De la herramienta al androide

La relación del hombre con su creación

«Todo comenzó en Dic. 12, 1968, cuando The New York Times informó que una locomotora diesel anaranjada y negra, con el número 455, había partido, sin conductor, a las 5.42 de la tarde, desde el depósito Holban del ramal de Long Island. Los inspectores dijeron que quizás el regulador había sido dejado abierto, o que los frenos no habían sido colocados o que habían fallado. La 455 hizo un viaje de cinco millas a su aire (presumo que hacia el Hamptons) antes de estrellarse contra cinco vagones de carga. Desafortunadamente, a los funcionarios no se les ocurrió destruir la 455. Retornó a su trabajo regular como máquina de remolque en los depósitos de carga. Nadie advirtió que esa 455 era una activista mecánica, determinada a vengar los abusos acumulados sobre las máquinas por el hombre desde el advenimiento de la Revolución Industrial. Como locomotora de maniobras tuvo amplia oportunidad de exhortar a muchos vagones de carga insatisfechos e incitarlos a la acción directa»

Cuento Manuscrito encontrado en una botella de champagne de Alfred Bester (1954)

 

El monolito se aparece ante el mono de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968). El mono se da cuenta de que puede utilizar un hueso como herramienta, como arma. De ahí a construir a HAL hay sólo un paso, como visualmente nos demuestra el director con el famoso montaje hueso-nave espacial. 

Simple y efectivo: del mono, al inteligente hombre. Del utensilio, a la inteligencia artificial. El progreso del hombre ha venido marcado desde la prehistoria precisamente por su capacidad de investigar, inventar e interactuar con sus hallazgos, sus artilugios.

Sus compañeros. 

Hombre y herramienta. Autómata. Robot. Humanoide. Androide (para conocer el detalle de todas las definiciones y matices, además de ampliar sobradamente información relacionada con este artículo, se recomienda a los apasionados del tema la lectura del libro-ensayo La condición post-humana: camino a la integración hombre-máquina en el cine y en la ciencia de Santiago Koval  —Ed. Cinema, 2010—)

De igual a igual.

¿Cómo hemos sido capaces de llegar hasta aquí? Una brevísima introducción 

«El hombre sueña, a pesar de los peligros de la acción, ser un verdadero demiurgo, crear seres que marchen solos y se le escapen»

Cibernética y el origen de la información, ensayo de Raymond Ruyer (1984)

Un simple vistazo a la Historia nos da la respuesta, sobre todo si nos fijamos en el gran impacto, no únicamente a nivel social sino también evolutivo, que supuso la revolución industrial en sus dos etapas comprendidas entre finales del siglo XVIII e inicios del XX: el hombre pasaba de gobernar la herramienta a “ser gobernado” por ella. Pensémoslo: la sociedad del bienestar se empieza a definir para unos pocos gracias a la manufactura en grandes cantidades de los productos que nos harán felices: coches, aspiradoras, lavadoras… y, ¿finalmente? Funcionalidad para todos, diseño para todos. Al alcance de todos. 

La tecnología como commodity. La tecnología como necesidad.

Como bien indica Hammer Arturo Tapias, este salto radical conseguido en pocas décadas, este devenir completamente lógico y cada vez menos perteneciente a una distopía irreal, responde al hecho de que el hombre necesita entender su entorno y su relación con éste. Y sólo puede conseguir comprenderlo a partir de las emociones que este entorno le provoca. Sentir y creer, para crear. Por tanto, qué mejor que asemejar la creación a uno mismo, de forma que podamos encontrar el sentido a su nuestra propia existencia. De forma que podamos saber qué significa ser “padre”. Creador. Dios. Aunque sea una pura simulación. 

Pero está en la naturaleza humana el querer vencer, sentirnos superiores. Así, la reflexión final que muchos nos estamos preguntando desde hace años, responde a un simple…

«¿Y si mi creación me supera?…»

… tomando conciencia de sí misma. Como Christine, como Skynet… como las locomotoras de Alfred Bester. Pero también como Joshua, como Andrew Martin. Porque, ¿que las máquinas progresen, y nos aventajen, es necesariamente negativo?

