IV Atlántida Film Fest

atlantida-cartelFilmin sigue siendo la manera soñada de ver pelis en casa, de manera legal, sin atacar los intereses de Víctor Manuel, Alejandro Sanz, la señora esa que dijo eso otro, y toda la pesca de bacalaos, calamares y cefalópodos que creen que sus problemas son más importantes que los demás ciudadanos del país. Un país que es una mierda por otra parte, pero que tiene cosas como Filmin que merecen la pena. El IV Atlántida Film Fest, una de sus iniciativas más valiosas, conocidas y loables, abrió sus puertas hace un mes y las cierra hoy 27 de abril de 2104, dejando tras de si una maravillosa propuesta que consigue que todos podamos acceder desde nuestras casas, desde cualquier punto de España (yo cuando estaba en Texas también lo veía, no sé si será un fallo del sistema, pero que no salga de aquí) y por un precio módico y modélico a una selección de películas nutritivas y sugerentes. Además sin tener que aguantar el maltrato de la organización como pasa en otros festivales, ni a los pelotas perdedores y garambainas de esa misma organización, que se dejan el poco respeto por lo que hacen (que al final tampoco vale un duro) por un blog, por una fiestecita o por tocarle el pelo a algún famoso de medio idem. Es mejor estar en la casa de uno eligiendo la compañía, la película y el vino o el zumo o el batido o el ambientador. Porque no lo neguemos, en los festivales muchas veces huele mal y en la casa de cada uno, no.

Main dans la main (Valérie Donzelli, 2012)

Si bailar pegados es bailar, vivir pegados tiene que ser, por matemáticas, vivir. Y de matemáticas, encuadres, ecuaciones, restas, duplicaciones, derivadas, relaciones y algoritmos del ritmo de la vida, de la noche y el amor va la maravillosa Main dans la main, una aproximación visual a las cosas que no se ven. La tercera película de Donzelli se parece más a la primera que a la segunda, pero sigue manteniendo unas constantes vitales y artísticas que la convierten en la sucesora natural del recientemente fallecido Alain Resnais, por su libertad creativa, por su imaginación desatada y por una utilización de la puesta en escena que combina la gravedad de su profundidad milimétrica y la intuición pop, que transita entre las canciones de nuestra vida y ciertos elementos teatrales que la enraíza con la estética (y la ética) de la sitcom televisiva. Con todos esos elementos, Donzelli nos dibuja una fábula aparentemente frívola sobre las necesidades y las necedades del ser humano, sobre su afán por complicarse la vida, por su miedo atávico a la soledad, al fracaso, a sus sueños menos íntimos y a sus desvelos callados, por su bailecitos ridículos y por la pompa de la danza y el ballet cotidiano de nuestras obligaciones diarias. Y lo hace sin moraleja, con un happy end caprichoso como la propia vida, bello en su ligereza y sensato en su falta de lógica cinematográfica, aunque repleto de verdad no absoluta. Como en Declaración de guerra. Como mañana dentro de nuestra cabeza cuando salgamos de una reunión, borremos ese whatsapp o mandemos otro curriculum vitae. Manuel Ortega

La tumba de Bruce Lee (Canódromo abandonado, 2013)

Los problemas en las relaciones de pareja no se arreglan ni en Seattle ni en las solapas de los libros de Jorge Bucay, Paulo Coelho o Eduard Punset. No se arreglan y punto, normalmente y seguido. Se maquillan, se dilatan, se sortean, se esquivan, se eternizan. Cada uno busca una tumba para su nacimiento, cada uno aguanta lo que tarda en explotar la mecha que nos une, que al mismo tiempo es la mecha que nos separa. Sobre antihéroes, autoayuda y tumbas nos habla la primera película de Canódromo Abandonado (molaría que fuera el nombre de una persona, ¿no?), La tumba de Bruce Lee, una aproximación entre mística e hiperrealista a los mitos de cada humano y a la influencia de lo que pretendemos ser en lo que realmente somos. Una película de terror psicológico entre tarados disfuncionales, una película de acción entre personas con un físico y una mentalidad penosa para la lucha, una película paródicamente (y paradójicamente) discursiva en la que ,en lugar de estar Federico Luppi dando la brasa, tenemos un bigotudo moderno con un acento inteligible para unas palabras fuera de contexto. A pesar de todo eso, una película de espíritu clásico, aunque ese carácter palpita semioculto bajo unos ropajes alternativos y rompedores que sin embargo subrayan todas sus bondades. Una película llena de virtudes, insólita, con un montaje certero y un halo de fatalidad creciente que le da sentido, cuerpo y alma. Una película. M.O.

