¿Quién puede matar a un ciervo?

Muerte y resurrección del cuento de hadas

Yo no sabía a qué se refería, o de qué trataban sus historias, sólo que eran muy raras. Y había dos tipos, las luminosas y las oscuras, y ambas eran adorables y maravillosas, y algunas personas veían sólo a un tipo, y otras veían al otro, pero algunas podían ver ambos. Pero generalmente las oscuras aparecían primero, y las luminosas después, y había cuentos extraordinarios sobre ellas.

El pueblo blanco, Arthur Machen

Hay un niño encerrado en una jaula. Las barras tienen la pintura desconchada; el ser viviente, las uñas de roer las losas, los cabellos cubiertos de harina. Al otro lado, la bruja se afana en su caldera y el hogar brilla y crepita: toda la luz parece recaer sobre el pequeño, como si estuviese próxima su hora. Espera con impaciencia mal disimulada a que alguna criatura mágica se asome por la ventana con un guiño cómplice, pero el cervato no aparece; quizá sea su hermana la que sortee las artimañas de la cabaña, de la cueva, de la prisión de madera, y de entre los huesos de pollo fabrique una llave afilada; pero ninguna voz le susurra.

El componente oscuro de los viejos relatos no es ninguna novedad; más bien su tono prohibido ha escalado hacia el sofá familiar y desde allí contempla, bien instalado, todas las historias. No es nuevo, entonces, que los niños escuchen y demanden desde hace mucho tiempo el lado perverso de los relatos, y que sus mayores se hayan inmunizado ante sus efectos, y pidan una incomodidad que a veces procede del pavor de las túnicas, otras del vacío que les da forma y rellena el interior de las capuchas. En una Antigüedad no muy lejana, cuando hombres equipados de botas altas y levitas se dedicaron a rastrear narraciones de montaña como quien cataloga especies venenosas y perdidas, el cuento de hadas hacía manar sus imposibles argumentos en la dirección de los imposibles sociales y científicos: jamás conseguiría el aldeano casarse con una princesa húngara, ni el poeta predecir el comportamiento de las corrientes o el paisaje de las islas a las que sólo acceden los seres con alas. Toda vez que esos obstáculos han sido superados y que el sueño del cuento de hadas, el forjado en los salones parisinos del XVIII y los bosques germanos del XIX, se ha engalanado de avances científicos y nuevos derechos, la magia necesita arraigar en otra parte.

Y diríase, ahora que han pasado tres décadas de actualización digital del inventario feérico en sucesivas películas y series, y que el panorama global ha demostrado no corresponderse en absoluto con las formas ni las ideas de aquellos viejos relatos; que el concepto de cuento de hadas ha emprendido la búsqueda de aquello que entonces se daba por sentado. La inocencia y la confianza en la naturaleza expresaban la posibilidad de todo imposible y velaban por un alma siempre al rescate bajo los mantos de amenazas varias, los espinos, los emperadores crueles, las tormentas sobre el ganado, las cosechas y las familias humildes. La posibilidad de ascensión económica ha eliminado toda humildad, y quién piensa ya en las reses y las mieses si no es tras la cuadrícula de las imágenes de fin de semana, y sólo si el pronóstico meteorológico es bueno. Los temas del cuento de hadas quedaron entre tapa y tapa, como sus lugares comunes y sus símbolos recurrentes: era lógico que sus sucesores más literales (la rom-com) supieran vivir en la estrechez del género habituado a repetir fórmulas y a negar todo crecimiento.

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En La bella y la bestia (La belle et la bête, 2014) de Christophe Gans, el cuento aparece como ornamento en una vida de colores agrícolas, bien como un vestigio del pasado tras un declive rotundo, bien como un anhelo fantasioso jamás conocido por esa vida en transcurso. El curioso desenlace escogido por Gans, que podría diluir las implicaciones mágicas y románticas del final al que se ha acomodado siempre esa historia, se formula esa pregunta que al relato tradicional no corresponde: ¿es posible, todavía, el cuento de hadas? El de aquellos exploradores de la Selva Negra no, desde luego, o no de otra forma a como se contemplan poderosos pedazos de mineral conservados en una galería. El folklore se ramifica sobre unos mismos materiales, lo cual no implica que los resultados obtenidos de ellos en cualquier época sirvan para las siguientes. La bella y la bestia de Madame Leprince de Beaumont es sólo un sueño a estas alturas, y de tal manera lo rueda y lo desenrosca Gans; pero siempre fue una ensoñación de conceptos más ancianos, de una psique o un alma que, como las mariposas, nace y muere repetidamente porque tendemos a recordar la negación de la muerte (el final feliz) y no la muerte misma, que es su fundamento.