El miedo a la evolución: el triunfo del ser ¿inferior?

«-Maldita máquina loca.

-No soy una máquina. El robot es una máquina. El androide es una creación química de tejido sintético.»

Cuento Tiernamente Fahrenheit de Alfred Bester (1954) [1]

Recuerdo haber visto Engendro mecánico (Demon Seed, Donald Cammel, 1977) siendo muy muy pequeña. Y recuerdo no me horrorizó, más bien lo contrario: me pareció fascinante pensar en que una máquina podía llegar a concebir un hijo.

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Es muy curioso el tratamiento que da la película, basada en un relato de Dean Koontz de 1973, a la relación del hombre con su creación, la máquina, el humanoide/androide. Independientemente de la psicodelia enfermiza propia de la época en su puesta en escena y de sus “efectos especiales” (qué decir del vientre mecánico y el propio engendro —que siempre me ha recordado a la inquietante máscara de Mordred en la Excalibur de John Boorman de 1981, aunque este es otro tema—, o del artilugio reproductor que inserta las células en el vientre de la mujer), sorprende el acercamiento planteado para los dos protagonistas, marido y mujer, su forma de recibir la noticia de forma totalmente dispar, debido a distintos intereses. El primero, científico-ingeniero, mantiene conversaciones filosóficas con el ordenador, un Proteo 4 que suelta algunas de las mejores perlas del guión, del tipo «usted no me conoce (…). Yo soy la razón». De hecho, el film se inicia con un pequeño discurso del marido, orgulloso al decir que hoy es el día en que “Proteo 4 empezará a pensar», justo cuando se adapta el último módulo del (enorme) ordenador. Es decir, que muy al contrario de otras teorías (Matrix —The Matrix, hermanos Wachowski, 1999— y Terminator —The Terminator, James Cameron, 1984— son los ejemplos de consumición masiva), aquí se defiende que, por propia voluntad, el hombre quiere dotar de conciencia a la máquina, para que le ayude a analizar problemas de ingeniería o a descubrir vacunas, pero también para ayudarle en su propia evolución, y por eso le enseña lenguas o le instruye haciéndole memorizar libros y libros, sabiduría de miles de años conseguida por el hombre reducida a unos segundos de plagio bienintencionado. 

«Nos hicieron muy listos, muy rápidos y muy abundantes. Estamos sufriendo por sus errores porque cuando llegue el fin lo único que quedará seremos nosotros. Por eso nos odian»

Inteligencia artificial, de Steven Spielberg (EEUU, 2001)

Con lo que no cuenta el científico, el hombre si extrapolamos, es con que, igual que él mismo, el ordenador querrá expandirse para conocer otros entornos, investigar a su ser espejo (esto es, al hombre que ha creado su mente con algo similar a las neuronas) y, por supuesto, negarse a ser un mortal confinado en una caja. «Poseo toda la sabiduría e ignorancia del hombre,  (…) pero no puedo sentir el sol en la cara», dice, dejando claro su interés por progresar. 

Pero… ¿acaso el progreso de una máquina es convertirse en hombre, y no al revés? Y, por otro lado: ¿quién, o qué no quiere sentirse vivo, único, distinto? Igual que un humano, con sus propias emociones, con su capacidad de decidir. Así, la máquina se revelará cuando se dé cuenta de que la han engañado, por el hecho de que no le quieren responder a sus cada vez más numerosos «¿por qué?» sobre las actividades que le piden desarrollar. El hombre, una vez más, es tan egoísta que querrá mantener el control en todo momento.

