XLIII Festival de Cine Independiente de Rotterdam

Episodio 3 y Coda

Justo me pongo a escribir sobre el desenlace del 43º Festival de Rotterdam y me dan la noticia de la muerte de Philip Seymour Hoffman. Qué pequeña parece cualquier otra cosa relacionada con el cine, sus festivales, sus estrenos, cuando sucede una pérdida tan radical. No creo caer en el fúnebre responso ni en la hipérbole si expreso mi creencia de que era el mayor talento de su generación, la que ahora se acerca a los cincuenta, la que debería ser columna vertebral del arte interpretativo norteamericano. Y es que no sobran genios de tales dimensiones, que alcanzaban lo taumatúrgico en The Master, película que era ya leyenda al nacer, pero que así agiganta sus dimensiones de película para la Historia. Porque en ese gotha de los actores descomunales como lo era P. S. Hoffman, ¿cuántos nombres más les salen a ustedes en esa generación o ciclo central del Hollywood presente? Cada uno tendrá sus quereres pero a todos nos sobrarán los dedos de una mano. Y es que es éste un problema no demasiado hablado, el del gap que queda abiertamente resaltado entre lo que va de la generación que ahora se está jubilando malamente (De Niro, Hoffman, Pacino, Duvall, James Caan, Harvey Keitel) y la ausencia de recambio. A qué grandes actores recordaremos cuando se hable del cine USA de lo que va de siglo?

Bueno, esto iba por Philip Seymour Hoffman, que creo que nunca estuvo en Rotterdam, aunque The Master fuese, casualmente, la película que inauguró la edición del pasado año.
Y este texto trata de resumir lo que no conté en los dos anteriores sobre el festival holandés y sus contenidos.

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Ya les insistía mucho en que no era tema de ponerse a meditar demasiado sobre la línea competitiva del certamen. Queda este año ratificado que el interés y la riqueza de Rotterdam pasa por otras direcciones que justifican sobradamente su valor, pero no es ésta la fortaleza de la sección oficial, en donde solo pueden participar primeras o segundas películas. Al menos, aquí se lo toman con cierto implícito reconocimiento y no alardean de vacuas conchas de oro, ni se ponen dramáticos porque nada le den a la película holandesa. Además de los filmes de los que hablé con anterioridad, me restaban dos títulos por reseñar. Uno es una forzada coproducción italo-norteamericana, War Story, de Mark Jackson, en la que Catherine Keener es la protagonista absoluta en el rol de una periodista de guerra que huye de un pasado traumático asociado a un conflicto bélico (nunca se habla sobre él; nada se explicita porque al director y a su guionista debió de parecerles una elipsis elegante) y se refugia en un remoto pueblo de Sicilia. A partir de ahí, War Story es la historia de un vacío empecinado, porque de tanto desnatar de melodramatismo su película, Mark Jackson nos fuerza a asistir a noventa minutos de compungiento, de deriva existencial, de una Catherine Keener a la que (ella que ha trabajado con escritores tan afilados como Spike Jonze, Charlie Kauffman o Neil LaButte) este vacíado argumental sin sentido alguno debe de haber supuesto un mal trago. Ben Kingsley, quien hace tiempo que se dedica solo a papeles decorativos para pagar las facturas, la acompaña solo un poquito, en un par de secuencias de las cuales deducimos que él fue su maestro en el periodismo de guerra y que ambos fueron amantes. Más allá, el horror vacui. Ya imaginamos que Catherine Keener habrá tenido tiempo sobrado de arrepentirse de no haber hecho mejor cosa que enseñarnos que va envejeciendo no demasiado bien en esta nadería que no sé si llega a pretenciosa. En cualquier caso, su no-presencia en Rotterdam, siendo la única star de la competición, parece indicar que no guarda un buen recuerdo de esa temporada en Sicilia. Nosotros tampoco.

