Dallas Buyers Club

Enfermedades y diagnósticos

Israel de Francisco: —No sé si será una buena manera de comenzar, porque a lo mejor es empezar la casa por el tejado, pero quizás deberíamos establecer qué importancia puede tener una película como Dallas Buyers Club en un momento como este. No tanto a nivel cinematográfico —espero que también podamos hablar más adelante sobre su estilo y el gran peso de los actores—, sino sobre todo en su dimensión política y social, trayendo a nuestros días una historia ubicada en los años duros del SIDA, allí donde la connivencia entre las grandes corporaciones farmacéuticas de ámbito privado y las agencias sanitarias públicas causó un verdadero desastre. Actualizar una historia así tiene mucha intención, pues tanto en Estados Unidos como en Europa existe un profundo debate en torno a la gestión de la sanidad.

Enrique Pérez Romero: —En realidad no es empezar la casa por el tejado sino tratar de comenzar por lo global antes que por lo particular y sí, me parece procedente el planteamiento. Yo también quiero mencionar algunos detalles de estilo que creo que tienen que ver con cómo se hace cine en este momento. Pero ya que pones el acento en la dimensión política y social, te diré que no estoy seguro de que esté en la intención de sus autores focalizar sobre el tema de la sanidad, pero sin duda es algo que en la película acaba teniendo mucho peso, que al final es lo que importa. Hay dos líneas que me parecen cruciales: (re) descubrir a) la rampante homofobia en los EE.UU. de los 80 y b) la exclusión social que tuvieron que experimentar al comienzo los contagiados con el VIH.

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I. de F.: —Además, esa exclusión social de la que hablas propició que la sociedad en su conjunto mirara hacia otro lado sobre la experimentación que se estaba practicando con estas personas, desatendiéndolas en la protección que necesitaban, al considerarlos unos parias que estaban recibiendo merecido castigo por sus pecaminosos vicios. Es a través de la presencia del protagonista y de sus atributos arquetípicos —fijados en el inconsciente colectivo de los norteamericanos: cowboy de rodeos, tejano, heterosexual, etc.— cuando aparecen las contradicciones que todos los estereotipos monolíticos contienen en su interior. Y, como en los trajes demasiado ceñidos, comienzan a romperse los costurones, apareciendo en juego las fisuras de toda una sociedad que basa su juicio público en los tópicos más recalcitrantes que invitan a la segregación. Así, el personaje principal pasa de ser alguien aceptado dentro de su comunidad a una escoria repudiada… aunque, como le recuerda Rayon (Jared Leto), nunca haya dejado de ser white trash («basura blanca»).

E.P.R.: —Sin duda, en este caso construir ese arquetipo que describes es todo un acierto. Porque siendo arquetipo representa una amplia gama de ideas y sentimientos que definen lo americano, al menos en aquel contexto. Eso es también lo que hace que gran parte del peso de la película recaiga en un solo personaje, porque en realidad no es solo un personaje; el trabajo de McConaughey es magnífico —admirable el riesgo que está asumiendo en sus últimos trabajos— y todo gira en torno a él. No quisiera dejar pasar lo que comentabas al principio, la clara crítica a las farmacéuticas, porque además conecta la película con un tipo de cine de gran dignidad en EE.UU., que se atreve a explorar en la suciedad en la que muchos jamás se atreverían a pisar. Recuerdo ahora con agrado, a pesar de sus limitaciones, Erin Brockovich (íd., Steven Soderbergh, 2000), también sobre temas de salud pública.

