Narración a hostias
Existen películas que tienen todo de cara para no gustar. Una película con un reparto casi en exclusiva oriental, con trama sencilla de tintes filosóficos, de acción pero que no se recrea en los arquetipos de opereta comunes en el género y cuyos diálogos brillan por su casi total ausencia tiene todo ya no para pasar desapercibida, sino para ser ignorada de forma sistemática. Aunque sea fácil entender por qué El poder del Tai Chi (Man of Tai Chi, Keanu Reeves, 2013) ha sido sistemáticamente ninguneada por crítica y público tanto en oriente como en occidente —centrando sus críticas en Keanu Reeves, el cual ya había cosechada otra buena sartenada con La leyenda del samurái: 47 ronin (47 Ronin, Carl Rinsch, 2013)—, eso no excluye que lo encontrado en la película sea todo aquello que siempre es escaso en cualquier arte: sencillez que no cae en la simpleza, amor que no cae en el sentimentalismo, pensamiento que no cae en el pedantismo. De esas tres hebras trenzadas con perfección, Keanu Reeves hace un tapiz tan rico en detalles mínimos que es fácil pasar por alto su elegancia.
Su historia, mínima, redunda tanto en la necesidad de las hostias, secas, que todo diálogo, sobrio, acaba por desaparecer de forma natural. El poder del Tai Chi es narrada a hostias. Eso no significa que sea simple o que sea mero espectáculo, sino que todo aquello que puede ser transmitido a través de la acción se ve descargado del diálogo; la sobriedad en los diálogos, como condiciones que refuerzan el subtexto de cada hostia —debemos considerar la fuerte carga filosófica de toda arte marcial, tai-chi incluido, para entender que no es sólo una exótica interpretación: el camino interior es la premisa esencial de las artes marciales—, carga de necesidad de significado cada movimiento de cámara. Movimientos de cámara precisos, muy alejado del travelling punteado con planos detalle de Takashi Miike y Gareth Evans o la sobrecarga de planos detalle a cámara lenta de Wong Kar-wai, jugando con cambios entre planos cerrados y abiertos para dejar respirar con facilidad los combates. Seguir cada una de las reyertas donde se ve arrojado Chen Lin-Hu, un Tiger Chen modulando a la perfección la sutil evolución de su personaje, consigue dar la impresión constante de algo no tan extenuante como sí muy físico: con estilo duro se abre el plano, con estilo blando y presas se cierra el plano; con estilo duro prima dejar ver la potencia, con estilo blando la velocidad y con presas la asfixia. Cada movimiento viene reforzado por su representación, literal y perfecta, en su elección de planos.
Si entre hostias anda el juego, resulta difícil entender por qué hablar de amor. Amor no como romance —que también, pues hay subtrama amorosa pero no por ello cae en ningún tópico del romance—, tanto como la pasión que se pone en aquellas cosas que se ama: el amor de Tiger Chen por el tai chi, por su maestro y por su templo es lo que le lleva a convertirse en un monstruo; también, en último término, aquello que lo redime. Si es sutil a este respecto, es porque le gusta mostrarlo con timidez. Cada vez que aborda lo amoroso lo hace por sus actos, evidentes por sí mismos, sin necesidad de subrayar de forma obscena lo que ocurre en pantalla; si no necesitara dinero para salvar el templo de su maestro, jamás hubiera iniciado su descenso hacia las cloacas de la humanidad. Evidente y sencillo, pero efectivo.
Hacia lo no tan evidente nos conduce un hecho notable: cuando el ancianísimo comentarista afirma que Tiger Chen está utilizando un estilo blando de forma dura, se ríe ante la incomprensión de su compañero que le dice que eso es contradictorio. El poder del Tai Chi es ese anciano. En la película se esgrime un estilo blando, una reflexión bastante dúctil sobre el tao considerando la existencia del camino como toda posibilidad de cambio constante, esgrimido de forma dura, a través de la fisicalidad abierta de las artes marciales; o lo que es lo mismo, pensar con los puños por aquello que es una metáfora que rige toda la película. El tao, el camino, es lo que emprende su protagonista: primero, no acepta la impermanencia de todo cuanto existe; después, abandona el camino de la virtud: el ansia de poder lo convierte en un monstruo; finalmente, en tanto comenzó como un ser virtuoso y después conoció el deshorno y lo abyecto, se encuentra en armonía con el tao haciéndose uno con el qi. Estilo blando utilizado de forma dura.
La elegancia necesaria para sintetizar conceptos difusos del tao sin explicitar nunca argumento alguno, sólo mostrando su desarrollo, hace de la película no el entretenimiento vacío que la mayoría han querido ver, sino una preciosa metáfora filosófica: es una fábula sobre el camino, el tao, la virtud. Elegancia nacida de su sencillez, de inventar su propio forma de hablar la hostia, en una película que se nos muestra como aquello que su protagonista llega a ser: un espectacular ejemplo de elegancia, sencillez y virtud en la unión serena de cuerpo y mente, de forma y fondo.