O como descubrí que soy un maestro constructor
Practiquemos nuestra abstracción. Imaginemos vivir en un mundo con dioses, héroes, leyendas y mitos que no sólo caminan entre nosotros, sino que nos sirven como dieta existencial a partir de la cual cimentamos expectativas vitales, como patrón a seguir de nuestras doctrinas morales, como mecanismos a través de los cuales juzgar los acontecimientos del mundo. Imaginemos algo más allá todavía: nuestros arquetipos viven entre nosotros de diario, podemos verlos u oírlos o sentirlos cuando queramos, podemos involucrarles en historias verosímiles o inverosímiles que sólo llevarán a cabo según la gente decida que deban perpetuarse o no en el tiempo, incluso aquellos que no habitan en el mismo espacio o tiempo pueden reconciliarse ante nuestros ojos como parte de una lógica común: nosotros.
Admitámoslo, ese mundo suena demencial. Dioniso partiéndose la cara con Bastet en el Madison Square Garden mientras dieciocho versiones diferentes de Dios —desde el católico hasta el judáico pasando por varios otros protestantes, coptos, restauracionistas o no caldonianos— emprenden acalorado debate en las gradas sobre la conveniencia invitar a otros dioses solares cuando Alá está entre ellos, no suena lógico. No mientras el árbitro, un Gandalf reconvertido en mediador, avisa a los guardias de seguridad comandados por Batman de que se aseguren de controlar la zona norte, pues ya varios golem han estado intentando subir al cuadrilátero interrumpiendo momentáneamente el fluir natural del combate. Sin embargo, todo ello ocurre mientras desde millones de casas, más unos cuantos miles en las gradas, observan el combate complacidos asumiendo la naturalidad de creencias o disposiciones que se conforman en semejante caos cultural que, lejos de resultar intimidante, abrazan con el cariño que se siente por aquello que nos resulta tan familiar, próximo, cercano, como un antiguo amigo re-encontrado. Todo ello es parte de su sedimento, ¿por qué debería resultarles extraño, o siquiera impropio? Ese mundo, con la particularidad de estar habitado por homínidos de pelo escaso, más escaso según el paso de las generaciones, conoce de su singularidad por los homínidos. Son ellos quienes, capaces de crear y descrear según su propio interés héroes y dioses y mitos y leyendas y pensamientos y creencias, edifican más allá de lo dado en naturaleza: crean cultura. Su poder resulta inconmensurable. Eso no excluye que exista una mayoría de ellos que crean que es mejor mantenerse quietos, bien callados, haciendo del estatismo su religión al no permitir que resulten permeables de forma consciente las características de un dios sobre los otros. Cuando miran a la grada, no ven que Dios es muchos y todos distintos y además en sus ojos brillan tantos dioses solares como existieron antes de él, sólo ven al Dios que les interesa. Católico, judáico, copto; no importa cual. No quieren creer en su poder interior. No quieren creer que cada uno de esos seres que siguen y determinan sus pasos no son más que una expresión de su voluntad. Por eso a los que son capaces de ir más allá los llaman maestros artesanos, o artistas.
Dejemos de abstraernos, hinquemos diente. ¿No resulta un tanto perturbador ese mundo misterioso, contradictorio, donde los hombres resultan esclavos de su propia iniquidad al no querer abrazar la maravilla que sólo ellos pueden dar forma? Debería porque, aun abstraídos, estamos hablando de nuestro mundo.
Hablar de La Lego película (The LEGO Movie, Phil Lord y Christopher Miller, 2014) supondría cambiar sólo una frase de todo lo anterior, cambiando «homínidos de pelo escaso» por «hominidos amarillos de plástico». También supondría hablar en profundidad de por qué ocurre eso, cuales son las condiciones materiales de la cultura pop, que no del capitalismo ni del posmodernismo —dejemos claro ya de entrada que la hibridación, la parodia y la réplica es una constante humana, no contemporánea; el posmodernismo no inventa nada, ni siquiera la consciencia de no existir ninguna verdad absoluta—, por qué hablamos de «cultura pop» cuando hablamos de «cultura», como deberíamos hablar también de por qué no existen límites lógicos en la categorización cultural en tanto tampoco podemos considerarla estática o delimitada en un sentido absoluto. Bien pensado, ¿qué estamos haciendo ya si no hablar de ello?