Y la película restante de la sección competitiva es la segunda apuesta brasileña de los programadores, Casa Grande (que pasó a ser la peli brasileña “buena”, por contraste con la inanidad ya relatada de Riocorrente) llegó en el último día del concurso, dirigida por Felipe Barbosa. Es un film que desarrolla con inteligencia un material que pudiera tener toda la pinta de lugar común, o de relato de un estereotipo. Pero las maneras y la escritura de guion sobre las cuales Barbosa sostiene la enésima película en torno a la dualidad social de Brasil consigue tirar de filamentos no insólitos pero, cuando menos, tampoco gangrenados por la repetición de tópicos estigmatizadores. La concentración de Casa Grande en torno a una familia de clase razonablemente adinerada y venida a menos por una burbuja financiera, y sobre todo, alrededor del primogénito, un adolescente muy bien perfilado para que su riqueza como personaje valide su fuerza como ensamblaje de todos los demás: criadas y señoras, una burguesía rendida a la falsa apariencia, dentro de unas relaciones al principio plácidas pero progresivamente envilecidas hasta llegar al puro conflicto de clases (sin retóricas innecesarias; siempre con un agudo, sarcástico sentido del humor de fondo); y al mismo tiempo, es capaz la historia de abarcar de manera natural, y sin que se perciba el pie forzado, el tema del despertar sexual de la adolescencia, y de su bautismo de fuego conducido como cierre de guión casi modélico. Es lástima que, en ese progreso de la caída o devaluación de la burguesía hacia otra cosa, otra clase (algo que nos es tan cercano), el film caiga en ciertos amaneramientos moralistas, didácticos, que alejan a Casa Grande de la finura que preside casi todo su desarrollo.

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El palmarés silencioso

De lo comentado sobre las quince películas a concurso, con el recuerdo de al menos cinco más que estimables (la búlgaro-rumana Viktoria, la alemana Lose Myself, la rusa The Hope Factory, la brasileña Casa Grande y la película de Luis Miñarro, Stella Cadente), pues finalmente, con cierta nocturnidad, porque los premios se hicieron públicos el viernes, mas de un día antes de lo habitual), el jurado, de cual nada diré porque en él hay personas a las que estimo, otorgó sus tres Tigres, como tres brazos de gitano, al film japonés Anatomy of a Paper Clip, al coreano Hang Gong-Ju y al sueco Something Must Break. Como mi valoración de los tres está reflejada en los textos de días anteriores, me ahorraré agravios o incomprensiones. Salvemos al Tigre.

Las joyas de la edición

Dentro de su densa programación, solo abarcable en parte gracias a la ya con razón mitificada Video-Library de la planta 4ª del Doelen Center, Rotterdam siempre reserva regalos para los que no se quejan del papel de los tigres e indagan en lo menos obvio del cartel. 

Si el pasado año lo recuerdo como el del descubrimiento del director neoyorquino Dan Sallitt, este 2014 tiene un nombre, para mí confieso que un descubrimiento absoluto, en la figura del cineasta danés Nils Malmros, al que el festival, con el mejor de los criterios, con un sentido de la oportunidad que hay que valorar como casi habitual, dedicó una retrospectiva integral. Hay que ser justos y decir que hubo, quizás una espoleta para todo esto, que pudo ser la selección para Roma por Marco Müller del film de este mismo año de Malmros, la soberbia y escalofriante Sorrow and Joy, un drama que podría parecer tremendista (relata la vida de un matrimonio, marcada por las depresiones que llevaron a la mujer a la enajenación bajo la cual acuchilla mortalmente a su hija de un año) pero que asombra doblemente porque no hace más que recoger la trágica vivencia real del propio Malmros y su esposa. El impacto que provoca Sorrow and Joy, que deflagró ya en Roma, se vio en Rotterdam recompensado con la posibilidad de ir saboreando la majestuosidad de la filmografía de este autor, que tiene un sello personalísimo, una dualidad entre la crueldad mas inhóspita y la ternura parciamente reparadora para acercarse a la relaciones sentimentales como a un mecanismo peligroso porque irradia dolor, desgarro, plenitud, reafirmación, pero también perdida de la cordura e inculpamiento autodestructivo. Todo esto respiran obras magnas como Aching Hearts, Facing The Truth, Barbara o Pain Of Love. Hay en el universo Malmros reflejos del Bergman menos tenebrista, también algún chispeo del Allen más mordaz, pero es tal la personalidad del cine de este autor al que nos culpabilizamos de desconocer (al fin y al cabo, participó por dos veces en la Sección Oficial de la Berlinale) que no cabe hallar referentes definidos de lo que es una careación genuina de la cual Rotterdam va actuar como onda expansiva para que ya este año su cine circule por el panorama de festivales internacionales.

