Mitad máquina, mitad policía… Todo hombre
Cuando John Wagner, Pat Mills y Carlos Ezquerra crearon para la revista 2000AD al personaje del Juez Dredd, allá por 1979, lo que quisieron fue, según el primero, construir «un héroe sin corazón para la nueva Gran Bretaña, también sin corazón, de Margaret Tatcher». Por su parte, Mills reconoce que, para ello, se inspiraron en dos obras: por un lado, un cómic underground llamado Mannix, protagonizado por «un policía despiadado que dispara por la espalda a un criminal que está huyendo, y que obviamente estaba satirizando a los vigilantes años antes de que aparecieran los filmes de Clint Eastwood» —es imposible desvincular la génesis del personaje, de hecho, tanto de las secuelas de Harry el sucio (Dirty Harry; Don Siegel, 1971) como de las derivaciones de El justiciero de la ciudad (Death Wish; Michael Winner, 1974), consecuencias cinematográficas del ambiente deprimido y deprimente de los años 70—, y por el otro, en una historia de la revista Weird and Eerie, en la que «un policía de ciencia-ficción persigue a un criminal a través de una ciudad futurista y lo ejecuta».
No resulta casual, desde luego, que unos años más tarde Edward Neumeier y Michael Miner, en pleno apogeo de la muy conservadora presidencia de Ronald Reagan, se fijaran en la creación de Wagner, Mills y Ezquerra, y su potencial paródico y sardónico, para crear su propia pulla en clave sci-fi contra el ultraviolento (y ultrarepublicano) cine musculoso de los años 80. Por más que también pueda disfrutarse como puro cine de género, Robocop (RoboCop, 1987) ofrece, con la complicidad de un Paul Verhoeven que conectó totalmente con el sentido del humor negrísimo del guión, una relectura profundamente sarcástica de películas tan idiosincrásicas de la época como Rambo: Acorralado – Parte II (Rambo: First Blood Part II; George Pan Cosmatos, 1985), Commando (íd.; Mark L. Lester, 1985), Ejecutor (Raw Deal; John Irvin, 1986) o Cobra, el brazo fuerte de la ley (Cobra; George Pan Cosmatos, 1986) —sin olvidar, claro está, las alternativas de serie B de productoras como Cannon, protagonizadas por actores como Chuck Norris o Michael Dudikoff—. El policía cibernético que interpretara Peter Weller es la versión extrema de esos héroes hipertrofiados, tendentes a la invulnerabilidad –de ahí también ese traje metálico y hercúleo, así como la sentenciosidad cachonda de los diálogos de Neumeier y Miner–, que tan populares eran por aquel entonces, pero también de la, como mínimo, dudosa filosofía de la figura de juez y verdugo que se había deformado hasta rozar la parodia desde los tiempos del mucho más incómodo cine de los 70. De ahí que, pese a ciertos recursos narrativos compartidos —básicamente, los interludios televisivos de tono irónico—, erraban el tiro los que comparaban el tono del filme con el de Batman: El regreso del Caballero Oscuro, de Frank Miller: como demostró el propio autor de cómics en sus guiones para las secuelas de Robocop, las intenciones (y las alusiones políticas) iban en senderos radicalmente diferentes.
Los posteriores intentos de reciclar la franquicia chocaron, de hecho, con la evidencia de que el personaje, tal y como fue concebido por Verhoeven, Neumeier y Miner, estaba profundamente marcado por su origen temporal, con todas las implicaciones sociopolíticas que eso conlleva. El Robocop de Weller encajaba en su propio contexto, pero en nuestra realidad se ha convertido en una reliquia nostálgica, en un concepto sci-fi que ya no encaja en una realidad moralmente mucho más desdibujada que en los 80, y sobre todo con un concepto de la identidad personal infinitamente más conflictivo, más traumático. A partir de esa idea, el brasileño José Padilha ha vertebrado, con la ayuda del guionista Joshua Zetumer, la reconcepción del personaje que resulta ser RoboCop (íd.; 2014), y que, conservando algunos de los rasgos básicos de la serie, logra modernizarla —pese a los condicionantes de una producción de semejante envergadura: los tiempos también han cambiado para los creadores de Hollywood— con notable eficacia, rebajando (lógicamente) el sarcasmo eighties y apostando por un tono más oscuro, más deprimente. Algunos dirán que ha nolanizado la franquicia: quizás es que, mal que le pese a los detractores del director de El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008), aquél ha intuido mejor que nadie el estado de ánimo del público general.