Partamos de una premisa que podríamos llamar «El ABC de LEGO» —que no LEGO®, porque tendremos doble consideración hacia el término: la mercantil (LEGO®) y la etimológica (allí, de nuevo, en dos vías: sus acepciones latinas y españolas)—, resumida en tres reglas básicas: 1) el único límite de lo posible es la imaginación, 2) aunque el único límite de lo posible es la imaginación, la imaginación tiene los límites de cuanto es imaginable, 3) lo imaginable varía en cada época del mundo. Aunque son tres reglas básicas, podríamos añadir un axioma: sigue el manual hasta que tengas una idea mejor que el manual, entonces tira el manual a la basura. ¿Qué sentido práctico tiene ésto para hablar de La Lego película? Muy simple: para hacer la película, no sólo han tirado el manual a la basura, sino que su único límite es la imaginación. Es imposible hablar de la película porque no hay límites ni cortapisas, es una celebración de todo lo importante en su estado más puro. Batman pelea mano a mano con un pirata robot gigante mientras un obrero se convierte en el mayor héroe de la humanidad; límite: la imaginación, o la voluntad de hacer uso de la misma.
Hemos partido de una premisa para construir este artículo, de acuerdo. ¿Qué es lo siguiente que debemos hacer? Los latinos entendían por LEGO muchas cosas, entre otras cosas, recopilar con la intención de construir, pero también le daban una acepción que puede resultarnos bastante extraña: leer. ¿Puede leerse un LEGO®? Perdón, es una pregunta estúpida: del mismo modo que no construimos LEGOs sino que construimos con LEGOs, no leemos LEGOs sino que leemos con LEGOs. Leemos el mundo en, con y desde los LEGO. La película es una oda a la imaginación, al saltarse todo límite, límite saltado a través de la lectura metódica de aquellas necesidades que existen en un momento y lugar determinado y sus posibles necesidades a través de la construcción —ésto se plasma en la película de un modo exquisito haciendo que los maestros constructores tengan una visión especial que, una vez deciden que necesitan hacer (que no qué construir), son capaces de ver que piezas exactas de cuantas hay en su entorno necesitan para construir aquello que soluciona un problema dado; construir es un lenguaje, pues se aprenden igual: primero, se aprenden las piezas; después, cuando ya se conocen las piezas, se aprende a construir a través de las reglas del manual; al final, cuando ya se ha dominado el manual, se aprende a construir a través de la intuición pura—, construye su propia lógica de forma independiente a las estructuras inamovibles sentenciadas como lógicas por los académicos. Por aquellos que estudian la cultura como un constructo, como una entidad muerta.
La cultura es algo vivo, en eterna permutación, cuya única base es saber leer los códigos en los cuales están escritos. ¿Quién escribe el manual? Aquel quien sabe tanto, que tiene tanta imaginación, como para tener necesidad de escribir su propio manual. ¿Quién debe saltarse el manual? Aquel que ya ha aprendido todo por aprender. La LEGO película se salta todos los códigos, tácitos o literales, de lo que debe ser una película de animación, o incluso de lo que supone la coherencia armónica; ¿Batman luchando con un pirata robot contra los pulpos mecánicos de Matrix? Es ilógico. Ilógico según el manual, divertido y perfectamente coherente según su propio contexto.
Recordemos que cuando hablamos de LEGO también estamos hablando, si acudimos a una de las acepciones etimológicas dadas en español, que por tal también se entiende aquello popular. Nada más popular que los LEGO®, que por lo único que discriminan es por su precio, por no poder tener más piezas, ya que lo que se puede construir es completamente arbitrario: lo mismo vale comprar doscientas piezas sueltas o doscientas piezas en una caja con instrucciones para hacer una nave espacial, porque en ambos casos podemos construir lo mismo. Es popular porque, en un sentido irónico y extraño y perturbador en tanto resulta que una compañía que va con la ® colgando en su producto como una señal de propiedad inviolable que no permite que sea popular su intelección como sí asumen sus premisas que lo son, no discrimina. La distancia entre ser capaz de crear, o no, algo en LEGO® es la distancia de la imaginación y no de los recursos materiales; para hacer una nave espacial se necesitan reservas federales, para hacer una nave espacial con LEGO® sólo hace falta imaginación (y piezas) suficiente. Es más: es imposible construir un gatobús volador ni con todo el dinero del mundo, cosa que sí puede hacerse por otros medios.
Esta democratización de lo popular se da como un reflejo del espíritu LEGO en La Lego película a través de la más sencilla de las premisas: podríamos replicarla nosotros. ¿Qué nos costaría escribir un guión, comprar LEGO®s hasta el hartazgo y montar nuestra propia película? Con una cámara de móvil, unas cuantas piezas y personajes y bastante imaginación podríamos hacer, sino un fastuoso largo como aquel, que queda lejos de nuestras posibilidades, sí réplicas menores en forma de cortos (¡o largometrajes!) donde se supliera la falta de presupuesto —de sesenta millones de dolares a los sesenta dolares que podamos tener para hacer la película, si es que tenemos tanto, hay un trecho— con plástico antropomórfico de amarillenta tez. Si no lo hacemos no es porque sea imposible, porque rodar una película con LEGO®s sea imposible sin un presupuesto desorbitado, mas al contrario, sino porque carecemos de la imaginación y la voluntad necesaria para hacerlo. Es obvio que el resultado no será el mismo, ¿pero acaso es necesario?¿No era el origen de LEGO unas películas nacidas del amor y no de grandes presupuestos? Hablemos de lo popular, pues hablando de lo popular se hace evidente que tenemos que hablar del pop, de cultura pop, aunque ahí ya se nos circunscriben varias problemáticas particulares al respecto. ¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura? Si esa pregunta ya es difícil de contestar, se convierte en un auténtico dolor de culo cuando añadimos el epíteto pop. Cuando hablamos de pop no queremos decir popular, o no exactamente. No es imprescindible que algo tenga una aceptación sublimada por un grueso amplio de la población para ser considerado pop como el hecho de ser reconocible por un grupo específico al cual se refiere; lo pop tiene mucho de generacional, no por ello deja de ser pop.