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Programada el último fin de semana del festival, la película testamentaria del desaparecido hace un año Alexei German, Hard To Be Good, es un epatante y totalmente inesperado último hurra de un cineurgo que llevaba sin filmar nada quince años y que, al fin y al cabo, solo dirigió seis largos en casi medio siglo. Hard To Be Good, alejada de la contención portentosa de Mi amigo Ivan Lapshin, es una naturalista, salvaje visión distópica de un futuro donde los habitantes de la Tierra han emigrado a otro planeta donde se vive el embrutecimiento y la violencia de una Edad media bubónica. En casi tres horas, este film con el que German se despidió prematuramente es una obra de alcances insondables, una película de abigarramiento y deshumanización insobornables. Sin duda, este último presente ofrecido por la 43ª edición de Rotterdam dará también mucho que hablar a la crítica especializada en el año que recién empieza.

Episodio 2

El rey pasmado pero menos

Mientras visionaba la heterodoxa, libérrima y euforizante Stella Cadente, con la que Luis Miñarro compite en Rotterdam, no dejaba de venirme a la cabeza el ritornello de lo extraña que es España. Toda la vida, salvo el generalato genocida, gobernados por monarcas y creo que el referente más cercano que hay en nuestro cine de una película centrada en un rey es el de ¿Dónde vas, Alfonso XII? Con Vicente Parra y Paquita Rico. No cuento las dos versiones de Juana la Loca, porque no reinó y porque aquello iba de culebrón uterino. Y me permito la licencia de olvidar El rey pasmado, porque no hay motivo para que, a cuenta de un éxito de Luis Miñarro, me vaya yo a meter a estas alturas con Gabino Diego.

Stella Cadente es el título de esta versión libre del breve reinado de Amadeo de Saboya. Ya saben, un italiano al que, nada más llegar, le liquidaron a su muñidor, Prim. Y quedó poco menos que como un prisionero de luces, en el país de los carlistones y los curas trabucaires.

Que Miñarro, el productor vertebral del cine español reciente, finalmente arriconado por el ninguneo del Ministerio de Cultura, decida debutar como director de ficciones con un ejercicio ácrata y republicano, sazonado de boutades, de guiños (de Oliveira a François Ozon: esos dos celebrados momentos en los que Álex Brendemühl y Barbara Lennie bailan chanson francesa, se retuercen con Françoise Hardy) es en sí definitorio de la personalidad bohemia y osada de Miñarro.

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Ya digo que el arco de motivos del relato puede leerse desde Monty Python a Albert Serra. Pero no son meras ocurrencias. Y las que lo sean resultan felices. Sergi Belbel es corresponsable de los diálogos, se ha estudiado al personaje, con sus cosas, sus voyeurismos, su gusto por el sexo a muchas manos. Stella Cadente alcanza, sin saltarse ese rigor histórico, situaciones o performances de puritito delirio: ese brazo de gitano, esa hipérbole del falo, esa purpurina, esa tortuga, esa Françoise Hardy concelebran el cine que desafía a las “caenas”. Y el discurso histórico, el del fatum de la España negra y el imposible rey modernizador, republicano como literalmente se declara, fluye con doble capa de lectura. Y Stella Cadente brilla, con un Álex Brendemühl tan inmenso como siempre, a modo de fiesta de exacerbación pansexual de la belleza y del placer. Si se trata, como parece, de un “hasta pronto” de Miñarro, la despedida es de órdago.