The Kings of Summer (Jordan Voigt-Roberts, 2013)

Cuando eres joven, te dedicas a aprovisionar pequeñas experiencias de cada cosa. Pocas veces tiene tanta importancia todo lo que te rodea, desde una brizna de hierba hasta la esquina que recorres cada mañana al caminar hacia el instituto. Es tu historia y a nadie le importa de qué está hecho cada capítulo. The Kings of Summer abarca ese periodo indeterminado en el que la adolescencia se nos queda corta y aún faltan unos años para empezar a hablar de la madurez; una edad en la que sustituimos la razón por la imaginación más febril. Esta última es el puente que acerca nuestros deseos a nuestra realidad: la chica de clase que nos gusta, la amistad duradera con nuestro mejor amigo o el plan para construir una casa a base de desechos en mitad del bosque. Para Jordan Voigt-Roberts basta ese ímpetu juvenil para que cuaje un mundo propio, sensible y también pueril, que albergue las primeras decepciones y las primeras decisiones. En una estación tan breve como el verano, cuyo impacto siempre es más prolongado que su duración, las aventuras se transforman en episodios imborrables, en lecciones y elecciones vitales que alumbrarán nuestro futuro. Como en un viejo álbum de fotos, la mayoría anodinas y sin especial relieve, del que sacamos las historias más maravillosas que nunca más vivimos con tanta intensidad. Óscar Brox

En algún lugar sin ley (David Lowery, 2013)

La América rural tiene el encanto de la Grecia atávica, un lugar donde los mitos descansan entre las hierbas altas y los árboles de ramas torcidas, donde las coordenadas geográficas del Peloponeso se pueden trasladar a Missouri y el temblor familiar de Ulises arribando a Ítaca lo puede protagonizar un forajido en busca de la esposa perdida. Basta saber en qué dirección mover la cámara para capturar esa vibración en el ambiente, cada palabra y cada vivencia, que traza una línea imaginaria entre el hogar abandonado y la cárcel. En algún lugar sin ley, de David Lowery, posee el encanto de esa clase de narración donde cada cosa tiene una importancia original: las manos de sus protagonistas entrelazadas en un vínculo eterno, la mirada perdida de Ruth cuando Bob es arrestado por los hombres del Sheriff, el viento que recoge la espera infinita o los pasos que acompañan un amor que nunca se ha extinguido. Impresiones que su director derrama sobre la historia con tanta ternura como tristeza por el reencuentro con un mundo perdido en el tiempo. Una odisea hermosa que nos recuerda la importancia del primer hogar que construimos con nuestras manos; su peso, su tacto, su olor y las sensaciones que nos gustaría volver a vivir. La historia de un regreso en busca de una mujer y de un hogar, otra Penélope y otra Ítaca, cuyo amor es tan inmenso que nos permite remontar el río del tiempo hasta alcanzar el momento justo en el que lo dejamos escapar. O.B.

The Secret Society of Fine Arts (Anders Rønnow Klarlund, 2012)

Cada día parece que el mundo vaya a acabar, exhausto y vencido, sin posibilidad para cobijar una nueva ficción, otra realidad dentro de la realidad, que aporte cierto sentido a esas vidas minúsculas que hacen su guerra en los márgenes de la sociedad. El Arte y las emociones precisan de respiración artificial, como las ideas y los ideales, porque todo a su alrededor languidece tan rápido que, en apenas un parpadeo, deja de tener relieve. Anders Rønnow Klarlund es un cineasta de dogma y pasión, de llevar al límite sus postulados porque de otra manera una película no sirve de nada; porque para combatir las imágenes mediocres hace falta parir imágenes aún más poderosas. The Secret Society of Fine Arts tiene algo de manifiesto, de melancolía y de vitalidad, como si su director pusiese una bomba en la plaza mayor del cine y se dedicase a filmar las esquirlas tras la detonación. Habla de acciones, de gestos y poesía con unas escenas permanentemente congeladas, animadas en su tratamiento visual, de una belleza verdaderamente dolorosa. Habla de lo que hemos perdido y no podemos recuperar, del entusiasmo y la ignorancia juvenil, de la decepción tras la revolución y de ese último momento, cuando el mundo acaba, en el que tratamos de mantener la coherencia con nuestros actos. Habla de él mismo, del tiempo invertido en crear una obra, de ese sentimiento fugaz que alumbra una historia y que se desvanece al rato; de la búsqueda creativa y la indiferencia; de las emociones frágiles y de la dificultad de seguir confiando en el poder del cine. De creer en el cine y, por extensión, en el arte cuando todo está perdido. O.B.

