben Stiller debería definirse desde la lógica aplastante de las dificultades que tiene para levantar cada uno de sus proyectos: es carrera, pero de obstáculos.

Ésta empezaría casi al tiempo que la de actor, siendo su primer trabajo The Hustler of Money (íd., 1987). Parodia de El color del dinero (The Color of Money, Martin Scorsese, 1986), alargado hasta la náusea en cualquier caso, nos muestra un Stiller desplegando algunas de las constantes propias de su trabajo como director: los juegos meta, la parodia y una tendencia hacia el humor alcanzada a través del absurdo. O el histrionismo. Dos años después dirigiría un nuevo corto, Elvis Stories (íd., 1989), donde encadenaría diferentes sketchs sobre Elvis: desde peluqueros poseídos por Elvis hasta el descubrimiento de que Elvis es John Lennon es un naïf absurdo constante. Su interés radica en ser el primer corto dirigido y escrito por Stiller en solitario; también la primera ocasión, casi única, en que no ejerce de protagonista o personaje principal al menos, en una película que ha dirigido, lo cual sólo ocurrirá en una ocasión más. Un par de cortos irregulares, con valor documental para conocer su carrera sin pasar de la humorada bufa, pero que sirven para situar su obra en contexto.

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Su primer largometraje, Bocados de realidad (Reality Bites, 1994), será también su primer trabajo bajo guión ajeno. Éste, firmado por Helen Childress, es una empalagosa comedia romántica con tintes dramáticos que sitúa a Ben Stiller como la tercera parte del romance entre Winona Ryder y Ethan Hawke; aunque su guion escora hacia el desastre, dudoso en su pretensión de ser «la comedia romántica de la era grunge» —epíteto que hubiera conseguido que Kurt Cobain volviera a decorar su cabeza de perdigones—, donde Stiller consigue hace un buen papel como director. Si bien es cierto que aún no encontramos la agilidad y el ojo clínico para el plano perfecto por el cual le conocemos ahora en su faceta de director, sí consigue hacer consistente un material problemático: dotó de agilidad al conjunto quitando tramas secundarias que no llevaban a ningún lado y, del mismo modo, consiguió disimular bien hasta que punto los personajes secundarios están allí por hacer bulto. Lo que no consiguió, es un milagro: el subtexto sigue siendo de pena —entre la estabilidad y la autenticidad, lo importante es ser auténtico; sería un mensaje interesante de no ser porque la narración está trufada de respuestas irónicas hacia la presunta autenticidad de sus personajes—, problema heredado por su problemático final, más que precipitado, completamente ajeno de todo lo que se nos ha estado narrando hasta el momento: una irónica perspectiva de la Generación X como capullos descerebrados incapaces de diferenciar autenticidad de eslogan publicitario.

Quizás por eso sea la propia madre de Ben Stiller la que mejor resalta cual es el problema de la película cuando, en ésta, le pregunta a Winona Ryder que le de la definición de ironía. Ironía, Winona, es hacer ésta película. Ironía es que el abandonado al final de la película deba respirar aliviado ante la perspectiva de poder haber acabado con una mujer que valora más un buen eslogan escupido borracho que tener algo en común con sus parejas.

Ironía podría definirse también como «dos años después de ésto, le dejaron estrenar Un loco a domicilio (The Cable Guy, 1996)». Con guión de Lou Holtz Jr. nos presenta un Jim Carrey en el cenit de su carrera hacia la demencia como una de las bellas artes, emergiendo por vez primera el auténtico genio como director de Stiller. Espolea el ánimo veleidoso de un Jim Carrey histriónico como ya jamás se le ha vuelto a ver, en su culmen, sin por ello permitir que en ningún momento se descontrole; lo mantiene en un limbo de demencia, consiguiendo a su vez contagiar tal atmósfera de caos al resto de actores: incluso Matthew Broderick, más cerca del ánimo espiritual de una patata que de un comediante, consigue alzarse como un buen receptor de gags protagonista. Es una película hecha por y para el lucimiento: nadie más que él podría haber bordado su papel; nos demuestra una de las constantes como director de Stiler, uno de sus puntos fuertes: la dirección de actores.