I. de. F.: —Es ahí donde yo encuentro cierto sentido a uno de los signos de identidad estilísticos de la película, pues su montaje fragmentado —que ya utilizara con la misma voluntad su director en C.R.A.Z.Y. (íd., Jean-Marc Vallée, 2005)— no solo ayuda a simplificar el recorrido vital del protagonista, destacando aquellos acontecimientos importantes de su senda existencial, sino que además permite identificar esta forma con la manera que nosotros, ciudadanos y espectadores, tenemos de recordar, llenando los intersticios de nuestra memoria con ejemplos significativos con respecto a los temas que aquí se tratan: el SIDA —Philadelphia (íd., Jonathan Demme, 1993)—, la percepción social de la homosexualidad —Mi nombre es Harvey Milk (Milk, Gus Van Sant, 2008)—, los contubernios de las farmacéuticas —Sicko (íd., Michael Moore, 2007)—, etc. Es, pues, la distancia que nos separa de aquella década de los ochenta lo que nos permite repasar nuestra historia reciente, comparando el pasado y el presente para lograr saber lo mucho o lo poco que en estos temas se ha cambiado.

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E.P.R.: —Es curioso cómo el cine americano acude cada vez en mayor medida a esas décadas en las que se han fraguado gran parte de los movimientos tectónicos de la sociedad actual: los ochenta son también protagonistas de El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, Martin Scorsese, 2013) y los setenta de La gran estafa americana (American Hustle, David. O. Russell, 2013). Creo que es una necesidad imperiosa de buscar en las raíces de los cambios actuales, para tratar de comprender lo que ahora resulta aparentemente incomprensible. En el aspecto estilístico, que comentas, tengo algunas reservas, porque cada vez entiendo menos esta especie de Nuevo Modo de Representación Institucional en el que parece obligado abandonar el trípode; no a todas las ficciones les viene bien la cámara en mano, ese temblor permanente de la imagen que es tremendamente semántico, muy invasivo, y que en este caso, por ejemplo, no creo que aporte nada positivo ni coherente.

I. de F.: —Te doy toda la razón, porque hay un determinado tipo de cine que se contenta con articularse a través de pocos recursos expresivos, evitando trascender el medio en el que se despliega la historia. En Dallas Buyers Club, además, parece haber una seria contradicción, puesto que por una parte es una película muy deudora del formato televisivo, pero por otra parece querer huir de sus convencionalismos, utilizando reiteradamente esa cámara en mano que no tiene muy clara su función, ya que se usa indiscriminadamente en escenas de interior y de exterior, tanto en secuencias íntimas como en otras más públicas, etc. Es como si hubiera un determinado tipo de directores cuyo sello de identidad fuera únicamente el de dinamizar el relato, haciendo asequible —o, por lo menos, soportable— una historia que resulta controvertida en sus términos, arrastrando emocionalmente a la mayor cantidad posible de espectadores.

E.P.R.: —Yo creo que la contradicción va incluso más allá de lo que tú apuntas, y es que trata de ser un filme con un alto contenido reivindicativo —al menos declarativamente— y realiza la denuncia mediante procedimientos que resultan muy convencionales en el cine contemporáneo. Eso, como bien apuntas, va más dirigido a maximizar audiencias que a la propia naturaleza del relato, que seguramente hubiera precisado de mayor riesgo, de una forma más singular y adaptada al contenido. Eso hace que incurra en grave contradicción, pues una de las cosas que trata de denunciar es precisamente la superposición del dinero —las farmacéuticas— al genuino propósito de curar a los pacientes, y resulta que el cineasta coloca la necesidad de recaudar dinero por encima del genuino propósito artístico/discursivo. No solo hablo de la cámara en mano, sino de la mayoría de los recursos expresivos de la película. Es sin duda mi mayor discrepancia con ella.

I. de F.: —Incluso las muy trabajadas caracterizaciones de sus dos protagonistas podrían ser un síntoma añadido a lo que venimos diciendo, focalizando la atención en sus interpretaciones para conseguir la empatía del espectador. Y no es una cuestión de estar de acuerdo con su mensaje de denuncia ante graves hechos del pasado que se perpetúan en la actualidad, sino de si el espectador es tratado o no como un ser inteligente. A pesar de que la voluntad de los discursos de determinadas películas sea la de quebrar cierta endogamia instalada en el inconsciente colectivo de la sociedad actual, utilizando para ello la generalizada aceptación del cine como desarrollo de argumentos didácticos que transformen la sociedad, existen ejemplos procedentes del mismo ámbito cinematográfico hollywoodiense donde el medio puede ser reivindicado a través de la autonomía intelectual del espectador. Esta es la distancia que existe, por poner dos ejemplos recientes, entre 12 años de esclavitud y El lobo de Wall Street, donde McQueen no puede evitar la tutela intelectual a través de las emociones y Scorsese confía en la mayoría de edad de los espectadores.