L’etrange couleur des larmes de ton corps (Hélène Cattet y Bruno Forzani, 2013)

A menudo confundimos (y, según el caso, condenamos) estilo con repetición. A Hélène Cattet y Bruno Forzani esa confusión debe parecerles apasionante, pues en cada nueva propuesta cinematográfica trabajan con más empeño la identificación con un estilo, digamos sensorial, de entender sus películas. Un viaje en una sola dirección que, sin embargo, nunca deja de resultar atractivo. A diferencia de Amer (2009), L’etrange couleur des larmes de ton corps es más fragmentaria y quebradiza, como un síndrome de Stendhal atrapado en cada escena en lugar de en toda la película. El torrente de imágenes y sonidos es tan extraordinario que sentimos hasta la última bocanada de aire y cada foco que ilumina agresivamente los cuerpos de sus protagonistas, cada murmullo entre las paredes y cada mano que aprisiona, entre el deseo y el dolor, la carne y el sexo. Como sucede con las espirales de la arquitectura del belga Victor Horta, aquí detalles ornamentales del filme, uno debería dejarse llevar por la historia con la misma vehemencia: agobiado, extasiado, subyugado, fascinado por esa belleza tan brusca y delicada, tan terrible y hermosa. A medio camino entre la vela y el sueño, entre el placer de unas imágenes que multiplican sus encantos y el espanto del festival de excesos que riega cada fotograma. Perderse, con la misma vehemencia, en una espiral de sensaciones sin final ni principio. En el puro arrebato que, de tanto en tanto, el cine consigue reanimar. O.B.

Is the Man Who is Tall Happy? (Michel Gondry, 2013)

Hay buenos autores y otros interesantes. Algunos van a caballo de ambas categorías. Michel Gondry es uno de ellos, moviéndose de proyectos personales y comerciales a otros más experimentales, de Rebobine por favor (Be Kind, Rewind, 2008) a The We and the I (2012), por poner dos ejemplos, el primero una ficción con actores-estrella y el segundo un ensayo con los alumnos de un instituto. Su más reciente propuesta es ni más ni menos una larga conversación con Noam Chomsky que repasa aspectos de su vida, sus ideas científicas, sus opiniones sobre la sociedad y los cambios más recientes de la misma, sus comentarios más filosóficos que cotidianos, en definitiva. Para evitar caer en la rutinaria entrevista con “busto parlante”, Gondry recurre a una técnica que le es totalmente afín, ilustrar el discurso del pensador con dibujos relativos a sus ideas, a los ejemplos que refiere, a las situaciones que cita. El resultado no carece en absoluto de interés, tanto por la filosofía de vida de Chomsky como por la técnica desarrollada por Gondry. Es curioso ver como las teorías de un lingüista son puestas en imágenes por un experto en estas lides. Sin embargo la simbiosis entre ética y estética no se consigue por completo. El discurso de Chomsky precisa de mucha atención por parte del espectador y las imágenes añadidas por Gondry constituyen una segunda capa textual que no siempre facilita la comprensión, al contrario, crea una barrera (visual) con el texto (verbal). La estrategia enfrenta más que une dos estimulantes discursos que corren en paralelo integrándose sólo de modo intermitente. Aun así, Is the man who is tall Happy? , rodada en dos periodos diversos, a caballo de la también irregular y estimulante a partes iguales La espuma de los días (L’ecume des jours, 2013), merece la pena por su propuesta y por la riqueza de los discursos que nos ofrece. Antoni Peris i Grao

The Selfish Giant (Clio Barnard, 2013)

Nos podemos plantear si hay un cine necesario. Un cine que nos avise, nos alerte, nos recuerde, nos martillee… Nos avise de nuestros errores, nos alerte de la falta de ética que padecemos, nos recuerde valores o nos martillee, insistentemente, como un Pepito Grillo. Mucha gente, muchos críticos, pueden responder que no. Que el Arte, el séptimo arte inclusive, es un modo de expresión que incorpora la ética dentro de la estética y que ésta es la auténtica esencia del Arte. Los valores humanistas de autores como Ford y Kurosawa pueden valorarse como de tiempos pasados, Rossellini sólo hay uno y Godard ya se basta y se sobra para ofrecernos discursos con absoluto dominio expresivo del medio. Es por ello que se considera fuera de onda a autores como los hermanos Dardenne o Ken Loach, humanistas de izquierdas desprestigiados primero por la crítica y luego por la misma distribución en nuestro país. Cierto es que los primeros han reiterado en exceso su discurso y que el segundo ha disminuido en el rigor de sus propuestas. Pero sorprende el salto en la apreciación que va de sus obras más memorables a sus últimos trabajos, exhibidos con más pena que gloria y reducidos por algunos a anécdotas dignas de la sobremesa televisiva del fin de semana. La realidad, sin embargo, es muy tozuda. Y, además, muy dura para muchos. Aquí y allá. Y tenemos unas enormes tasas de paro y de fracaso escolar (aquí más que allá, de hecho), de alcoholismo y otras adicciones, de abuso indiscriminado y generalizado y de injusticia. Y, todo ello, en nuestra puerta de atrás. En la puerta de atrás de nuestras ciudades, en las calles de atrás que cada vez son más numerosas, más tristes y menos equitativas. Y es por ello que propuestas como The selfish giant se hacen no sólo necesarias sino imprescindibles. Esta historia de dos niños, de dos amigos, cuyos juegos consisten en la subsistencia en el extrarradio refleja esta realidad que, con la excusa de la estética, pretendemos ignorar. Y, es cierto, Barnard la narra con la potencia del mejor Loach y con una puesta en escena menos histérica y más lucida que las últimas obras del veterano autor británico. Una pequeña, cotidiana, tragedia, de niños que pierden su infancia en unas calles desalmadas en busca de cable de cobre, de sus madres, absolutamente impotentes para superar los lastres familiares que arrastran, de una sociedad que no sabe curar sus heridas. Barnard mantiene la cabeza alta. Se acerca a Alemania, año cero (Germania anno zero, R. Rossellini, 1948) en su mirada desolada a una infancia huérfana de valores y lo hace con una estética contemporánea, manteniendo incluso la dignidad de los personajes en la culminación de la tragedia. Capaz de imprimir ritmo, definir personajes y describir ambiente por igual, The selfish giant resulta tan necesaria a nivel social como excelente en el ámbito cinematográfico. A.P.G.