Byzantium (íd., 2013) parte de este conflicto narrativo que, de manera tan peligrosa para el desarrollo de ciertos mitos populares que se estaban coronando herederos de lo feérico, entabla un diálogo entre lo mortífero y lo inmortal, o cómo el lector odia el cuento de hadas porque encierra una intemporalidad que se mantiene fresca, a la que no pueden acceder sus breves momentos de felicidad. La radiación pseudofilosófica o la moda a la que Anne Rice expuso al vampiro en su saga guarda poca relación, realmente, con la siguiente aproximación de Neil Jordan al universo de los chupasangres, por mucho que el director recupere la estructura dialogada entre pasado y presente e introduzca las sospechas ingenuas y la languidez en engendros sobrenaturales que deberían sobreponerse a tales cosas. La catarata emocional, no obstante, se derrama en nuevas costas, y la estética intenta ganar terreno a la caducidad de los sentimientos, pues una película decadente, como a punto de la putrefacción del género, es la única salida para una composición que muere y que ya nadie debería leer, como las confesiones que la protagonista adolescente hace circular con efectos fatales, porque desea la eternidad que conlleva la perdición de los seres mortales y malditos.

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Ya en La mujer que vino del mar (Ondine, 2009) Jordan había procurado que los significados de antaño se ajustaran a una semántica nueva, aunque semejante actualización trastoca unas poéticas por otras y despierta la perplejidad de la mirada que, en el fondo, no sabe cómo reaccionar frente a elementos en los que no cree ni en los que ya no merece la pena creer. Los vestidos de rico brocado, los amigos zoomórficos, las metamorfosis físicas que la mano palpa, los paisajes verde esmeralda: desplegados en sucesión como los recortables de un libro pop up, los dedos no pueden rozarlos sin desmontar la ilusión, ni la vista desviarse sin revelar el truco (como en una superposición de páginas especulares, la vampiro de Byzantium se contempla a sí misma en una hilera de mujeres que podría pasar por peregrina o distópica, y Bella desenreda el pasado de la Bestia al otro lado de cristales acuosos). Las joyas susurran sus historias increíbles ante el oyente, lector o espectador escéptico o pasmado, pero ya no es tiempo para lucirlas. Algo de mal gusto, la ausencia de ocasiones señaladas, los abismos sociales que abren con su mera presencia. Ese cuento posee valor, pero ya no es válido, y en su lugar ocupan espacios destacados valores que preferiríamos invalidar, así como de horrores asesinos, suicidas y parricidas estaban llenas las bocas de los anónimos consultados por los Grimm, von Arnim, Tieck, Hoffmann.