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E.P.R.: —Totalmente de acuerdo en que el trabajo con los intérpretes va en esa misma línea de buscar con facilidad la empatía del espectador, sin que medien reflexiones de ningún tipo, lo cual es contradictorio con los aparentes postulados del filme. Lo que no impide reconocer los magníficos trabajos de Matthew McConaughey y Jared Leto, sobre todo este último —hablamos poco de los actores, pero algunas películas son incomprensibles sin su incorporación a la esencia del relato a través de los personajes, y creo que este es un ejemplo claro—. Comparto tu reflexión y el ejemplo de esas dos películas, desde luego, no puede ser mejor, pero ¿sabes cuál es el problema? Que la película de Scorsese la ha entendido poca gente e incluso muchas personas —sobre todo jóvenes— la han malinterpretado hasta el punto de que el personaje de DiCaprio les fascina. Aquí llegamos al siempre espinoso tema de la pedagogía audiovisual necesaria para que determinados relatos lleguen al público en igualdad de condiciones respecto a otros. Pero nos desviaríamos demasiado ya de lo que nos ocupa. Solo constatar, contigo, que el principal defecto de Dallas Buyers Club, sin duda, es esta contradicción entre sus propósitos de crítica reflexiva y su forma facilona que no potencia la reflexión sino la adhesión acrítica a lo mostrado.

I. de F.: —A pesar de todo lo que hemos dicho, tampoco sería justo quedarse con la idea de un maltrato indiscriminado hacia una película como Dallas Buyers Club. Nuestra labor siempre es antipática, pues nos marca muchas veces el incómodo camino de la exigencia, empujándonos a denunciar modelos agotados y falsarios para su superación. Pero es indudable que esta película también tiene sus buenas virtudes. Nuestra tendencia a focalizar la responsabilidad última de un filme en el director y/o el guionista suele ensombrecer la labor de otros profesionales que aportan su trabajo y su experiencia a una obra coral. Aquí, por ejemplo, habría que mencionar el buen tino de los responsables del casting (Kerry Barden, Rich Delia y Paul Schnee), un equipo que se va consolidando con los años, otorgando una peculiar personalidad artística y psicológica a lo mostrado en pantalla. Sin sus acertados criterios no habríamos podido disfrutar de la presencia de actores como Leto y McConaughey. Un tipo este último que, como muy bien suele decir nuestro querido amigo y compañero Manuel Ortega, es un género en sí mismo.

E.P.R.: —En absoluto quiero dar la sensación yo tampoco de que se trata de una película despreciable. Me resulta vibrante, honesta en las intenciones y en los planteamientos, y desde luego técnicamente brillante en aspectos como la interpretación —y muy bien apuntado por tu parte lo del equipo de casting: soy un convencido de los filmes como trabajos colectivos y no solamente de director, aunque depende mucho de cada caso—. Establecemos un alto nivel de exigencia, también en función de las películas anteriores que uno ha visto y de las expectativas de cada uno, y evidentemente eso determina inevitablemente la valoración final. Pero Dallas Buyers Club es una película más que estimable, recomendable para interesados en temas como los principios del VIH en EE.UU., la actitud de las farmacéuticas, la asunción de la enfermedad o la influencia de los prejuicios sociales en el desarrollo de algo tan íntimo como el proceso final de una vida. Una de esas películas que probablemente la historiografía acabará olvidando pero que contiene algunas singularidades más que interesantes.