Ilo Ilo (Anthony Chen, 2013)

Refiriéndonos a The selfish giant (C. Barnard) elogiábamos un cine necesario, que examina y presenta los conflictos sociales, injusticias y dolor, con rigor y con vigor visual. Sin embargo, en el caso de Ilo Ilo, deberíamos comentar los mismos aspectos echando en falta este vigor. La historia de la criada filipina, la relación que establece con el conflictivo hijo de la familia y la evolución de la misma son lo suficiente ricas como para justificar una obra sobre este tema. Desafortunadamente se nota la diferencia en el trabajo de ambos autores. Aquí la puesta en escena, por exceso de naturalidad, se queda en lo anodino y la historia languidece pese a los forzados conflictos que se dan entre los protagonistas. Pese a la relevancia de la crisis económica que se presenta sin estridencias, en ocasiones en primer plano, en otras como telón de fondo (los despidos en la empresa de la madre), pese al interés evidente de una historia en la que todos son víctimas de alguien que está por encima de ellos, Ilo Ilo no consigue captar el interés. Puede deberse a que los enfrentamientos entre hijo y criada, entre madre y criada o entre madre y padre se presentan de modo excesivamente brusco y se resuelven del mismo modo, súbitamente. Tal vez a que la puesta en escena es anodina. Pero en cualquier caso, sin ser una obra completamente olvidable, representa el contrapunto a la película antes citada. Queda la duda si la Cámara de Oro ganada en la Quincena de realizadores en Cannes viene avalada por valores propios de una filmografía en trance de ser “descubierta” por la crítica. A.P.G.

Upstream Color (Shane Carruth, 2013)

Para una mente como la de Shane Carruth, el cine siempre parece la clase de accidente al que se llega en respuesta a una insólita ambición creativa. En este sentido, Primer (2004) era un acercamiento temprano donde lo apasionante estaba en el concepto más que en su visualización. Casi una década después, Carruth regresa con una película formalmente más bella y menos constreñida por su naturaleza, siempre ambiciosa en su resultado. Un filme que sirve tanto como tratado sobre la obediencia, con su mezcla de lectura de Thoreau y experimento científico, como de reelaboración del mapa de las emociones humanas. Es en este punto donde la película despliega su lado más cálido, como una exploración, a ratos íntima a ratos esquiva, de esas emociones que redescubrimos a medida que nos topamos con ellas; el tacto, el contacto y la intuición que parecen guiarnos de la mano para entender aquello que abriga la historia. Carruth, como si se tratase del demiurgo/científico que experimenta con la pareja protagonista, está interesado en contemplar la reacción, el despertar, el segundo origen y todos los pequeños pasos que darán sus criaturas, como si cada uno de los episodios sucediese por primera vez. Quizá porque sabe que, aunque no lleguemos a conocernos del todo, siempre nos podremos sentir, tocar, recorrer, dejarnos llevar por la intuición. Por aquello que forma parte de nuestro interior, que nunca se apaga, de donde surge un nuevo comienzo. O.B.

Les rencontres d’après minuit (Yann Gonzalez, 2013)