Hay que decir que ese órdago ha reunido en Rotterdam a una amplia representación del cine español cuya naturaleza no es nada anecdótica. Este festival no solo ha seleccionado la película de Miñarro en la competición. Es que el resto de los nombres convocados aquí esta semana, Albert Serra, Lois Patiño, Sergio Caballero e Isaki LaCuesta, que vino como productor y apoyo de un joven debutante, Jordi Morató, quien con su película documental Sobre la Marxa (popularmente conocida como “la de Tarzán”, por el impagable personaje sobre el cual Morató construye una obra altamente sugestiva) son la quintaesencia de esta nueva ola que, desde hace ya dos o tres años, es la que pinta algo internacionalmente, festival a festival, premio a premio. Pues la foto de Rotterdam, con esta bella elegía temporal por ese pater familias que es Miñarro, resulta, de nuevo, un retrato de esos talentos que son los que salen adelante en medio del temporal. Y mientras, en España le plantamos una docena de nominaciones a los Goya a La gran familia española. Pues eso, brazo de gitano.

Delicias holandesas

Naturalmente, hemos visto más películas de las quince que se repartirán los Tigres. Comenzado por lo descartable, la necesidad de incluir una cuota de cine local no quiere decir que exista patente de corso o licencia estética para triturar con algo de un hortera tan protervo como Farewell To The Moon, de Dick Tuinder, algo así como Aquellos maravillosos años en clave estética de Un hombre en casa.

De que en el cine coreano sigue habiendo mucha gente con serias dificultades para narrar lo más elemental da testimonio Lee Su-Jin, un debutante que emplea dos horas en contar el secreto a voces de que la protagonista ha sufrido una violación en grupo. Lo que Jonathan Kaplan narraba en cinco minutos en Acusados, en Han Gong-Ju se eterniza mientras el respetable buscaba la puerta a todo pasillo.

La sueca Something Must Break, de Esther Martin Bergsmark, habla de una relación de amor transexual. The Criyng Game, aquella estupenda película de Neil Jordan, parece cine de avant-garde puesta al lado de esta torpeza anacrónica. Parece que la directora milita en el transgénero, lo cual ni es atenuante para su incompetencia.

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En Happily Ever After, la croata Tatjana Bozic se marca un egocéntrico repaso por su colección de exnovios, algo que no interesaría ni al equipo médico habitual de Sálvame.

No encuentro otra razón para la selección de la canadiense Arwad, un zángano melodrama con triángulo amoroso dirigido por Dominique Chila, que el detalle de que la acción tenga lugar en Siria, aunque esta mala fórmula de película con ataque de cuernos constata que no le afecta que el país se esté autoliquidando.

Vimos también en el concurso dos películas cuyo leit-motiv es idéntico: los protagonistas de la austriaca My Blind Heart, de Peter Brunner, y de Lose Myself, de Jan Schomburg, son víctimas de síndromes o enfermedades raras, que afectan a su vida y relaciones. Lo que diferencia a una de la otra es que la austríaca es una de esas estomagantes funciones de película-manifiesto, que no conforme con su buenismo, lo enfanga además en un amaneramiento de vídeoclip insufrible.

Por el contrario, Lose Myself, parte del infarto cerebral que deja a María Schrader sin memoria de toda su vida anterior y lo realimenta con un guion que indaga en paradojas bien escritas y mejor filmadas, algunas llevadas al extremo, pero ahí está esa actriz blindada que es la Schrader para sacar adelante en esos límites una película de imprevista valentía, osada incluso, una valiosa rareza a ratos incómoda dentro del temible subgénero del cine de hijos de dios menor.

Y lo más estimulante del concurso hasta ahora es la notable coproducción búlgaro-rumana Viktoria, de Maya Vitkova. En la estela de lo que el Muro se llevó —recuerden Goodbye, Lenin— la película juega a fondo la baza de la farsa, con la venida al mundo de una niña no deseada, por una madre que no desea serlo en la Bulgaria comunista. Y la pesadilla de que esa niña se convierta en símbolo de la Bulgaria del tardo-marxismo, y de que la pequeña se tome en serio su rol de Shirley Temple de la última bocanada del régimen prosoviético alcanza cotas de mordacidad formidables.