¿Es La Lego película cultura pop? Sí y no. Podríamos aducir que su adhesión al pop se da por aquello que tiene de locura, de adhesión de las formas culturales más bajas, en vez de sublimarse como una alta cultura que vaya más allá del puro entretenimiento. Salvo porque la alta cultura no desprecia el entretenimiento. Si asumimos La Odisea como patrón básico de toda historia, el ABC del cuentacuentos, nos percataremos de que cualquier reducción a lo pop o lo posmoderno acaba por resultar un absurdo: la fusión de paradigmas culturales, el tono lúdico, la parodia o la pretensión popular son elementos comunes a todas las obras de alta —y que más de las veces despreciamos por la defensa plomiza que de ellas hacen los guardianes del gusto— o baja cultura conocidas. En diferente medida, pero en todas.
La fusión de paradigmas culturales de ficción, que Dumbledore aparezca codo con codo con Gandalf o Batman con un pirata robot, o de ficción con los reales, el hecho de que las intervenciones del mundo real sean paradigma de los acontecimientos el mundo de los LEGO, es algo que se rastrea con facilidad en los clásicos de nuestra literatura nacional: Don Quijote de la Mancha (Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra, 1605) da al encuentro a su Don Quijote con Amadís de Gaula y otros grandes héroes de la caballería , aunque sea en su locura, hablando de tú a tú a personajes que ni existen ni existieron, ni en su mundo ni en el nuestro. Se alimenta de los libros de caballería no sólo como parodia sarcástica, sino como canto amoroso (aunque irónico) a la misma. Ningún posmoderno, ni menos Marvel o DC, inventó el choque de dimensiones. En nuestro querido Don Quijote encontramos todos los elementos regidores de la cultura pop, de lo posmoderno si se quiere, tratándose de una novela del siglo XVII: fusiona paradigmas culturales, tiene tono lúdico, se basa en la parodia y tiene un propósito popular. Nada de ello excluye lo culto, sino que es fusión de paradigmas: culto y popular.
Si se quiere buscar un referente a través del cual interpretar La LEGO película desde esas coordenadas, mejor no digamos que es ni cultura pop ni posmoderna, sino que es puro romanticismo: en Hiperión (Hyperion, 1794, Friedrich Hölderlin) podemos encontrar el choque de paradigmas en un sentido temporal —la protagonista Diótima es un reflejo de Susette Gontard, la amada de Hölderlin— en la misma medida que cultural —el protagonista Hyperion es un reflejo de Friedrich Hölderlin, como su aventura es una búsqueda de sentido ambientada en la Grecia antigua que pretende dotar de sentido a la Alemania moderna—, conteniendo una teoría poética sobre el encuentro entre hombres y dioses, que sólo puede darse a través del acto poético. El hombre construye, o da vida, a través del acto poético a los dioses. Acto poético que no debemos entender como hacer poesía, sino como construir a través de la imaginación aquello que requiere el mundo pero no tiene: Hölderlin hace con las palabras aquello que otros hacen con los LEGO, pues con el mismo propósito nacen las palabras que los LEGO.
La Lego película, como los LEGO, no es ni posmoderno ni cultura pop: su germen es el romanticismo. La posibilidad de hacer volar la imaginación, volver a un tiempo pre-establecido donde cualquier creación era posible, es el sueño de todo romántico que se precie, ya sea en la Alemania del XIX o en la España del XXI; cuando La LEGO película nos grita que todos somos especiales, afirma que todos podemos ser maestros constructores, artistas, seres humanos de libre voluntad, siempre y cuando permitamos desarrollar el sedimento necesario para hacer valer nuestra imaginación: aprende los términos, sigue el manual, tira el manual.
El sedimento del ser humano en tanto tal es la cultura en la cual ha crecido, no la naturaleza, por ello lo intrínsecamente humano es la creación cultural. Ya sea con palabras o imágenes o LEGO’s, sólo nos queda una cosa para llegar a la mayoría de edad: seguir amando las historias como el primer día y añadir nuestro granito de arena, o nuestro bloque de LEGO, para interpretarlas, comprenderlas y construirlas.