Decía Yann Gonzalez que estaba un poco cansado de tanto naturalismo en el cine francés. Basta ver los primeros minutos de Les rencontres d’après minuit para entender su necesidad de aportar una fórmula visual diferente. Entre la fábula romántica y el kitsch más desatado, la película de Gonzalez se erige en una especie de revisión de Las mil y una noches en la que un grupo que va a participar en una orgía encadena relatos y experiencias personales hasta alcanzar el amanecer. En ese clima de intimidad, cada personaje comparte sus confidencias con tanta rotundidad como tierno pudor, con tanta urgencia que los lleva a tocarse, a besarse, a desearse con una pasión aterrorizada por la soledad. Compartir: experiencias, placer, saliva o sexo. Compartir un pasado (que a veces deja su marca), un presente (que les ha llevado hasta ese apartamento) y la promesa de un futuro encarnado en el sol que despunta cuando rompe la mañana. Ali y Matthias comparten un amor frágil, al borde de la desaparición definitiva, tal y como prefigura cada sueño de la muchacha; un amor de esos que se deja sentir incluso cuando menos lo parece. Y Gonzalez lo refleja con la ternura de sus imágenes, siempre atrevidas, mientras construye un clima de confianza entre sus personajes, como si cada relato diese lugar y sentido al siguiente, en esa cadena infinita de eslabones que a veces sugieren las emociones. Un amor que nos recuerda, en su debilidad, eso que tantas veces nos hace tan humanos: la necesidad de encontrarnos, de conocernos y recordarnos, hasta cuando ha pasado tanto tiempo, hasta el último minuto. Porque, aunque no lleguemos a conocernos del todo, siempre nos podremos sentir, tocar, recorrer, reconocer. Vivir en cada palabra del relato que concluye y del que empezará nada más amanecer. O.B.

Estos días (Diego Llorente, 2013)

La vida en Estos días transcurre entre tiempos muertos y decisiones que siempre parecen aplazarse para una próxima ocasión. Sus escenas son tan breves que apenas podemos acomodarnos sobre la barra de la cocina durante el desayuno o cruzar el pasillo para entrar en una de las habitaciones de la casa; ni siquiera la habitación es ya santuario para confidencias e intimidades. Cada vez que Manuel y su novia se ponen a resguardo con la complicidad de la cama, la mirada pierde su foco, como si hubiese olvidado dónde se encuentra o como si fuese demasiado consciente de esa cámara que les está filmando. Les queda poco espacio para lo pueril, para esas emociones blandas y bobas que tantísimas veces acumulamos como un tesoro de adolescencia. Por eso su director les sigue por la espalda, a ratos pegado a ellos, quién sabe si intentando disculparse por no poder facilitarles un acceso directo a ese sueño de verano que el cambio de edad ha eliminado. Estos días reflexiona sobre las aspiraciones de vuelo corto, los reinos que se hunden al menor soplido y la juventud que se diluye cuando saborea las primeras gotitas de amargura. De ahí las miradas perdidas, las palabras entrecortadas, los diálogos que no terminan y los abrazos que se rompen. De golpe, sus protagonistas son conscientes de lo que cuesta mantener un reino. O.B.

La batalla de Solferino (Justine Tiet, 2013)

La industria del cine francés no deja de sorprenderme. Aprovecha, sin cesar, toda oportunidad de incorporar nuevos profesionales procedentes de otras filmografías, sean de Vietnam, Singapur, Camboya, Irán o Argelia, o de incorporar la actualidad a tramas ficcionales. El consolidado grupo crítico juega en la misma liga apoyando las muy diversas propuestas. Son obras en ocasiones irregulares, en otras absolutamente arrebatadoras. Pero en cualquier caso el conjunto  produce no sólo interés sino una envidia absoluta ante la asunción nacional del séptimo arte como algo propio, necesario y motivo de orgullo. La batalla de Solferino es el más claro ejemplo de ello. Simbiosis entre el documento (que no el documental) y la ficción, mezcla la actualidad  y el drama más transido, con ecos, se diría que inevitables, de Cassavetes, Rivette, Eustache y Garrel. En 1859 la batalla de Solferino, entre los ejércitos austro-húngaro e italiano-piamontés (resuelta con la derrota de los primeros), se saldó con numerosas bajas en ambos bandos. La inesperada consecuencia fue la creación de la Cruz Roja para atender a los damnificados de conflictos bélicos y otros desastres. Justine Tiet aprovecha la situación de la sede del Partido Socialista francés en la calle Solferino de París para recrear una cotidiana batalla, la de una pareja separada luchando entre sí y por la custodia de sus hijos. Leticia, presentadora de noticiarios, cubre en directo la noche electoral y la noticia del triunfo de Hollande sobre Sarkozy mientras Vincent, su agitado ex, entra en su domicilio para ver a sus hijas y luego sigue a estas y al canguro a la misma calle Solferino. Allí Tiet recoge imágenes reales de los manifestantes, capta el ambiente y graba declaraciones de uno y otro bando mientras finaliza el recuento. Tiet, mediante Leticia, contrapone opiniones y vítores de socialistas y derechistas y finalmente plasma el ambiente de júbilo en las filas izquierdistas y parte de la agitación que sigue a la celebración electoral. Simultáneamente, filma la particular batalla de Solferino de la pareja que finaliza con Vincent en comisaría. La obra de Tiet tiene pues su mérito en la inmediatez, en la accesibilidad y visibilidad que otorga a lo actual, a la realidad, y en su capacidad de imbricarla con una ficción que es, sin duda, harto cotidiana, algo que ha merecido todos los elogios de la crítica francesa y que merece la admiración por una cinematografía capaz de aprovechar, con lucidez, las oportunidades. Tiet, directora debutante, se lanza sin embargo en el último tercio de la película a una segunda parte de la batalla en la que Vincent, ayudado por Arthur, un amigo estudiante de leyes, se presenta, de nuevo, en el domicilio de Leticia a la s dos de la madrugada para reiniciar la discusión. La llegada posterior de la pareja actual de Leticia completa las huestes en conflicto dando juego a la realizadora para recrear escenas, como decía, resonantes del cine francés de los últimos 25 años, aun manteniéndose en los límites de la comedia. El resultado es un juego de (posibles)  improvisaciones que resulta excesivamente autorreferencial y que nos lleva de la grandeur al chauvinismo autoral. A.P.G.