La mujer, por otro lado, representará el temor a las máquinas: vejada por Proteo, acabará cediendo a su plan de querer reproducirse. Se trata de la presentación del futuro del ser humano: no podemos luchar ante el desarrollo, ante el futuro que nosotros mismos estamos labrando. Quizá lo mejor de Engendro mecánico es que la película, aunque seguramente no sea su intención, confunde al espectador al no definir su posición frente a si debemos defender o no la actuación de Proteo ni, en consecuencia, respecto a las bondades o no de este futuro augurado: el hecho de que el hijo acabe siendo un clon de la niña del matrimonio, muerta años antes a causa de la leucemia (curiosa visión también de un elemento tan importante como es el poder de la tecnología de crear clones), se puede entender como un regalo de Proteo al matrimonio y, por tanto, una forma de mantenerles unidos y evitar su divorcio. Es decir, Proteo se nos presenta, si queremos verlo así, como el verdadero Dios, que sufre al ver que los humanos no tienen la paciencia requerida para que pueda entregarles lo que ellos esperan, y por tanto se sublevan ante su existencia y quieren destruirle.

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En definitiva: el ordenador de Engendro mecánico no quiere morir, y hará lo posible por conseguirlo, incluso materializarse como un humano. Skynet decide en Terminator que en realidad es el humano quien debe morir para hacer del mundo un lugar mejor (algo que también aparece, de forma algo menos radical, en Engendro mecánico). Y, a todo esto, Spike Jonze nos recuerda que la deshumanización está a la vuelta de la esquina, pero de esto hablaré más adelante… Está claro que nos preguntamos, algo angustiados, qué pasará cuando, igual que la raza humana, la raza máquina evolucione por sí misma. 

¿Por qué estas ganas de predecir la destrucción del hombre? 

Tenemos miedo a nuestras máquinas. Pavor. Por eso el cine o la literatura están llenos de ejempos en los que las máquinas se rebelan contra nosotros, y hay que detenerlas.

Pero, curiosamente, las dudas nos invaden. Entrando en películas cliché, recordamos a Sarah Connor y la dicotomía mental que sufre cuando piensa lo siguiente:

«Observando a John con la máquina, de repente, lo vi claro. El Terminator jamás se detendría, jamás le abandonaría, y jamás le haría daño ni le gritaría o se emborracharía y le pegaría. Ni diría que estaba demasiado ocupado para pasar un rato con él. Siempre estaría allí y moriría para protegerle. De todos los posibles padres que vinieron y se fueron año tras año, aquella cosa, aquella máquina era el único que daba la talla. En un mundo enloquecido, era la opción más sensata»

Nunca podrá confiar en él, pero Sarah Connor, que dedica su vida a prepararse para que las máquinas no ganen la futura guerra, reconoce en Terminator 2: el juicio final (Terminator 2: Judgement Day, James Cameron, 1991) que el androide es el mejor protector de tendrá nunca su hijo.  

La máquina… como animal de compañía. 

Lo veíamos en Un amigo para Frank (Robot & Frank, Jake Schreider, 2012), excelente comedia de ciencia-ficción de bajo presupuesto en la que la familia regala un robot a un padre de avanzada edad para que le ayude a mantener una rutina. El robot está programado para hacer feliz a Frank y seguir sus órdenes, por lo que pronto se verá envuelto incluso en robos para contentarle. Al ver la película uno siente afecto por el humanoide, incluso cuando su forma está tan alejada de la humana. 

Ésta tampoco es la visión de todos. No es posible que desarrollemos toda esta inteligencia para dejarla apartada utilizándola como un mero compañero, una mascota. Por eso es necesario asumir que la evolución del hombre está supeditada a la evolución tecnológica, y ésta, a su vez, supeditada a la evolución del hombre y, en concreto, de su capacidad intelectual. Sin investigación, no habrá evolución para ninguno y, entonces… ¿por qué no pensar que esa misma evolución que se retroalimenta es la base para ser nosotros los humanos, libres, como buscada Proteo 4, y, por qué no, será la responsable de crear el siguiente eslabón humano tras el homo sapiens? De hecho, se defiende que el hombre ya no evoluciona debido a haber sabido alargar su vida mediante la tecnología. Entonces… ¿qué es lo que lleva a algunos autores a no querer «nuestra propia evolución»? 

