Her

HAL desencadenado

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Cada semana, ese gran comunicador que es Íker Jiménez —ya era hora que se le hiciera cumplido homenaje— no deja de sorprendernos con los contenidos de sus programas de radio y televisión. En ellos se nos avanza aquello que, cada vez con mayor consciencia, vivimos cada día como una palpable evidencia: el futuro ya está aquí, presente entre nosotros. La tecnología crece a un ritmo tan vertiginoso, en una progresión geométrica elevada a nosécuantos exponentes que, de comercializarse los ultimísimos descubrimientos técnicos, no sabríamos distinguir nuestras vidas de la ciencia ficción: drones personales, nanorobots e inteligencias artificiales que manejan los principales mercados de valores o componen sinfonías musicales, novelas o poemas indistinguibles de las creadas por el ser humano son ya una realidad, cumpliéndose a rajatabla la ley por la cual el progreso tecnológico se duplica cada 18 meses. Fascinante y un poquito aterrador. El monótono tono de voz de HAL nos parece a día de hoy una curiosa ingenuidad.

Esperando que no se cumplan las aciagas profecías que prevén el advenimiento de Skynet —donde lo artificial acaba por prescindir de sus creadores—, aún podemos escrutar rastros de lo humano en esa tecnología que tanto nos facilita la vida, al tiempo que nos esclaviza en la hiperconectividad, la información a tiempo real y la más lúdica ociosidad. Por ejemplo, la configuración de los dispositivos móviles dice más sobre cada usuario de lo que nosotros mismos podríamos contar sobre nuestra personalidad y nuestra percepción de la realidad. Los fondos de pantalla, la organización de las apps, las páginas favoritas en nuestro navegador o los iconos personalizados y los accesos directos pueden indicar a psicólogos y sociólogos aquello que somos y que nos individualiza frente a los demás, diagnosticándonos y definiéndonos a la perfección.

El estilo personal que le otorgamos a nuestro smartphone parte de decisiones que tomamos de forma inconsciente, pero que tienen un significado y un propósito tan oculto como preciso. No solemos dar la importancia que merece a cada una de estas decisiones porque no creemos que nos puedan variar la vida en exceso. Y, sin embargo, Spike Jonze enuncia en su excepcional Her (íd., 2013) que tras cada resolución que se toma en la vida, por nimia que ésta parezca, existe una gran trascendencia. Por ejemplo, dar a un sistema operativo la voz de un hombre o de una mujer. Algo que, en apariencia, parece tan banal. Porque la tecnología tiende indefectiblemente a ser una extensión natural de cada usuario, haciendo visibles sus necesidades menos reconocidas.

Her es la constatación de que el ser humano es un ente social, incapaz de prescindir de la presencia de sus semejantes, puesto que la soledad puede llegar a ser la peor de las condenas —sobre todo si esta no es deseada—. Así, la película es la crónica de la aventura sentimental de Theodore (Joaquin Phoenix) para encontrar su pareja ideal, después de la ruptura con la que él consideraba la mujer de su vida, Catherine (Rooney Mara). Es en ese estado de pérdida y de vacío donde halla su tabla de salvación en la tecnología, al observar en un spot publicitario a seres tan desorientados como él pero que, gracias a su encuentro con OS1, el primer sistema operativo de inteligencia artificial, atisban lo que para ellos parece un nuevo amanecer en sus vidas. Y será a partir de ese momento cuando Thoedore comience a rememorar sensaciones que creía olvidadas, escarbando en su memoria emocional. Porque esta es una película que nos habla sobre el recuerdo: el de cada uno de nosotros y el de la especie humana.

Como bien le indica al protagonista Samantha (Scarlett Johansson), esa inteligencia artificial que habita en sus dispositivos digitales, «el pasado es sólo una historia que nos contamos a nosotros mismos». Por lo tanto, da igual que la acción se produzca en la sabana africana de hace miles de años o entre el acero y el cristal de una ciudad con aspecto futurista: los seres humanos nunca hemos dejado de ser presas de nuestras pasiones y nuestros recuerdos, tratando de rememorar aquellos momentos que nos hicieron felices, replicando esas primeras veces perdidas donde el descubrimiento nos avisaba de que nunca seríamos tan jóvenes como entonces. Enamorarse como proceso de aprendizaje, explorando todo aquello que la vida nos tiene que revelar a través de los sentidos.

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En este aspecto, es significativo cómo dos de nuestras capacidades sensitivas, la vista y el oído, interactúan a lo largo de la trama de Her, negando —o, mejor dicho, cegando— la una al otro y viceversa para permitir o negar alternativamente la revelación de una determinada verdad. Un elemento de la puesta en escena esencial para comprender esto sería el momento en el que, en mitad de la noche, desvelado de su sueño, recoge de la mesilla que hay al lado de su cama ese dispositivo auditivo en torno al cual gira su vida, tirando sin querer sus gafas al suelo. Y es que Theodore parece haber instalado su existencia en torno a lo auditivo, escuchando aquello que desea oír, pero negando aquello que está ante sus ojos, prefiriendo engañarse antes que sufrir más.

Es por ello que Jonze, por una parte, apuesta por una presencia en over de Samantha, sin imagen a la que amarrar esas palabras suyas que inundan la pantalla con su sensualidad y su sofisticación —con esa sexy ronquera cadenciosa que aporta la Johansson tras unos carnosos labios tan sólo imaginados— y, por otra, utiliza la mirada del protagonista —y, con la suya, la nuestra— para enfocar un entorno difuso y difícil de decodificar sentimentalmente, donde el amor verdadero pulula a su alrededor sin ser reconocido.

Pero lo importante de esta obra es que es una película de Spike Jonze, y que, como en todo su cine, genera una gran cantidad de preguntas que nos hacen interrogarnos sobre nuestra naturaleza humana. Siempre quedará la duda de si el amor no será una programación más, un acto que puede ser rastrado científicamente a través de registros químicos, fluidos hormonales e impulsos eléctricos, pudiéndose replicar por lo tanto en un frío programa informático que enmascare su propia frigidez. Si las emociones que generan en sus destinatarios las cartas que por encargo escribe el propio Theodore no serán privativas del ser humano, y a la vuelta de la esquina nos esté aguardando un amante con forma humana, pero de mecánico interior. Si las infidelidades que demuestran las inteligencias artificiales no serán más que una prolongación de la misma humanidad que las programó, reflejando abiertamente nuestras debilidades y nuestra curiosidad. Si debemos seguir buscando con una mirada diferente a la de nuestros ojos, para darnos cuenta de que la verdad estaba en nuestro punto de partida. Quizás en la azotea de un edificio, al lado de quien siempre estuvo ahí. Mirándose directamente a los ojos. Ahora ya sin gafas, enfocando las cosas con la única ayuda de la emoción.