Why Don’t You Play in Hell? (Sion Sono, 2013)

Activista, poeta y cineasta hiperactivo, Sion Sono nos ha obsequiado los últimos años con un conjunto de obras desmesuradas, impactantes y de gran calidad. Vinculando dramas cotidianos con morbosas historias criminales (Love Exposure, 2008; Cold Fish, 2010), dando toques poéticos a historias de maltrato infantil (Himizu, 2011) o mezclando ficción con documental (The Land of Hope, 2012), Sono ha ido apareciendo en festivales internacionales sin dejar a nadie indiferente. Why Don’t You Play in Hell? sigue la línea de impacto visual y narrativo de sus obras previas y se mantiene en la desmesura. Desmesura de metraje, desmesura de violencia, desmesura de humor… Porque en esta ocasión Sono se acerca sin reparos al estilo grotesco de Takashi Miike en una delirante historia metacinematográfica. Con referencias obvias a Tarantino, Coppola, Peckinpah e incluso Tornatore (Cinema Paradiso, 1988), nos trae la historia de un grupo de cine amateur, los Fuck Bombers, que acaba siendo la herramienta de destrucción de dos clanes yakuza. Aunque algo redundante en algunos gags, la grandguiñolesca  hecatombe final deja atónito por la combinación de humor y violencia. Una obra a rescatar y disfrutar. A.P.G.

Almost in Love (Sam Neave, 2013)

El cine de poco presupuesto puede ser bueno si tienes talento para ello, claro. No por hacer una película que sabes que es una mierda deja de ser una mierda, no por ser un amiguito del amiguito de un amigote dejas de ser un amiguito. Eso que es tan difícil de comprender en España, en EE.UU. lo dan incluso en las universidades de la vida. Por eso Sam Neave, iraní que estudió en Inglaterra y se fue a los EE.UU. (¿veis que no es todo invitar a rondas en el bar de moda de Malasaña o Gràcia?), nos ofrece en su tercera película un catálogo de gusto, recursos y atrevimiento, una historia universal rodada en una azotea y en la casa playera de un amigos, dos retazos de verdad unidos por un mismo movimiento de cámara, separados en el tiempo, indivisible en sus sinergias, orgullosos de su simbiosis, accesibles, magnéticos, en plena, pero impura, simetría. Una pieza enorme en su pequeñez expositiva, profunda en una capa por debajo de una palabrería de la que es consciente (sobre todo en la primera parte con el uso del fade out en sus momentos más abigarrados) y de la que se redime con su inteligente utilización del fuera de campo y de los espacios cerrados, pero con fugas infinitas y decisorias (el cielo de Manhattan, el mar que amanece frío para los cuerpos calientes). Y lo hace para que la vida siga, fluya, nos traumatice, nos compadezca o nos libere. Sam Neave sabe que dentro de 18 meses tendría otra película y que también sería la nuestra, pero prefiere pensar antes la localización, para que el espacio siga dándole sentido al tiempo. M.O.

Of Horses and Men (Benedikt Erlingsson, 2013)

Le tenía ganas a esta película sobre todo por las buenas referencias que mi amigo Joan Sala me había dado tras su paso por Donosti. Me decía que tal vez fuera el Parviz (Majid Barzegar, 2012) de esta temporada y quizá me construí demasiadas expectativas. Y es cierto que es una flor rara y personal, de las que te convierten en hombre lobo o en esbirro de esa cadencia tan nórdica de hacer humor a través de la tragedia. Y es innegable, con su modestia y humildad, con su precisión y meticulosidad, con su crisol de fracasos y expectativas, equinas, humanas e inanes y su acabado espectacular de belleza destilada, que Benedikt Erlingsson consigue una opera prima digna de ser vista y apreciada. Pero yo esperaba encontrarme con el Ruben Östlund islandés (que a veces se deja ver escondido, como en la escena del caballo en el mar hacia el barco) y me remitió más al Roy Andersson que intenta esconder o camuflar en el absurdo una mirada intelectual demasiado condescendiente. Ahí es donde Parviz se va a matar a otro perro, donde Östlund le dice al productor que no va a cambiar ni una sola puta línea del guion, donde yo le mando un mensaje a Joan Sala y le digo “querido amigo turco, vista la de los caballos follarines y los islandeses borrachos. Mola pero no. Abrazo, nos vemos pronto”. M.O.