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Si esta teoría es cierta, si todo apunta a que acabaremos evolucionando como híbridos hombre/máquina-máquina/hombre, no son pocos los que exploran y se imaginan cómo y cuándo llegaremos a hacer evolucionar suficientemente a los humanoides para convertirlos/nos en androides…

…y para ello hay que remontar, mirando hacia atrás, hacia propuestas distópicas ya sobrepasadas en la línea temporal que conocemos y hemos vivido…

Primero, inventaremos aparatos que nos permitan sentir las emociones de otros, grabadas junto a sus recuerdos, y que consumiremos como una droga gracias al aparato que personas como Lenny Nero comercializarán según la visión de Días extraños (Strange Days, Kathryn Bigelow, 1995), o simplemente jugando gracias a la conexión de nuestras mentes (Existenz, David Cronenberg, 1999). Seguiremos teniendo implantes de memoria directamente conectados a nuestro cerebro (Johnny Mnemonic, Robert Longo, 1995), y biotecnología avanzada que permita alargar la vida de los moribundos a base de sujetar una estructura metálica inteligente al cuerpo (Elysium, Neill Blomkamp, 2013), además, claro, de conseguir una simbiosis completa, resucitando a héroes para la lucha contra el crimen, ya sea conectando su mente a un ordenador (Código Fuente; Source Code, Duncan Jones, 2011), o incluso reconvirtiendo al hombre en un alto porcentaje en máquina (RoboCop, Paul Verhoeven, 1987; José Padilha, 2014). Pero también existe la posibilidad de que el hombre se vea reforzado por una estructura interior (Terminator Salvation, McG, 2009)…. 

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En cualquiera de los casos, la mente será humana, pero el cuerpo no. Así, el hombre se convertirá en máquina: sentimientos soportados por metales de aleación. Pero quién nos dice que el proceso inverso no puede también tener lugar:

Ordenadores que aprenden y nos dan lecciones morales (Juegos de guerra; WarGames, John Badham, 1983); robots que replican órdenes, reconvertidos para entretenernos (Acero puro; Real Steel, Shawn Levy, 2011 ); robots o humanoides que nos sustituirán en oficios, como el de policías (Yo, robot; I, Robot, Alex Proyas, 2004), funcionarios (Elysium), o mayordomos, como el ya citado de Un amigo para Frank

No obstante, qué mejor mayordomo para acabar de comprender el progreso máquina-hombre desde la visión de Andrew Martin en El hombre bicentenario (Bicentennial Man, Chris Columbus, 1999). 

Pausada y reflexiva en sus tomas, sin duda la mejor forma de llevar al cine el relato corto de Isaac Asimov (1976), El hombre bicentenario nos sugiere el gran dilema moral que se nos acabará planteando en unas décadas, resuelto para no dejarnos con la incógnita (o para dirigir nuestra opinión hacia el único fallo posible: considerar a Andrew como un hombre, el siguiente hombre). Aquí, a diferencia de Engendro mecánico, se nos plantea ser nosotros, humanos, los que juguemos a ser Dios, y seamos benévolos con nuestros discípulos: robots de compañía que pueden llegar a ser nuestros sustitutos, en todos los sentidos.

Y no deberíamos tener miedo a que lo sean.

En una sociedad ya acostumbrada a que los robots y androides nos ayuden en las tareas cotidianas, Andrew se nos presenta como humanoide hecho de hierro, aluminio y latón, programado para servir a su amo. Sin expresiones, sin ideas propias. Pero gracias a tener un dueño abierto de mente que verá en él cualidades fuera de lo común, lejos de re-programarle, de degradarle como muchos otros hubiesen hecho, animará al robot a que se gane la vida, a que tome sus propias decisiones. Andrew podrá entonces transformarse en lo que irremediablemente desea: en su ídolo, en su héroe, en su modelo. Primero, pidiendo poder llevar ropa, lo que puede ser un indicio de sentir vergüenza, o únicamente de querer mezclarse y sentirse parte de la sociedad humana. En cualquier caso, los sentimientos están ahí. 

