Andersonia absorbe Europa
I. Andersonia
Wes Anderson lleva años presentándonos a un extenso grupo de amigos. No son simples personajes, no son “unas personas”, son amigos. Y aunque les trata como a tales y nos los aproxima, como quien nos invita a una fiesta en su casa, hay que reconocer que el universo de Anderson nos acerca a tipos contradictorios, insatisfechos consigo mismos y con un mundo que a menudo les menosprecia, que ignora sus capacidades y bloquea sus posibilidades. Con no poca frecuencia las mujeres de este mundo tienen las ideas más claras y se desapegan de la relación de dependencia que pudieran tener con sus padres, sus hermanos, sus hijos o su pareja. La fauna masculina de esta Andersonia, por su parte, suele ser, por definición, inmadura cuando no directamente infantil. Sin embargo Wes Anderson consigue hacerme desear que me inviten a sus fiestas.
Más que de familias disfuncionales, en las cintas de Anderson, cabría hablar de familias distópicas, con relaciones en precario equilibrio sustentados en una curiosa lógica interna que se refleja a su vez en las construcciones en caja de muñecas típicas de Wes. Decorados de vivos colores, repletos de detalles casi imposibles de captar en un solo visionado, recogidos por la cámara en caprichosos travelling laterales y verticales, del barco de Life Aquatic (The Life Aquatic of Steve Zissou, 2004) al tren de Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007) o la casa Bishop de Moonrise Kingdom (íd., 2012). En ellas cada personaje habita un compartimento estanco, la salida del cual determina conflictos de modo inevitable. En ocasiones son auténticas familias como es el caso de Los Tenembaums. Una familia de genios (The Royal Tenembaums, 2001) o Fantástico Sr. Fox (Fantastic Mr. Fox, 2009) pero en otras hay mezclas entre padres e hijos de orígenes diversos y otros personajes con los que componen este peculiar modelo familiar, como sería el caso de Academia Rushmore (Rushmore, 1998) o Life Aquatic. En todas ellas, niños y adultos viven limitados, sea por el sistema educativo (Academia Rushmore), por padres temerosos (Los Tenembaums…), por la pérdida de sus ilusiones (Life Aquatic), por sus propios hábitos de niños ricos malcriados (Viaje a Darjeeling), por las normas sociales (Fantástico Sr. Fox) o por la estructura familiar y social imperante (Moonrise Kingdom). Su opción más práctica es la substitución de la figura paterna por un padre putativo (Academia Rushmore), un abuelo exiliado (Los Tenenbaums…), un hijo hasta el momento no reconocido (Life Aquatic) o una familia alternativa (Moonrise Kingdom). Sin embargo en todos los casos, será imprescindible un rito de paso, salvar un obstáculo, vivir una aventura, en la que el reconocimiento de sus propias limitaciones servirá para un crecimiento, un progreso personal, nada exento de dudas o sombras. Son dramas narrados en tono de comedia en la que el happy ending debe ponerse entre paréntesis, dado que los personajes han efectuado algunas renuncias para obtener un estado de equilibrio. Son finales contemplados con cierta melancolía en los que los protagonistas adquieren lucidez y/o obtienen el reconocimiento deseado sólo tras haber pagado peaje por la evolución, tras haber sufrido una pérdida (el padre en Los Tenembaums…, el hijo en Life Aquatic). Al final de la historia (de la parte de historia que se nos ofrece a la vista) los protagonistas habrán madurado, dejado parte del infantilismo que lucían, y la estructura familiar cambia por completo, se remodela, aunque no necesariamente hacia un sistema más habitual (muy particularmente en Viaje a Darjeeling, Fantástico Sr. Fox o Moonrise Kingdom).
II. Europa entra en Andersonia
Todo lo citado está presente en El gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), una propuesta relativamente innovadora y muy ambiciosa en la que Wes Anderson amplía sus mundos familiares a un universo centrípeto y concentra sus multitudes en un dúo maravillas. Paradójicamente, después de recrear microcosmos en una escuela, una mansión, un barco, un ferrocarril o una isla, Anderson da un salto a un Gran Hotel que condensa en sus límites a la Europa Oriental, pero también a la Zentropa invocada por Von Trier (Europa, L. Von Trier, 1991) y a toda la Europa de Entreguerras, a los países balcánicos y los restos del Imperio Austrohúngaro evocados en literatura y cine. Wes Anderson construye, define, delimita la Andersonia por excelencia. Y lo hace focalizándose en una pareja de pícaros que en esta ocasión dominan la escena por encima de un caleidoscopio de personajes en buena parte de fugaz aparición (pese a estar interpretados por auténticas estrellas). M. Gustave, un veterano, paternal, truhan, encarnado con brillantez por Ralph Fiennes, y Zero, un espabilado aprendiz de pícaro, vivido con no menos convicción por el novel Tony Revolori, son los motores que dan vida al hotel y a toda la cinta. El primero, elegante, discursivo, hiperdinámico y poético, maitre d’hotel y gigoló dispuesto a alegrar con clase y otros recursos las estancias de viejas aristócratas. El segundo, refugiado y huérfano, ávido de medrar en el país de acogida, dispuesto a un aprendizaje práctico.
A nivel estético Anderson utiliza una vez más la alternancia de breves planos fijos con potentes travellings para describir la fauna del hotel y plasmar el ritmo que imprime M. Gustave. Mantiene también su estrategia de recrear escenarios de teatrín infantil (o de casa de muñecas, cómo hemos repetido hasta la saciedad) en los que sitúa a sus personajes para que podamos observarlos en su hábitat natural. Tal vez, bien pensado, nos los presenta como lagartos en un terrario u hormigas en uno de aquellos pequeños hormigueros exhibidos a través del cristal a la vista del espectador curioso.