No deja de ser lógico, teniendo en cuenta que los conflictos morales que plantea Padilha son más peliagudos, mucho más escabrosos, que los de la película original. En aquélla, Verhoeven permitía al espectador olvidarse de la situación real de su protagonista al darle la oportunidad de admirar su estatus superheroico; en cambio, en este reboot, el director brasileño humaniza a Murphy, incidiendo mucho más en su carácter de víctima y relativizando lo admirable de su naturaleza cibernética —la heroicidad del personaje no está en sus facultades físicas, sino en su fortaleza mental, su capacidad para sobreponerse a las imposiciones del software que lleva incorporado—. De ahí parte, al mismo tiempo, lo que le da personalidad a esta visión de RoboCop y lo que provoca que los admiradores del original sientan rechazo hacia ella: su obcecación en negarle al espectador, prácticamente hasta el clímax dramático, cualquier tipo de liberación violenta de la frustración acumulada. Ya lo he señalado antes: no tiene sentido recuperar los tropos del cine testosterónico eighties dentro de un filme que aprovecha su envoltorio de ciencia-ficción para reflexionar —ofreciendo una lectura complementaria a ese magnífico retrato de nuestro presente, también en clave sci-fi, que es Her (íd.; Spike Jonze, 2013)— sobre nuestra relación de creciente dependencia con la tecnología en todos los aspectos de nuestra vida, y cómo eso nos lleva, obligatoriamente, a una reevaluación moral y, sobre todo, personal, sobre lo que significa ser humano. Padilha no es tan cínico como Verhoeven, y profundiza en lo traumático de la transformación de Murphy en un cyborg y, sobre todo, en las heridas emocionales que ello provoca en todos los que le rodean.
Y sin embargo, la visión que lanza esta nueva RoboCop (2014) sobre las grandes corporaciones es mucho más salvaje, por creíble y por hiperrealista, que la del original. Dejando a un lado al único personaje con conciencia de la compañía que reconstruye a Murphy, el científico que aborda Gary Oldman, todo los demás son un hatajo de auténticos hijos de puta cuyo único objetivo es multiplicar exponencialmente los beneficios, sin importarles a quién deben manipular ni qué cabezas deben pisar para lograrlo. Es en su interacción con el cyborg policía, mucho más estrecha que en el largometraje de Verhoeven, donde aparecen las sugerencias más interesantes de la película, ya que lo tratan como un mero producto, sin sentir el más mínimo de empatía hacia la persona que hay dentro de la armadura —ojo a las pullas contra Apple y compañías similares, y cómo le prestan mayor atención a las fechas de lanzamiento que a la calidad/utilidad del resultado—. Las alteraciones sobre la conciencia del personaje de Kinnaman, debido a la preferencia de OmniCorp por los robots y lo mecánico, sobre todo por pura eficiencia matemática, define con mucha eficacia la cultura resultadista que ha acabado imponiendo el ultracapitalismo. El momento en que Oldman, presionado por sus jefes, baja los niveles de dopamina de su cerebro para anular sus emociones, y convertirlo en poco más que un zombi, pone sobre la mesa el tipo de empleado ideal para una gran corporación: el que cumple las órdenes sin pensar, sin cuestionar nada, sin reivindicar nada –los que son, de hecho, poco más que esos robots que han ido sustituyendo al ser humano en las cadenas de producción—. Los que generan beneficios y no piden compensaciones por ello… Para eso ya están los ejecutivos y sus cuentas en Suiza.
Padilha no ha construido tanto una odisea de acción como una obra de ciencia-ficción reflexiva, pero aun así, en los momentos en los que decide darle al público lo que está esperando, demuestra lo aprendido tanto en Tropa de élite (Tropa de Elite, 2007) como en su secuela. Con notable inteligencia, el brasileño sólo plantea de forma convencional una de las escenas de acción: la inicial, en la que Kinnaman y su compañero deben enfrentarse a una emboscada. El resto, con el protagonista ya convertido en un cyborg dotado de programación militar, están concebidas desde la frialdad informática de una máquina: no hay auténtica emoción ni en las decisiones ni en los enfrentamientos, de ahí que opte por reflejarlas con un estilo deudor de los shooters videojueguiles —no sólo los que utilizan cámara subjetiva, sino también los que se disputan en tercera persona: lo interesante es cómo refleja la mecánica de los mismos, sobre todo la sensación de caos casi matemática que les caracteriza—, enriquecido, además, con detalles de realidad aumentada que intentan reflejar los cambios tecnológicos que se han producido respecto a la original. Por el camino se ha quedado la querencia de Verhoeven por la provocación gore, es cierto, —Padilha se ha visto obligado a garantizar una calificación PG-13, debido a los aumentos de presupuesto del proyecto—, pero el auténtico interés de este RoboCop (2014) va por otros lados no menos interesantes. Amar el original, como es también mi caso, no debería cegarnos ante las numerosas virtudes de este reboot.