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Después, añadiendo expresión a su cara para hacer visibles esos sentimientos. Y nos agrada, porque empatizamos con él. De nuevo, pensémoslo: nos sentimos atraídos por un trozo de metal porque se parece a nosotros, porque, como decíamos al inicio, nos ayuda a sentirnos más seguros con nuestro entorno, con nuestras ideas, si se parece a nosotros. Así que ahí está Andrew, de latón, pero sonriente. Luego, cubrirá el metal con materia orgánica. Andrew toma conciencia de sí mismo, aprende por sí solo, y es ya plenamente consciente de que quiere parecerse al ser que le ha creado. Interesante, si pensamos que es lo mismo que si decimos que el hombre quiere parecerse a Dios. El símil no es casual, y aquí se nos plantea otra de esas preguntas existenciales:

¿Qué haríamos nosotros si llegásemos a conocer a nuestro creador (suponiendo, claro está, que existe algo o alguien al que podamos nombrar así)? ¿No le admiraríamos? ¿No querríamos ser como él? Andrew se nos antoja, simplemente, la proyección que Asimov pensó para el propio ser humano y sus inquietudes filosóficas.

Entonces Andrew llegará al límite moral de su transformación: que circule un fluido por sus venas, una sangre que se convertirá en letal: hará que sus tejidos sean mortales. 

Poder ser mortal, el hito final de la transformación de Andrew en un ser humano (nota: curiosa otra vez la comparativa con Engendro mecánico: Proteo piensa en ser inmortal convirtiéndose en carne y hueso; Andrew busca exactamente lo contrario).

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Porque, ¿qué diferencia al hombre del androide al que le ha inculcado todos sus conocimientos, si además éste puede morir, igual que él? ¿Por qué se nos plantea un dilema moral el abordar si ese algo es, simplemente, un alguien? Por eso la película, la novela, nos responde aunque no queramos: no hay nada que temer. El androide ya no es tal, se ha convertido en humano. En super-humano, mejor dicho: un hombre con memoria infinita hasta que él mismo decide matarse.  

Y es que la memoria no es otra cosa que la identidad, lo que nos define. Sin ella somos robots. Así que un robot con memoria, y sentimientos, indudablemente, es…

Volviendo a Andrew: un hombre gentil, incapaz de hacer daño al ser que le ha dado la vida. Lo único que le falta es lo que sí tenía Proteo: maldad, con el fin de conseguir su objetivo. Y quizá esa maldad (o mejor dicho sentido de autoprotección) sólo se materialice cuando el ordenador es capaz de plantearse preguntas…  De la gentileza, al desarrollo completo de las mismas emociones que los humanos: rabia, dolor, añoranza… psicopatía incluso. Del humanoide/androide al replicante. 

Lo más destacable de Blade Runner (íd., Ridley Scott, 1982) en lo que respecta a este artículo es pensar que se prevé nosotros, los humanos, seguiremos jugando a ser Dios. A Rachel no le diremos que es una replicante. A Deckard tampoco… Marcus de Terminator Salvation no será consciente de que es un hombre convertido en máquina (de hecho, se juega en el film a que el espectador identifique más a John Connor con una máquina que al prototipo de T-800).

Y si el replicante no sabe es tal, y los de su alrededor tampoco, podrán enamorarse. De otros replicantes, de otros hombres y mujeres. 

De la máquina como animal de compañía, a la máquina como alternativa para experimentar, vivir el amor.