Pasolini y Pawlikowski

Fuera de la competición, hubo varios motivos para el desahogo. Ver, escuchar, rememorar la figura de Pier Paolo Pasolini en Profecia: el África de Pasolini, detenerse en su desmarque de la izquierda oficial comunista para ir a buscar referentes puros en el continente africano, es un tierno revival quijotesco, tanto como el apoyo que recibió entonces de Sartre. Otros momentos, cuando la voz del poeta recita y remueve, o la imagen de archivo de Moravia en su entierro, son alto voltaje emocional, tan caro en estos tiempos.

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Y solo cabe hablar de película capital, de obra de magnitud sublime, ante Ida, el film del polaco Pawel Pawlikowski que se articula como buddy-movie de autor, la extraña pareja que forman una novicia y la tía a la que conoce ya adulta, una magistrada estalinista, alcohólica y sexualmente promiscua, en su búsqueda de los restos de los padres de la monja, asesinados en la Shoah. A partir de ahí, Pawlikowski va encadenando un crescendo dramático y poético que sentimos ingobernable por lo convencional. Y sobre esa ola de fuerza de la naturaleza del cine colosal, Ida va subiendo hasta alcanzar cimas de belleza dreyeriana, insobornable, apabullante.

Episodio 1. De tigres y tigretones

Arranca Rotterdam sin nieve y bufanda casi de adorno. Rotterdam en tropicalia, o así. No sé cómo influirá en el funcionamiento o en las sensaciones que desprenda este festival cuando no se tienen que hacer ejercicios de patinaje para evitar la rotura de cadera en el rojo resbalillo que lleva de la sede centra de Doelen a los Cines Pathé. Capaz de que algo de encanto se pierda en el camino no desequilibrado por la ventisca, la lluvia y la escarcha, todas tan independientes como la etiqueta del festival.

Esta 43ª edición, de momento, nos da la alegría de no abrir con una película ya estrenada en España. Sucede el primer miércoles, cuando suelen programar una de las producciones norteamericanas más contestonas de la temporada. Y no hay otra cosa ese día en cartel. De manera que si, como el pasado año, te colocan The Master, tienes día libre, o perdido, según se dé la climatología y a cuánto ande el kilo de arenques.

Esta vez hubo suerte y tocó Her, la vuelta al circuito del raro vocacional Spike Jonze, que le ha valido ya un Globo de Oro como guionista y se ha colocado, con pocas opciones, entre las candidatas al Oscar a mejor película.

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Ni el tiempo inactivo, ni los juegos de niño chico con Maurice Sendak, han entumecido el sentido de la creación libérrimo de Jonze. Basta con explicar que lo que cuenta, la historia de amor entre un informático y una voz femenina generada por un programa para relaciones en la red, consigue Jonze que nos la creamos a la primera de cambio. Donde otros se devanarían los sesos entresacando justificaciones o progresiones racionales que puedan explicar lo irracional, Jonze da un capotazo naïf de los suyos y a usted y a mí nos parecerá lo más normal que un solitario enfermizo, un Joaquin Phoenix al que le ha terminado de romper el corazón Rooney Mara, la mujer que no amaba a los hombres, se enganche adictivamente de la voz de choni cazallera de Scarlett Johansson. Atención a este mérito: esa voz es la mitad de la película y está por lo menos, de nominación. Her desarrolla, como en la inextricable obra maestra de Jonze, Cómo ser John Malkovich, una relación surreal, aunque esta película sea mucho más contenida y no haya seres que se meten en el estómago de Joaquin Phoenix por un pasadizo. Lo que se le mete, le cala los oídos, es la llamada de Johansson, tan comprensiva, tan abierta como para proponerle un memorable menage a trois entre hombre, mujer… y voz.

Her es un logro no pequeño por la manera en que introduce un absoluto nonsense en el mundo real de la incomunicación y el creciente sexo virtual. Y, así, al final, no sabemos quién tiene más razones para el desamor, si un Phoenix que está espléndido en su quijotesca pasión, o su amiga del alma Amy Adams, a la que acaba de dejar su marido de carne y hueso. Sobre el hombro con hombro de uno y de otra confluye la preciosa encrucijada de ficción y marcianada de una película medida, elegante, tierna, intensa, en todo momento brillante y, en alguna ocasión, sublime.