Sin embargo Wes Anderson introduce en esta ocasión variantes sobre el esquema que sustentaba su obra anterior, variantes nada gratuitas. Al inicio de la película un personaje (identificado como el “autor”) nos plantea que las historias están esperando a ser narradas y que el único mérito del narrador es identificarlas. A medio discurso es interrumpido por el juego de un niño. Más allá del gusto por la digresión (compartido con los hermanos Coen), el gag nos da pie a plantearnos que existe otra historia que ahora no se nos contará, la del niño y el autor, reforzando precisamente la teoría expuesta. Este autor es entonces sustituido por un segundo narrador, un joven escritor, que nos introduce en el mundo del Gran Hotel Budapest en su época de decadencia. Son secuencias que se presentan con un formato de imagen distinto, adecuándose a tamaños de imagen propios de la época que la película representa. Formato que se modificará de nuevo cuando la narración es proseguida por el Sr. Mustafá, a quien entrevista el referido escritor y que cuenta su historia y la de la época de esplendor del hotel. Una estrategia, pues, más sofisticada que la introducción del documental rodado por Steve Zissou y llamado, precisamente, Life Aquatic, en la película de este nombre, o por las apariciones en Moonrise Kingdom de un narrador externo a la trama que se dedica a hablar del entorno donde transcurre la acción. En consonancia, también sofistica el director la escenografía, la puesta en escena y los detalles creando un auténtico cosmos en el propio hotel.
Aquello que no cambia es la creación del universo Anderson. Muy significativamente el grueso de la acción dramática de Life Aquatic se desarrollaba no en mar abierto sino a bordo del Belafonte, un mundo que se llegaba a describir con una serie de travellings horizontales y verticales. Del mismo modo, hasta la inflexión dramática de Viaje a Darjeeling, los conflictos tienen lugar en el compartimento del tren y no en el desierto de Rajastán o en sus ciudades. El epicentro de las cuitas del zorro de Fantástico Sr Fox es tanto las granjas asaltadas como los túneles de su madriguera. Y la gran aventura de Sam y Suzy en Moonrise Kingdom viene limitada por los confines de la Isla. Los límites de todos estos mundos encerraban a sus personajes pero no les constreñían en su imaginación, sus correrías o su ambición de cambio. El gran hotel Budapest es un eslabón más de esta serie de mundos andersonianos pero en esta ocasión la dimensión es muy superior porque, aun estando más allá de las paredes del establecimiento, las callejuelas que vemos en diversas ocasiones, la prisión, el trayecto en tren, la mansión noble dónde se genera la disputa o el mirador en lo alto de los Alpes, forman parte de este Gran Hotel Budapest en cuánto todos ellas son parte de esta Andersonia. Una Andersonia tan ambiciosa y tan compleja que en esta ocasión adquiere tintes tan legendarios en sus referencias a unos mundos fílmicos como era el caso de otro juego de evocaciones cinematográficas, Tabú (íd., M. Gomes, 2012). En esta ocasión, claramente por la opción juguetona de su director, nos encontramos con la aleación de mundos transalpinos vividos en Alarma en el Expreso (The Lady Vanishes, A. Hitchcock, 1938) o El prisionero de Zenda (The Prisoner of Zenda, J. Cromwell, 1937; The Prisoner of Zenda, R. Thorpe, 1952), de ambientes austrohúngaros de El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, E. Lubitsch, 1940) o Ser o no ser (To Be or Not to Be, E. Lubitsch, 1942) , de la oscuridad de la república de Weimar de M, el vampiro de Dusseldorf (M, F. Lang, 1931) o la Viena post bélica de El tercer hombre (The Third Man, C. Reed, 1949), aunque también referidos a las amenazas de los pasillos de hotel en El resplandor (The Shining, S. Kubrick, 1980) o, muy especialmente, a la Sildavia de El cetro de Ottokar y las aventuras de Tintin a las que las persecuciones finales remiten directamente.
Es pues, con un juego gozoso, como el grueso de la obra de Wes Anderson, con el que el director nos muestra la historia del Gran Hotel Budapest. Pero la ambición a la que nos referíamos no se limita sólo al ámbito estético. La Andersonia contempla también, en esta ocasión, una historia que va mucho más allá de sus personajes, de nuestros amigos. Contempla la Historia, la historia de Europa. La historia de un fascismo, de un nazismo, que se infiltra irremediablemente en las capas sociales y de una decadencia que acabará por hundir en la miseria el país y su más lujoso referente. El Gran Hotel Budapest acaba con un final relativamente poco feliz, con un puñetazo en la cara, que nos recuerda que no hemos sino gozado de un juego y que la realidad no es la de las aventuras de Tintin sino la vivida por Joseph Roth, Stefan Zweig o Sándor Márai. Más allá de los finales inciertos, ocultos tras la comedia de Los Tenenbaum, Life Aquatic, Viaje a Darjeeling o Fantástico Sr. Fox, Anderson revela en esta ocasión que la comedia suaviza el drama pero no lo evita y nos deja con una mezcla de lucidez, amargura y melancolía. Y, sobre todo, con un recuerdo, un homenaje y una última referencia, un emotivo reconocimiento hacia los hombres que como M. Gustave o como el Cónsul de Bajo el volcán de Malcolm Lowry defendieron hasta el final unos principios con dignidad frente a la brutalidad.