Desde algún punto del siglo XX, que, como tantas teorías podrían coexistir para poner coto a lo folklórico y oral, quizá se sitúa poco antes de 1914, el cuento de hadas se transfigura aunque permanezca como concepto de una necesidad de resumir los caprichos y terrores de su tiempo. Tal vez 1888, quizá Jack el Destripador fue el primer cuento de hadas moderno, el que prefigura la novela negra que, con sus raíces en el fantastique de prestigio reconocido por minorías y confirmado en los fenómenos de masas de las últimas décadas, traslada el corazón de estos relatos de la Alemania boscosa a las negruras de Estados Unidos y los países nórdicos. Espacios reales devenidos irrealidades de un tiempo reconocible, en los que la magia, o la ley, lucha por evitar que el mal, el Mal que no necesita nuevos eufemismos porque siempre es el mismo, se extienda más allá de las zonas áridas, pantanosas, inaccesibles a la razón y abandonadas por lo civilizado. Hay que celebrar, por este motivo, algo que no se ha celebrado en los muchos y ruidosos festejos de True Detective: la precisión de algo que ha viajado más rápido, y desde muchas décadas antes, que las modas, y que nos retrata con más fidelidad que ningún otro cuento. En True Detective convergen todos los fenómenos de nuestras nuevas hadas, y es este un relato tenebroso y fatalista que no posee ningún parecido con las hechuras de lo que habitualmente, en el lenguaje de siglos pretéritos, sumamos en cuento y hadas. Pero el futuro apunta en esta dirección que ya tiene buen recorrido, de esos nombres que la HBO ha conseguido incluir en los top ventas de las librerías, y que, sin embargo, trabajaron con la misma vocación de anonimato, de disolución en un grupo de voces que recogieran los espantos, los paisajes y los monstruos de un estado de locura humana que se adapta a distintos contextos. Ambrose Bierce, antes del ahora infausto Robert William Chambers, y Algernon Blackwood, Arthur Machen y Lovecraft, después, bebieron unos de otros en una cadena que a día de hoy continúa rodeada por el concienzudo análisis de lo que es referente intelectual y lo que se antoja referencia pop. En una tierra intermedia entre la tradición y el mundo, antes de convertirse en lo primero, donde también hay criaturas, a nuestro modo, sobrenaturales, espíritus protectores, diablos y doncellas perdidas que, todavía en rincones tapiados de despachos y margales, se ven coronadas a la fuerza de zarzas y flores amarillas.

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El secreto de la bestia de Gans atañe a una cierva blanca que despide destellos dorados, como en los beatos cuentos de Madame d’Aulnoy, y encierra asimismo los poderes arcanos de aquellos ritos paganos que hicieron de los griegos un pueblo hermoso en túnicas y olivares y cruel en sangres derramadas sobre el mármol. Desde la distancia todo eso se confunde y constituye un único y enorme mito, cuya fantasía nos sacude la obligación de creer los espantos que relata. True Detective discurre como otro sueño del que tal vez sólo despierten nuestros descendientes, cuando lo negro y lo fantástico se hayan afianzado tanto en el acervo popular que no necesiten gestos de sorpresa, ni teorías de último minuto, ni la tiranía de los finales. Por eso la serie de Nic Pizzolatto, nada más comenzar, ya se renueva en una segunda temporada, porque la espiral enajenada no se detiene y la máscara no existía. En ese sentido, True Detective es el nuevo cuento de hadas que se desespera por apresar el mal para no sólo nunca acorralarlo, sino marcharse de sus dominios con una cantidad mayor de preguntas. Algo mistérico que tiene que ver con ese sacrificio de la gama blanca, de todas las doncellas vírgenes a lo largo de la Historia, de la fe en beneficio de la apariencia de lucidez para sociedades cada vez más perdidas. El animal ritual es un ser que aparece ya muerto e irrecuperable en los ocho episodios de Cary Fukunaga y Pizzolatto, porque si no está podrido ahí fuera estará vivo dentro de casa, como descubre el William Graham de Hannibal. Y la serie de Bryan Fuller, con su aparato de cercanías y disonancias hacia el universo de True Detective, deshilvana otro cuento en el que el Mal bien podría arrinconarse (y esto lo sabemos a costa de argumentos de obras anteriores, pero esa certeza, como la del príncipe casándose con la hilandera, no hace menos desasosegaste el camino). Porque hay algo tan próximo a nuestros códigos diarios y a la codificación burda y brutal a la que nos han habituado los medios, y a pesar de todo algo que resuena a mágico, a viejo, pues hay…

… un hombre encerrado en una jaula. Las barras tienen la pintura desconchada; el ser viviente, las uñas de roer las esposas, los cabellos revueltos de desesperación. Al otro lado, el psicoterapeuta se afana en su cocina y los fogones brillan y crepitan: toda la luz parece recaer sobre el prisionero, como si estuviese próxima su hora. Espera con impaciencia mal disimulada a que alguna criatura imaginada se asome en el umbral con un guiño cómplice, pero el astado negro no aparece; quizá sea una de sus compañeras la que sortee las artimañas de la cárcel, de la oficina forense, de la burocracia de papel, y de entre los huesos ajenos y las orejas regurgitadas fabrique una coartada excelente, pero ninguna voz le susurra. Hasta que ella se acerca y le dice que cree en él. Y nosotros en los cuentos de hadas.