Hacia un cine imperfecto

A solas en el espacio

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El cosmonauta Kris Kelvin observa el planeta de Solaris al otro lado de una cristalera que tiñe el mar con oportunos amaneceres y ocasos. El océano que cubre la totalidad de la superficie del planeta se ha manifestado como un ente vivo y, a pesar de ello, aparentemente muerto e inútil: las aguas son capaces de generar alucinaciones carnosas que despiertan la incomodidad y la consternación de quienes interactúan con ellas. No parecen ejercer mal alguno y su semejanza es tan alta con la mirada común del hombre (hacia el exterior y hacia sus recuerdos) que lo más lógico sería creer en ellas, habitadas por algún consuelo. Kelvin y sus colegas no soportan ese oleaje metamórfico que desea responder a sus deseos y defender una autonomía ilusoria, de manera que lo más probable es que añoren los mares terrestres, que tienen los colores y los grados de calma y tempestad adecuados a sus creencias.

Durante el pasado año se han sucedido otros astronautas enfrentados a un instante de evaluación frente a un paisaje cósmico o alienígena, y en sus expresiones viajarían desde el embeleso hasta el pánico por la pérdida de toda conexión umbilical con sus referentes sensoriales. Y sus recuerdos. Padre e hijo en After Earth (íd., M. Night Shyamalan, 2013), el técnico de Oblivion (íd., Joseph Kosinski, 2013), la ingeniera flotante de Gravity (íd., Alfonso Cuarón, 2013). La primera recibió un fastuoso abucheo, la última una unanimidad crítica pronto puesta en entredicho desde las trincheras del gremio; la hermana del medio, como siempre, generó un amasijo de impresiones variadas que deriva en el olvido de una tarde de baile demasiado abarrotada. Las tres, también, hacían acto de presencia toda vez que los invitados habían hablado hasta la saciedad de ellas, preestableciendo sus virtudes y sus defectos con el ojo clínico del animal social antes que del crítico en funciones o del espectador que se maravilla por las lámparas de araña sin calcular mentalmente su valor. El presupuesto, el rango de entrada anunciado por un chambelán, se inspecciona con cautela y, después, se evalúa si las apariencias concuerdan con lo que reza la tarjeta. En consecuencia, a la superficie ya no se le permite adoptar las formas que se le antojen, dispuesta a impresionar. La impresión, producida en un océano inexistente, se está comparando con los mares conocidos, en el exterior y en el interior, el de otros cines poco, mal o muy recordados, y el de las expectativas que crecen como hongos dado el clima de elucubración desde que se anuncia la marcha de un proyecto.

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Esas miradas se obsesionan en la superficie del océano y aguardan palacios concretos, visiones que satisfagan sus pérdidas o carencias personales. El fantasma, en cambio, resulta menos popular, porque es la película hecha de retazos pasados y de un nivel de transparencia suficiente como para entrever el presente y el posible futuro. En After Earth esto quedaba enunciado: el viaje a una Tierra distópica y fea, construida con alambiques digitales de baja credibilidad, sirve de hilo conductor a la idea de dejar marchar definitivamente las cosas (y las películas, las historias) muertas. Mientras, la heroína de Gravity se deja arrastrar por las náuseas en el espacio abierto, donde no hay sonidos, ni luces horarias, ni piel ajena. Como los cosmonautas de Solaris (Solyaris. Andréi Tarkovski, 1972) no acepta el sistema que revuelve su percepción lineal y que no aporta respuestas. Más adelante, la incorporación de un eje narrativo sólido en esa elipsis absoluta de cualquier agarre amansa el espacio, y es entonces cuando vuelve el uso de los sentidos, el sonido, la reincorporación de los recuerdos antes de anestesiarlos. El discurso era muy parecido al de la película de Shyamalan, pero el odio cultivado alrededor de tal apellido, de mecanismos idénticos al fanatismo, convirtió a su estreno en uno de los más celebrados fiascos del año. After Earth era una obra hecha para el rechazo, con imposiciones ajenas y boqueos de un autor arrinconado; Cuarón superó la prueba de orquestar un ballet tridimensional sin despilfarros de presupuesto, tenido por creador respetable aunque se hubiese sentado cómodamente en algo tan mainstream como la saga potteriana. ¿Es After Earth muy mala y Gravity muy buena? Y las escasas voces a favor y en contra de una y otra, ¿qué aportan? ¿Disidentes nacidos de argumentos o de la rabia?