La (incruenta) lucha por los tigres

Ya saben que una de las señas de identidad de Rotterdam es que se trata del menos disputado de los festivales internacionales competitivos. Esto es, que se trata de uno de los siete certámenes europeos de categoría A, que se celebra en enero, por lo que un triunfo aquí parecería abrir las puertas del cielo para todo el año. Pero no me digan por qué, es ya tradición que en Rotterdam los premios importen poco. Hombre, no voy a decirles que los autores, ya que están aquí, no terminen abducidos por la codicia torera, o tigresca, del homenaje. Pero, en general, creo que quién se lleva al final los “tigres”, no ocupa ni un solo debate en los once días de programación.

Esto es así, también, porque el diseño de la competición en este festival, ha llevado a un tipo de selección donde no compiten nombres ni grandes expectativas. Hay una serie de propuestas, quince en esta edición, que están ahí, aunque los focos se los lleven siempre películas de secciones paralelas y, esto es más peligroso, una tendencia a recopilar títulos que vienen arrastrados desde Cannes, Venecia, Locarno y ahora hasta Roma, que restan peso específico a la programación.

Pero, bien, puestos a competir, entre la quincena de películas en liza predomina, como suele ser norma, el cine europeo: hay películas de Suecia, Croacia, Alemania, Holanda, Austria, Rusia, Bulgaria y España. La representante española, Stela cadente, es una obra esperada con ganas, el debut del productor y documentalista Luis Miñarro en la dirección, con una libérrima adaptación de la figura histórica de Amadeo de Saboya, encarnado por Álex Brendemühl, junto a Barbara Lennie y Lola Dueñas. De ella daremos cuenta. Las otras siete películas de la sección competitiva pasan por la normalmente alta cuota asiática, esta vez reducida a tres películas, de Corea del Sur, Tailandia y Japón; por un film norteamericano protagonizado por Catherine Keeener, único nombre reconocible en esta asamblea, una película canadiense, y la poco explicable —por el nivel no exultante de su cinematografía— presencia de dos películas brasileñas.

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Y, ya advertidos del peligro brasileño, la primera fue en la sien. Riocorrente, de Paulo Sacramento, es un poco soportable producto que juega, muy mal, sin sentido del melodrama, con un triángulo pasional. Parece que las intenciones de su director eran alegóricas, un homenaje privado a un cineasta amigo muerto el pasado año. Todo esto queda muy bien pero los que pagamos el pato, o el fiambre, somos quienes soportamos un pestiño con ribetes de culebrón y, lo que es peor, con algún guiño al distanciamiento, para que no nos tomemos en serio la cosa. Qué va, señor Sacramento, si no hacía falta que nos enviase ningún guiño.

La segunda película a concurso que vimos, la tailandesa Concrete Clouds, comparte con la brasileña Riocorrente idéntica vocación de no querer ir de melodrama y de buscarse malas coartadas de estilo que no hacen sino empeorar la cosa. Su director, Lee Chatametikool, viene del montaje y eso hace aún más alucinógenos esos insertos musicales de karaoke en una obra que pensamos que trata en serio de un drama familiar, del hijo pródigo que vuelve de Estados Unidos a Bangkok cuando su padre se suicida en el crash bursátil asiático de 1997. Las relaciones con las mujeres de su pasado del recién llegado y el reencuentro con su hermano menor ni siquiera poseen la torpeza del folletín, y eso que estilísticamente a mí este, al parecer, virtuoso montador llamado Chatametikool, me parece jurásico.

La japonesa Anatomy of a Paper Clip, de Ikeda Akira, apunta una prometedora querencia por el humor absurdo, relacionado con la cadena de producción de una empresa de prendedores. No es Chaplin ni Tati, pero durante un buen rato, nos creemos que va a llegar a alguna parte, el tiempo que es capaz de desarrollar un tono de humor bizarro, descabalado, y lo hace con desenfado y hasta fortuna. Pero la deriva se va viendo venir, y Ikeda Akira acaba traspapelado en su fábrica de clips. Los roles absurdos dejan de tener gracia y todo se va bastante al traste.