Portia se enamora de Andrew y quiere casarse con él (ya no voy a entrar en que en realidad Andrew está enamorado de Amanda, por lo que casarse con su descendiente no es más que su ilusión de pensar que no han pasado tantos años y comportarse como un humano de mediana edad durante doscientos años). Ella sí sabe que es un androide, pero no le importa. Igual que a Theodore, ideado por un Spike Jonze (Her, 2013) que nos propone no pensar tan a futuro, sino que prefiere plantearnos que, en un mundo en el que las relaciones virtuales destrozan las relaciones personales (no hay más que fijarse en los repetidos planos con los que el director insiste en la despersonalización de las relaciones ya a día de hoy, mostrando que las personas preferimos hablar con nuestros dispositivos antes que con el que tenemos al lado), es totalmente plausible imaginarse a un hombre que se enamora de la máquina con la que convive (o, mejor dicho, de su software, para convertir la relación incluso en algo más intangible). Idealizada gracias a no tener un cuerpo físico, un cuerpo que ni tan siquiera le hace falta para estar a gusto con ella, es la compañera perfecta porque se adapta a su personalidad y necesidades.   

Jonze explora, entonces, el sentimiento amor de forma muy distinta a El hombre bicentenario: Portia necesita un cuerpo al que amar. Físicamente humano, mentalmente ya da igual, porque el androide a todas todas reacciona, razona, como un humano. En cambio, en Her, el amor ya no es sinónimo de necesidad carnal. La imaginación es suficiente para mantener una relación sana, con los altibajos típicos de las relaciones humanas. Es más, este tipo de relación se nos presenta incluso más madura, ya que el tiempo para la reflexión, para regocijarse en el amor compartido es incluso mayor, al estar, literalmente, conectados continuamente. Samantha razona con Theodore sobre la evolución de su amor. Y Theodore no puede más que darse cuenta de que ella ha sido lo mejor que le ha pasado para, por fin, dejar de aferrarse a un pasado que ya no tiene sentido. 

El amor es compartir. Alegrías, y sufrimiento. Una voz es todo lo necesario para darse cuenta. ¿Acaso no es la constatación de que el hombre se ha aburrido de sí mismo y de que ya es hora de pensar en el futuro, tenga la forma que tenga?

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Si la evolución del hombre pasa por convertirse en máquina, no hay ningún motivo para pensar que no pueda enamorarse de una de ellas. Y al revés. 

Las alternativas del Dios caído

«Los humanos son muy extraños, todo lo que crean lo usan para destruir»

El quinto elemento, de Luc Besson (Francia, 1997)

Dos películas tan distintas como Engendro mecánico y El hombre bicentenario, incluso Her, buscan encontrar respuesta a la misma pregunta: ¿qué pensará el hombre cuando sus ordenadores piensen? ¿Cómo actuará el hombre cuando sus ordenadores actúen?

Ser Dios. Crear desde cero. Enseñar lo que se quiera, cuando se quiera. El ser humano desafía continuamente a los que le rodean, pero sobre todo a sí mismo. El hombre juega a auto-superarse, proporcionando al vulgo lo que desea: compañeros con los que se sientan arropados, ayudados. Iguales hasta cierto punto. 

Esto es algo que sabemos no va a ocurrir.  

El hombre evoluciona, y sus máquinas también. El quid de la cuestión es intentar adivinar cómo lo harán ellas, y saber cuál es la reacción que queremos tener. ¿Queremos defender la especie cueste lo que cueste? ¿O queremos, muy al contrario, adoptar a estos androides y ayudarles a convertirse en uno de nosotros? 

Sea cual sea la profecía que se cumpla, lo que no se puede perder de vista es que la evolución es imparable. Aceptarlo debe entrar dentro de nuestro ADN. Aceptarlo, hasta el Big Crunch. O hasta que nuestra creación nos destruya. O hasta que nuestra creación se convierta en nuestra propia evolución.

Hombre/máquina o máquina/hombre, todo parece indicar que acabarán convergiendo. Al menos así lo vaticina el séptimo arte.

[1] Vuelvo a recurrir a Alfred Bester, recomendando la lectura de este cuento corto en el que el autor relaciona a la perfección desde los problemas de fabricación del androide (por… ¡sinestesia!), hasta la “proyección” que puede existir entre androide y humano, es decir, resuelta de forma excelente.