Un medidor de calidad debiera quedar excluido de estos debates. En sus términos, Shyamalan había entregado una película imperfecta y Cuarón otra perfecta. Eso no interfiere con el enfado o la satisfacción que uno pueda sentir ante ellas, ni con la certeza de que sean obras imperecederas o prescindibles, verdad que es siempre una fantasmagoría. Tal vez todo pudiera reducirse a una simple y ruidosa reunión de padres en la que al final las voces acalladas son las de los alumnos que se comparan, el último de la fila y el más aventajado. Con la particularidad de que estos padres son imaginarios, a quienes no corresponde ninguna responsabilidad sobre la trascendencia o el carácter de lo que ven.

Aquí vuelve entonces un olvidado, el hombre solitario de Oblivion que debe encararse a la realización en masa de clones unidos por la genética y separados por la consciencia (y la conciencia). Jack ha protagonizado buena parte del metraje, pero podría haber sido la película de otro Jack, o del primer o postrero Jack, y todos serían él. Repetido en la narración y en los universos paralelos de la ficción, Jack es reflejo de sí mismo y de todos los relatos que contiene, puestos en pantalla o no. Los flashbacks y los sueños, como en los casos de Shyamalan y Cuarón, reflejan una realidad contra la que no se puede luchar: la película es esta, aunque sus derroteros y sus estéticas pudiesen haber sido diferentes, para todos los gustos. Lo excelente de una película es que no es para todos los gustos; ni siquiera, a veces, para avenirse con ningún gusto. El astronauta Kelvin se quejaba del empecinamiento humano en amar y atravesar una y otra vez los mismos reflejos, espejos de sí mismo y de su planeta, un esquema físico que se traslada a todos los esquemas teóricos, emocionales y educativos que una persona guarda dentro de la cabeza con mimo. Los encomios y las pataletas, entonces, podrían no tener nada que ver con el pobre océano que invierte su energía en imitar una forma atrayente para quien observa. El océano de Solaris no reparaba en si el recuerdo evocado despertaría dolor o alivio para el espectador, sino que su ingenuidad generaba un eco imperfecto de la selección perfecta de la memoria.

El espacio populoso

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Lo preocupante es que el desconcierto venga prefabricado y exponga unos juicios ajenos a la entidad de la obra. Los integrantes de la mermada flota en el planeta Solaris viven enclaustrados, asomándose entre rendijas a los infiernos de los otros. ¿Lo están pasando peor, sobrevivirán unas semanas más o menos que yo? Los productores cotejan los estrenos con cuestiones similares en mente, y, aunque frívolas, en su cargo se encuentran justificadas. Resulta extraño que, hasta meses antes de la puesta de largo, grupos ajenos a la producción de una película, personas que no han invertido en ella ningún porcentaje económico o artístico, individuos que no tienen prestigio ni dinero que perder (al margen del insulso lamento de haber pagado por algo que finalmente no gustó), se consideren capacitados para ir amasando una definición consensuada de cualquier filme. Tan escalofriante, asimismo, es que esa manera de corroborarse yendo al cine esté cambiando sus fundamentos: las filias y fobias resultan inherentes a toda personalidad, y lo que antes se debía a matizaciones culturales hoy se cobra la preeminencia de prejuicios sociales tan endebles como las tribus urbanas o los colegueos. El «no soporto las películas de cómics» por «películas para frikis o nerds»; las «películas francesas» por «bodrios para hipsters»; los «tufos de Oscar» o «sospechosos aplausos festivaleros» por dudosas defensas o ataques de este o aquel crítico con quien no concuerdo y a quien niego el saludo en los pases. Dichas actitudes se extienden a todo el cómputo de lo estrenado en un año, pero la virulencia es mayor cuando se trata de películas imperfectas, porque es más difícil que otro vaya a cuestionar una opinión que requiere atenciones no aplicadas en la sala y reflexiones que inspiran demasiada pereza fuera de ella.

