300: El origen de un imperio

¿Qué somos? ¡Atenienses!

Hay un punto de inocencia, de inconsciencia, en ese heroísmo testosterónico, hipertrofiado, que desprendían los espartanos que lideraba Gerald Butler en 300 (Id.; Zack Snyder, 2006). En esa relectura de la Batalla de las Termópilas se filtra la obsesión de Frank Miller, autor de la novela gráfica en la que se basaba, por la mitología japonesa y las historias de samuráis —hay que recordar que su «Ronin» surgió del impacto que le causó el manga «El lobo solitario y su cachorro», de Kazuo Koike y Goseki Kojima—, hasta el punto de que en su idealización del sacrificio de sus protagonistas se aprecia la influencia del código del bushido, y sobre todo la idea del meiyo, del «honor» de los guerrenos nipones. Pese a esa narrativa opulenta, estilizadísima, filtrada por el lenguaje del género videojueguil del hack-and-slash, no es difícil trazar semejanzas entre el largometraje de Snyder y la épica kamikaze de clásicos nipones como Los leales 47 Ronin (Genroku Chûshingura; Kenji Mizoguchi, 1941), Los siete samuráis (Shichinin No Samurai; Akira Kurosawa, 1954) o The Thirteen Assassins (Jûsan-nin No Shikaku; Eiichi Kûdo, 1963).

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En cambio, 300: El origen de un imperio (300: Rise of an Empire; Noam Murro, 2014) plantea una idea del sacrificio muy diferente. Mucho más película bélica que su predecesora, por más que juguetee, como aquélla, con la imaginería visual del peplum, esta secuela pretende incidir mucho más en las consecuencias morales y políticas de las decisiones tomadas durante un conflicto bélico, sea por venganza o sea por compasión, obligando a todos sus protagonistas —desde Temístocles (Sullivan Stapleton) hasta esa versión persa de Elektra que es Artemisia (Eva Green), pasando por Jerjes (Rodrigo Santoro) y la reina Gorgo (Lena Headey)— a cargar con la culpa, el dolor y la rabia por la cantidad de muerte que les rodea. Puede decirse, de hecho, que Snyder —que aunque sólo figura como productor y coguionista, impregna con su personalidad todos y cada uno de los fotogramas de la película— matiza, amplía el alcance histórico de la original, rellenando huecos, añadiendo detalles y, sobre todo, complementando su visión del heroísmo, construyendo una narración mucho más ambiciosa, más alambicada. No sólo porque va saltando adelante y atrás en el tiempo, sino porque también busca continuamente la referencia, la rima, para lograr darle al universo creado sensación de continuidad, para que el espectador realmente pueda tener la impresión de que está viendo una historia paralela, o en términos futbolísticos, un ángulo diferente de la misma jugada.

Por más que, como su antecesora, juegue a la estilización de su propia historia —se trata, desde el primer momento, de una narración subjetiva, apoyada en la voz en off del personaje de Headey y, por lo tanto, dependiente de su posición en el conflicto—, realzando la espectacularidad de las secuencias de batalla, su sentido de lo épico es mucho más banal, más humano. Si 300 era, en el fondo, casi una película de superhéroes con espada y sandalias, aquí las victorias de los atenienses rozan, en ocasiones, lo pírrico, por la cantidad de sacrificios personales que suponen. Cierto es que la concepción visual de las fuerzas persas permite establecer paralelismos políticos con los países musulmanes —en lo que seguramente debe pesar la influencia de la inacabada novela gráfica de Miller en la que se basa el filme: hay que recordar que no hace tanto el dibujante llevó a cabo el panfletario «Holy Terror (Terror sagrado)», todo un muestrario de pullas contra los yihadistas—, pero la idea del sacrificio de los hombres del pueblo en defensa de la democracia griega refiere, sin lugar a dudas, a la intervención de la sociedad estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. La imagen de Stapleton, herido, hundiéndose en el mar rodeado de los cuerpos de los que hasta hace un momento estaban a sus órdenes, evoca, aunque sea de forma inconsciente, a la carnicería de la secuencia del Desembarco de Normandía de Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan; Steven Spielberg, 1998). No hay honor en la muerte, por más que sirva para defender una determinada causa: sólo dolor. Otro tema es que ese dolor pueda tergiversarse políticamente, como hace el personaje de Stapleton, para unir a un pueblo y enfrentarse a un opresor de signo totalitario —los (repetidos) planos de las cadenas que atan a los esclavos persas a los remos lo subrayan de forma notablemente obvia—… ¿Alguien dijo Pearl Harbour?

 300: BATTLE OF ARTEMESIUM

Conscientes de que el público que vaya a ver 300: El origen de un imperio esperará ralentís, salpicones de sangre y miembros cercenados, Murro y Snyder adornan el metraje con numerosos enfrentamientos cuerpo a cuerpo, pero sin embargo se alejan del original centrando la acción, sobre todo, en las batallas marítimas, que son las que realmente deciden el destino del conflicto bélico entre griegos y persas. Lo que le resta fisicidad a las confrontaciones entre Temístocles y Artemisia —si exceptuamos, claro está, su encuentro sexual rodado como una pelea, y su pelea rodada como un encuentro sexual: como antes apuntaba, Miller introduce ecos de la relación sadomasoquista entre Daredevil y Elektra que desarrollaba en «Daredevil: El hombre sin miedo»—, para resaltar, a cambio, la lucha de inteligencias, saliendo mucho más a relucir la disposición táctica de los oponentes, su ingenio en la batalla. Cierto es que la recreación digital de las mismas les resta algo de intensidad —nada que ver con la estupendísima Master and Commander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World; Peter Weir, 2003), quizás la película contemporánea que mejor ha reflejado las batallas marítimas—, pero el tempo de las mismas es exquisito, y la atención al detalle típica de Snyder sigue estando más que presente.