Reset (Pau Martínez, 2014)

El cine de terror puro tiene el peligro de que cuando es demasiado puro puede incluso parecer una parodia del propio género. Es como cuando te tomas algo muy en serio sin olvidar que a veces la trascendencia surge de la falta de seriedad del ADN de lo que edificas, de lo que eres, de lo que haces. Ni Vincent Price se tomaba en serio lo que construyó con su presencia en la historia del cine. Pau Martínez sí es consciente y por eso nos trae el ejercicio de llevar a la práctica la teoría que enseña en la escuela en la que imparte clases, y además lo hace utilizando a sus propios alumnos como equipo artístico y técnico. Y aquí falla la teoría, falla el profesor y falla la práctica. Y lo hace con una película agradable e interesante a pesar de ser un ejercicio fallido. Falta ironía en lo teórico sobre todo cuando te encuentras con actores a los que le vendría mejor, por su falta de experiencia, cierto alejamiento tonal del planteamiento principal. Falta ritmo en un director que se centra demasiado en los lugares de lucimiento, a pesar de que ello lastra el resultado final (me refiero, a los muy bien rodados momentos flashbacks, sobre todo el del accidente y el perro). Falta rotundidad en ese ejercicio, que al final se presenta en festivales y en el que incluso gana un premio (del cual me alegro, por otra parte), a la hora de construir un discurso más allá de una historia rocambolesca que se pueda rodar en un lugar, en un tiempo y con unos dineros. Falta sabor, huesos, carne y alma. Sobra esta crítica. M.O.

El lugar del hijo (Manuel Nieto, 2013)

Se habla mucho del cine argentino y de los jóvenes directores que le dan sentido y dirección. Pero lo de Uruguay también tiene su miga. Desde la aparición de 25 watts (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2001) y la creación de la productora Control Zeta Films muchas cosas interesantes han pasado por allá. La aparición de Manuel Nieto con su interesante y divertidamente demoledora La perrera tiene su continuación con El lugar del hijo, un western sentimental y agreste que funciona como las palabras de su destartalado e inolvidable protagonista. Como si fuera la cara B de la estupenda El estudiante de Santiago Mitre, la película uruguaya va de lo político a lo personal que como todo lo personal es al final político, pero en lugar de llevarlo a los entresijos de la maquinaria de partidos y sindicatos, la lleva al lugar donde todo se complica y se rebela: la vida misma. Ese trayecto, parsimonioso pero endiabladamente continuo, nos dejará en el mismo sitio pero peor. Sin padre, ni excusas, sin sueños ni objetivos, pero con una misión que cumplir: seguir vivos a pesar de la propia vida. M.O.

Reel Dreamers (Silvia Angrisani & Lorenzo Cioffi, 2013)

Cuando se cumple un año del anuncio por parte de un periódico nacional del comienzo del apocalipsis del cine en España debido al cierre de una famosa red de exhibición y distribución, Reel Dreamers hace apología precisamente de la supervivencia de lo único, del amor al cine como resistencia frente al oligopolio capitalista. La historia de las últimas salas de París que no pertenecen a grupos empresariales es también la historia de sus dueños que convierten su pasión en su modelo de negocio. La individualidad como resistencia. No es una cuestión de indagar en sus políticas de exhibición que van desde la recuperación de clásicos hasta la programación de programas dobles, cult movies o ciclos de realizadores, sino de especializarse y crear una experiencia personal —en este caso, recuperar la exhibición cinematográfica como concepto social— frente al anónimo ejercicio de acudir a unos multisalas. Para el recuerdo, la imagen uno de los dueños de la sala observando y acechando cómo pasan los transeúntes de la calle de su cine. El cinéfilo como animal depredador siempre atento a la caza de una nueva víctima a la que iniciar en su círculo. PD: Año I después del Apocalipsis de la industria cinematográfica en España, el dueño de la cadena de exhibición y distribución desdice su palabra sobre no presentarse a la reelección como presidente de la Academia del cine español mientras sus cines languidecen sin ningún tipo de iniciativa más allá de la de intentar competir con las grandes cadenas exhibidoras con la proyección de blockbusters en versión original. Mientras tanto, algunos de sus locales han sido alquilados por cooperativas ciudadanas que pretenden revitalizar por lo menos a nivel social el concepto de cine de barrio y acercar un modelo de programación no tradicional hacia sus socios. Roberto Morato

A ritmo de Jess (Naxo Fixol, 2013)