Como si el hecho de hallarse en mayoría o en minoría fuese una opción filosófica y no el resultado de una serie de descubrimientos, al crítico y al público solo les queda el análisis helado y empírico, puesto que para que medie pasión esta debe venir precedida y acompañada de la sensación de que todo puede ser construido y deconstruido en un segundo, sin solución de continuidad. Por eso Gravity relaja en sectores tan amplios, porque es una película sobre el caos que, no obstante, nunca cae en él. Y para que ese filme flote y se eleven las ventas y los estrechamientos de mano que hacen pensar que la empatía es posible, la maquinaria necesita sus opuestos. Los que se aplican al teorema del zumo de naranja, estrenos que se consumen cuanto antes, en un fin de semana, antes de que pierdan las vitaminas. La crianza de las películas imperfectas viene alimentada desde el núcleo, o cómo estudios empapelados de dólar se embarcan en un negocio de pocas ganancias y catástrofes anunciadas en los titulares porque, a fin de cuentas, resulta mucho más agradable pegársela para resucitar con otro proyecto que desmienta la decadencia o, incluso, con una inesperada secuela. ¿Qué sentido tendría, si no, rodar una segunda parte de esa Alicia de Tim Burton que desagradó casi unánimemente? No hay que confundirse con los flops, esas películas más o menos formulaicas que recaudan muy por debajo de su presupuesto. Al monstruo del capital le gusta juguetear con su propia destrucción y contentar a los agoreros antes de regalarles un bocado de mayor calidad. ¿Quién decide esa calidad y que nadie con cordura pueda extraer fascinación de la imperfección?

La mierda y la masterpiece son vocablos que se han arraigado con demasiada familiaridad en el vocabulario de las conversaciones sobre cine. Se emplean para confirmar bloques de (auto)certezas y grupos de amigos. Fuera de ellas, obviamente, se abre el páramo sin nada firme y sin apenas amistades, lo cual se traduce en la práctica en que no vuelvan a invitarte a la cita de multisalas el sábado por la noche o a participar en tal programa radiofónico. Ser paladín de lo imperfecto entraña la sospecha de que surja de una pose y de forzar una originalidad discrepante, lo cual tampoco hace justicia al disfrute independiente que debería acompañar a cada película. Y cuando es natural, la voz tiembla un poco y pide disculpas por haber resaltado algo positivo de lo que, a todas luces, no es perfecto. Bombardeados de honest trailers y de recopilatorios de pecados tan fáciles de sumar en una ficción, mofarse de las reinas del baile es la tónica. Algo va mal cuando a un requiebro o a una licencia de un relato se le llama pecado. Porque indica que una ficción se ha apartado de un código religioso, de un consumo fundamentalista. Sin embargo, cuánta belleza encierra ese nado a contracorriente, a la contra de las mareas que se ven venir de lejos como un tsunami en una radiante mañana de sol. ¿Qué causa esa imperfección? Será más claro empezar por lo que se entiende por perfección comercial, o por turbadores oleajes técnicos y emocionales. Por ejemplo, Lo imposible (J.A. Bayona, 2012). Una película sin tacha técnica, con un background de producción y marketing calculado al milímetro, aparte de una excusa argumental de apariencia humanista y supuestamente comprometida con la Historia reciente. Y, como resultado, puede generar una experiencia hueca, estéril y preconfigurada, inmoral incluso, y aun así vencer sobre todo lo que es torpe y ajeno a cierto nivel de excelencia en taquilla. La omnipotencia de lo que se vende como perfecto cría una dictadura teóricamente objetiva, avalada por una ilusoria unanimidad de portada. Tras la (auto)satisfacción, esa misma pregunta que los subgrupos de opinión plantean hacia sus contrarios y haters, y que expresó Schulz en la siguiente tira cómica:

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-No puedo entender por qué no gusto a la gente.