La cuarta de las propuestas del concurso, The Hope Factory, la firma una joven pero ya muy bregada en el documental Natalia Meschaninova. Su acción se ambienta en uno de los parajes más dantescos —excluídos los de conflicto bélico— que este cronista recuerda. Ese pueblo costero ruso, Norilsk, desecho de la era industrial, convertido en desértico cemenerio de acero y fábricas que polucionan hasta la butaca, es en si mismo un personaje de peso trágico. Meschaninova sitúa en él a un grupo salvaje de jóvenes ni-nis ante cuyo futuro no hace falta ser el adivino de la Sexta para intuir que asistiremos a funerales. El mérito de la debutante directora es alargar el via crucis, no cargar las tintas, y pese a todas las señales de peligro, ser capaz de pillarnos inadvertidos cuando cae el hacha.

Se nota, y es lástima, la nula experiencia dramática previa de esta cineasta rusa a la hora de componer los personajes, algo desdibujados y confusos. Pero es tal la fuerza de ese microcosmos tanático, y está tan modulado y alejado de tremendismos su desarrollo, que The Hope Factory logra imponer su ley del cine de la crueldad casi orgánica.

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El cine con firma

En los tres días de festival transcurridos, el peso de la firma, esto es, algunos autores que llegan fuera de concurso con su película vista ya en Locarno o en Roma, se ha dejado ya notar. Antes hablábamos de la espléndida Her, que no se estrenará en España hasta dentro de un mes. Pero la película de mayor impacto de lo visto hasta ahora ha sido, de lejos, una obra maestra que dura exactamente sesenta minutos y que firma el japonés Kiyoshi Kurosawa. La sorpresa ha sido mayor, si cabe, porque de Kurosawa acabamos de ver, en Sitges, una detestable cinta de fantasías oníricas llamada Real que, de hecho, se podrá ver también en Rotterdam. Y su serie televisiva anterior dejaba también muchas dudas sembradas sobre la inspiración futura de su autor. Y en esto surge Seventh Code, que es un exultante prodigio que expande amor al cine en su precisa y malvada vuelta de tuerca al film noir y, en concreto a Le Samourai, de Melville. Conviene no reventar las entrañas de esta asombrosa película codificada porque en su secreto encierra uno de esos mecanismos de inspiración en estado puro que detonan y enamoran cuando menos te lo esperas. Obra maestra sin ambages que es, aún recién nacido, ya cine de culto.

La otra película de dimensión relevante que hemos visto la firma el rumano Corneliu Porumboiu. El autor de Police, Adjetive, uno de los primeros talentos de la hoy arracimada y fecunda escuela de cine rumana, ofrece una poderosa lección de estilo en When Evening Falls In Bucharest. El duelo de un director y de la actriz con la que rueda, acerado en sus planos-secuencia férreos, en sus diálogos que responden casi siempre a la fórmula del interrogatorio, como si solo faltase el ambiente de comisaría de la película que encumbró a Porumboiu, se mantienen siempre en el filo de la violencia atmósferíca, sexual, opresiva. Y, sin embargo, el mecanismo de fondo es el de una elegancia deslumbrante, un talento que juega con criterio al distanciamiento. Y, como es norma ya en el cine rumano que nos llega, de este duelo salimos con el descubrimiento de una actriz magnética, no deslumbrante sino de una belleza recóndita. Sobre su misterio y sus rasgos tan inaprensibles como la propia película juega a ser, When Evening Falls In Bucharest confirma a Corneliu Porumboiu como un esgrimista del cine entendido como sublime tour de forcé. Él, muy modesto, se comparó en la charleta posterior al pase, con Rohmer y Hong Sang-soo. Lo del francés es una provocación prematura pero, con solo tres largos, la fuerza que producen las fricciones en el cine de Porumboiu hace que el coreano Hong Sang-soo parezca un diletante del florete.