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Si bien es cierto que nos rencontramos con su gusto por la parodia y la ironía, la novedad que ya no parará de explotar nunca será el gusto por los personajes mentalmente desolados y los problemas de personalidad —constante que llevará hasta sus últimas consecuencias en consecutivas películas, en ocasiones hasta la multiplicación infinita de personalidades—, la única constante absoluta en términos discursivos de su obra. Desde esa perspectiva, podríamos echar un ligero vistazo atrás para comprobarlo: Elvis Stories trata sobre las diferentes representaciones que puede asumir Elvis como entidad; y, a un nivel más prosáico, Bocados de realidad podría entenderse como la imposibilidad de una serie de personajes de encontrar su lugar en el mundo. Del mismo modo, su siguiente corto, Heat Vision and Jack, podría entenderse como la imposibilidad del astronauta Jack Austin de definir su existencia cuando debe confrontar al mal con su leal motocicleta parlante.

A través de esa dirección de actores es como crearía su particular universo de significación. A través de la introducción del caos en un mundo ordenado, Jim Carrey desatado en un contexto más o menos normalizado, consigue llegar hasta el humor atravesando los agrestes caminos del drama: asume desgracias particulares de sus personajes, motivos sin humor alguno, dándoles vuelta hasta el punto de convertirse en objetos de comedia. Asume todas esas constantes paródicas, les suma personajes desquiciados para dar forma a un universo colapsando bajo la imposibilidad de dar orden al infinito caos que se desarrolla en su interior —lo cual nos lleva hacia un referente que, aunque fílmico, nacería en los cómics: La Máscara—; no tiene gracia, porque es un thriller que bordea el terror, pero te ríes: nadie ha sabido parodiar los géneros hasta el límite anterior al colapso como Stiller. Erige su dominio particular en el campo del humor parricida, más próxima de ser otra cosa que humor per sé; quizás por eso su fracaso en taquilla: fue muy por delante de su público.

El éxito de la película fue nulo. A pesar de que ha acabado por convertirse en una película de culto, con legión de seguidores que matarían por ver de nuevo el combo Stiller/Carrey, las heridas que produjo en Hollywood fueron profundas: la carrera de Carrey quedó en el abismo y tendrían que pasar cinco años para que Stiller volviera a hacer una película. Pero cuando volvió, fue una revolución.

La segunda venida de Ben Stiller consiguió imponer su imperio del humor de los, esperemos, mil años. Con Zoolander (Un descerebrado de moda) (Zoolander, 2001), película escrita junto con Drake Sather —aunque el acierto más brillante, Derek Zoolander, es puro Ben Stiller en acción—, consiguió hacer suyo el parnaso del humor contemporáneo. La inteligencia con la cual maneja sus referentes, haciendo de la parodia orgullo y trono —tanto en el ámbito paródico, con un David Bowie haciendo de sí mismo y una réplica a 2001: Una odisea en el Espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) que re-significa toda el sentido original de la película, como en el auto-paródico, donde un detalle como un grupo de descerebrados auto-inmolándose por accidente da lugar a un homenaje en forma de estatua pre-inmolación al final del metraje—, hace que aquello que no dejan de ser movimientos calculados al milímetros, bien cargados de subtexto —principalmente, una dura crítica social contra la industria del espectáculo de herencia debordiana; de nuevo, otra constante discursiva de Stiller—, parezcan imbecilidades producto de mentes no menos imbéciles; aquí comenzaría el reinado del absurdo de forma más flagrante en la obra de Ben Stiller: lo que en Un loco a domicilio era la introducción del caos en un mundo ordenado, en Zoolander es la introducción de un caos diferente al caos que se cree orden connatural al mundo.