-Simplemente no lo entiendo.

-Por más que lo he intentado simplemente no lo entiendo.

-¿Como puede no gustarte alguien perfecto?

El espacio abandonado

Lo imperfecto no es, como asociación rápida, el pequeño estreno que pasa desapercibido a pesar de ser una joya, técnica y/o narrativa; tampoco ese elusivo e hiriente concepto de «película tan mala que parece buena». Conocemos la perfección, porque en cada época los ideales están más o menos estandarizados a nivel cultural, pero ¿cuál sería la fórmula para la imperfección? Nada es tan fácil como dibujar el opuesto, como detestar lo canónico y reverenciar lo trash. Siempre habrá quien se duerma con Ciudadano Kane (Citizen Kane. Orson Welles, 1941) y quien llore con cada segundo de un VHS de animación comprado en un chino. En lo imperfecto, como ya se ha dicho, no entran valoraciones cualitativas, sino de vocación. Un esfuerzo que se ve sobrepasado por las circunstancias de producción, por el talento, por el contexto o por las propias esperanzas de la película en ser, sin alardes, lo que no termina de alcanzar. Son películas quebradas, tan descosidas que al verlas uno no sabe cuánto ha quedado dentro y cuánto se ha ido perdiendo, y atesoran el encanto de una identidad a deshoras de su apariencia. Más lujosa que lo que desarrolla en sus líneas internas, o más intermitente que su apasionado relleno; tanto que balbucea, que no sabe si con el forro ha compuesto un vestido digno o algo más cercano al saco de arpillera. Por estos motivos, el blockbuster se está convirtiendo en la película imperfecta por excelencia, precedida de una clasificación desdeñosa que pocos se molestan después del estreno en revisar. La aparatosidad no sólo termina fomentando un tanto de esa imperfección, sino dándole la razón a la horda de haters e indiferentes. Como a El gran Gatsby (The Great Gatsby. Baz Luhrmann, 2013), el personaje y la película, le acompaña la profecía de que el empeño y el abigarramiento no van a conseguir el chispazo del asombro, y fluyen desde el principio con algo de resignación melancólica, pues nunca ha habido clubes de fans entre las penas o los chistes malos del pardillo del baile de fin de curso, vestido con frac de lentejuelas.

Empieza, en ese punto, el hechizo de lo imperfecto, de su temblor cerval. No de otro modo llegan películas heridas de muerte a la cartelera, tanto en Estados Unidos, patria del cinismo comercial, como en Europa, donde un nuevo fenómeno popular anti-intelectual convive con el desprecio a lo yankee. Como John Carter (íd. Andrew Stanton, 2012), Oz, un mundo de fantasía (Oz the Great and Powerful. Sam Raimi, 2013) o El llanero solitario (The Lone Ranger. Gore Verbinski, 2013). Diversas desavenencias de estudio, de metraje, de críticos instalados en la necesidad de apalear lo que es caro y hortera, y de públicos cansados de ciertas fórmulas de género anticipaban los tropezones de esas películas ostentosas y fallidas. Verles un tinte de hermosura era, si no una oportunista salida de tiesto, una boutade. Pero es curioso cómo ese trío de fiascos vinculados a Disney abrazan su paradoja de espíritu y el universal pálpito del relato pasado de moda que lucha por mantenerse vivo en el imaginario popular. Quizá lo más difícil era superar o al menos agregar algo nuevo al fortísimo recuerdo de El mago de Oz (The Wizard of Oz. Victor Fleming y otros, 1939), propietario de toda la escena sensorial: de un color rubí, una música, una amarga parábola de crisis revelada como atemporal. Sam Raimi le agregó, a falta de nada más, la tridimensionalidad que ya solo queda percibida como estrategia para arrancar un extra a la entrada del cine. Pero, bajo ese cobertor tan estridente y feísta, la cándida Theodora veía traicionada su voluntad para el bien y se transformaba, a sabiendas, en un ser verde, horrible y malévolo. ¿Quién quiere parecerse a la bruja del Oeste? ¿A los héroes que deben trasvasar sus voces porque sus figuras ya no son apreciadas?

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El de pronto musculado John Carter de Marte y, especialmente, el indio Tonto que invoca el mito del llanero solitario, una estatua de cera que cobra vida para perderse en un fondo bidimensional, pintado a mano. En ese plano fijo que acompaña a los créditos finales se resume la imperfección cinematográfica asumida sin aspavientos. ¿Qué sentido tiene superponer las nuevas tecnologías a los fondos tradicionales? ¿El espectáculo de parque de atracciones a la trascendencia histórica del western? En la persecución del tren el protagonista acaba reventando la obra y la idea del progreso, y el indio queda en evidencia, ante el niño que ejerce de eslabón generacional, por sus trucajes narrativos. Al renquear, la película agarra los índices acusadores y se adelanta a las denuncias por engaños argumentales y descalabro financiero. Sólo aceptada esa aptitud de criatura que evoca imperfectamente un ideal, o un anti-ideal, las películas pueden demostrar un valor oculto bajo el ruido de las burlas que otorgan un reconocimiento rápido y una cálida integración. Eso quizá no las haga mejores obras, pero, como adujese Nathaniel Hawthorne, el romance y la poesía, como la hiedra, el liquen y los alhelíes, necesitan un cierto deterioro para poder crecer.

Aquellas en primera línea, y otras en filas más independientes, como Stoker (íd., Chan-wook Park, 2013), Solo Dios perdona (Only God Forgives. Nicolas Winding Refn, 2013), El consejero (The Counselor. Ridley Scott, 2013) o Passion (Brian De Palma, 2012), conforman pares de las viejas películas de major, alejadas de lo previsto y de naturaleza ambivalente, que un consenso acababa tratando como si fuesen de peor procedencia. Tal vez la atracción por grados mayores y menores de perfección en un filme guarde relación con la comodidad que el espectador siente ante esos conceptos, y con si considera que su sistema de creencias, como los astronautas de Solaris, no admite aperturas temporales, por curiosidad, diversión o reto. Resulta llamativo que las nuevas princesas Disney, Rapunzel de Enredados (Tangled, Nathan Greno y Byron Howard, 2010) y Anna de Frozen: El reino de hielo (Frozen, Chris Buck y Jennifer Lee, 2013), estén generando rechazo entre las facciones más integristas del modelo clásico de la factoría, que no admiten heroínas tan desmañadas e ingenuas, aunque precisamente ese remodelado patrón busque un público abrumado por el peso perfecto de las antiguas princesas. Que, en el fondo, faltas de brillantez, al menos invertían arrojo e inconformismo ante su situación. Rapunzel y Anna son princesas imperfectas porque, como el Minotauro del cuento de Borges, no se mueven del centro del laberinto ni se resisten a su destino hasta que llega el empujón externo. Y las películas imperfectas, princesas derrocadas antes de toda ceremonia de coronación, son como esa aberrante y bella galería de monstruos mitológicos, la Gorgona, la Sibila, Escila y Caribdis, de quienes nadie recuerda sus primeros orígenes, cuando eran humanos normales y hermosos.

Tal que el mimoide en que puede convertirse el océano de Solaris, en cuyos reflejos o espejos muestra lo que el emulado desee interpretar, bien una burla deformadora, bien un homenaje incompleto pero adorable. Y la insistencia en ese trasfondo del relato de Stanislaw Lem, a lo largo de estas líneas, es simplemente un espejo o reflejo entre todos los que podrían ser de la identidad múltiple, no sólo por dualismos mediáticos, de las películas que son mal escuchadas o que no quieren oírse ni verse, arrugadas y abortadas por estudios, festivales, críticos y audiencias que parecen guardar motivos personales o vagos para no quererlas. Por eso y porque en aquella historia se introducía al dios imperfecto, intercambiable con el cine imperfecto, «el único cine en el que yo podría creer, un cine cuya pasión no es una redención, un cine que no salva nada, que no sirve para nada: un cine que simplemente es».