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Sería ésto último lo que llevará hasta el paroxismo final en su opera magna, Tropic Thunder: ¡Una guerra muy perra! (Tropic Thunder, 2008), siete años después. Bajo guión propio co-escrito con Justin Theroux, perfectamente compenetrados —por lo cual no nos sorprende que esté trabajando en el guión de Zoolander 2 (íd., Justin Theroux, Sin fecha), esta vez sin Ben Stiller—, nos ofrece una parodia de Platoon (íd., Oliver Stone, 1986) que es a su vez una parodia de las super-producciones de Hollywood en una parodia final del sistema de Hollywood en general. Ese gusto suyo por el meta llevado hasta la meta-parodia. En una película donde Robert Downey Jr. hace de un australiano haciendo de un actor haciendo de un negro haciendo de un actor, donde los protagonistas parodian sus carreras a través de meta-películas presentadas a través de un encadenamiento de trailers y anuncios al principio de la propia película en imitación de los estrenos comerciales, donde Ben Stiller se ve atrapado en los papeles de bufón medio imbécil —de nuevo, auto-parodia: se burla no sólo de su papel en Zoolander, sino su reiterativo interés por los personajes rayando la discapacidad mental— demostrando no sólo una maestría absoluta como guía de actores, sino en todos los aspectos fílmicos. Su fruición en la búsqueda del plano perfecto, su agilidad y su perfecto despliegue técnico hacen de ésta, si no la mejor, sí la más fastuosa en excesos película hasta la fecha; pura meta-parodia, o meta-meta-parodia, o algún nivel imposible de encadenamientos de sufijos «meta-» antes de «parodia».

Después de Tropic Thunder tuvo que esperar otros cinco años más hasta tener su siguiente oportunidad, un proyecto que estuvo danzando entre despachos sin que nadie se atrevía a llevar adelante. Hasta que nuestro hombre puso los cojones sobre la mesa. ¿Cómo lo hizo? Cogiendo todo lo que desarrolló en Tropic Thunder, entretejiéndolo con sutileza, y enfangándose en las lides de una comedia dramática; el resultado, La vida secreta de Walter Mitty (The Secret Life of Walter Mitty, 2013).

Un prodigio en lo formal, prodigio también en sus actuaciones, lo más fascinante es como lleva hasta un nuevo nivel el mensaje clásico de sus películas: la parodia se convierte en constante no necesariamente humorística —he ahí otra constante: David Bowie de nuevo; esta vez, no en persona, con Space Oddity— evolucionando hacia una forma pulida hasta la perfección, conjugando drama y comedia a través de insertos paródicos sutiles, pero sin perder efectividad. Consigue hacer suyo un trabajo que nadie quería, que nadie creía que podría levantarse, porque Ben Stiller es sinónimo de una cosa: personalidad. Apabullante, atronadora, imposible, personalidad. Por eso tampoco nos extraña que aporte novedades formales, además de recrearse de forma más metódica todavía en la belleza compositiva de cada plano, como hacer hilar a la perfección los hechos imaginarios de su protagonista dentro del contexto real sin necesidad de forzar la historia; cada aspecto de su imaginación queda retratado de forma burlona como una fantasía escapista à la Hollywood conducida hacia el paroxismo, en momentos que la aproximan hacia Tropic Thunder, en descarnada crítica hacia el espectáculo vacío de Hollywood basado en el efectismo barato. O lo que es lo mismo, prescindir de lo meta para seguir jugando con sus clásicas parodias.

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¿Qué supone la carrera como director de Ben Stiller? Una de las más perfectas muestras de como la comedia aún está lejos de encontrar sus límites, pero también de cómo lejos de ser un género menor, idea mal heredada de Aristóteles, pudiendo erigirse como uno de los más fastuosos ejemplos de que nunca ha existido obra maestra que carezca de humor. Por eso es tan triste que le cueste tanto levantar sus proyectos. Su cabeza atesora la piedra filosofal de la genialidad; piedra filosofal que deberíamos cuidar más, pues aún sigue generando nuevas formas de abordar lo que sólo tiene un nombre: obras maestras.