Como crítico de cine me gusta hacer un especial hincapié en la localización espacio cultural de realizadores y películas. A pesar de ser un hábito en desuso, pienso que es una manera de ofrecer una perspectiva racional ante la avalancha de epítetos, comparaciones improductivas, referencias y  demás artefactos que se colocan deliberadamente por parte del crítico a la hora de redactar un texto. Por esa razón determinadas reivindicaciones me parecen artificiales e interesadas. La figura de Jess Franco puede que sólo se pueda entender desde la contracultura y la libertad/libertinaje, precisamente por la no necesidad de vindicación alguna sino de resistencia por ofrecer un modelo contrapuesto a lo culturalmente aceptable que dictaban los cánones.  De ese choque entre reivindicación y veracidad surge lo más interesante de A ritmo de Jess, de la idealización por parte del realizador del legado de Jess Franco y de encontrarse con las vicisitudes del rodaje de su última película. Ahora, cuando el fantástico se ha integrado plenamente en el modelo cultural de lo aceptable dentro de nuestra sociedad, el interés por la figura de Franco se ha mistificado tanto que su legado cinematográfico bien podría ser la siguiente ficción de un director con ganas de transgredir la modernidad. En el fondo no hay mejor metáfora del cine del realizador de Las vampiras (1970) que la de dos coños en segundo plano mientras nos violenta la imagen de una caja de galletas danesas en primero y que cada uno saque las conclusiones que quiera. R.M.

Casting (Jorge Naranjo, 2013)

Casting fue presentada como una de las grandes ganadoras del penúltimo Festival de Málaga —todos ganan como en las elecciones generales y en las olimpiadas especiales— donde las palabras crisis, low cost y cine español son inherentes a todo texto que se escriba sobre nuevo cine español. El problema de los dichos populares y los conceptos asimilados es que nunca se tiende a investigar los porqués detrás de ellos. El concepto low cost parece haberse traducido automáticamente en pobreza formal y la crisis parece haber derivado en endogamia como mecanismo de autodefensa. Por eso, lo que en teoría se publicita como una “moderna comedia romántica” en realidad es un elogio a la supervivencia del nuevo cine español en forma de la profesión de actor. En uno de los primeros instantes de la película de Naranjo, una actriz se dirige a la encargada del casting mientras ésta ojea una revista Interviú y le espeta que en al natural no tiene las tetas tan grandes. Esa es la presentación de su personaje, supongo que en alguno de los innumerables círculos privados del cine español el nombre de la actriz Ruth Armas debe ser conocidísimo pero el guiño metacinematográfico con una figura desconocida no es la mejor manera de conectar con una audiencia. La siguiente aparición de la susodicha es pillando a un compañero actor masturbándose con la Interviú de marras en lo que considero la perfecta metáfora del filme. Todo lo demás es territorio consabido, narración a ras de tierra, cine de personajes, cámara en mano, gusto por los diálogos chispeantes y referenciales, cameos tan invisibles como innecesarios y muchos paseos por Malasaña, Fuencarral. La modernidad madrileña se ha creído desde hace tiempo que vive en Nueva York y no ha tardado en intentar copiar su modelo cinematográfico. Al menos tiene el buen gusto de recuperar a Esther Rivas, actriz de una inusitada frescura cómica vista en La tira de La Sexta y en Tía, no te saltes el eje… el pluscuamfamoso corto ganador de Notodofilmfest cuyo concepto metacinematográfico parece ser una precuela de la propia Casting. El resto son chistes sobre directores de casting diciéndoles a americanos con acento andaluz cómo deben hablar para sonar americanos en el cine. R.M.

Writing Heads (Alfonso S. Suarez, 2013)

Era interesante acercarse al documental Writing Heads desde la perspectiva del eterno debate entre la dominación del texto sobre la forma dentro del cine español. Producida por ALMA, Writing Heads se trata más de una pieza promocional sobre la importancia del guionista que una reflexión sobre la profesión y su labor dentro del proceso cinematográfico. Con un formato basado en entrevistas con algunos de los escritores mejor considerados de las últimas décadas a los que el director y entrevistador encierra en preguntas fórmula preconcebidas de antemano y que repercuten negativamente en el ritmo y montaje de la película, puesto que argumentos y declaraciones terminan por repetirse, el documental parece enrocarse en sí mismo en su condición de reivindicación de la figura del guionista, reduciéndose poco más que a una serie de anécdotas sobre la profesión. Algo significativo es que siendo una producción auspiciada por la asociación de guionistas españoles y siendo el objeto de estudio el cine español, el director decida incluir constantes clips de películas norteamericanas para ilustrar la notoriedad del rol del guionista y que se utilicen los (trasnochados) ejemplos de Billy Wilder, Mankiewicz, Coppola, etcétera como epítome del gremio. Se agradece sin embargo que el director haya decidido dar palabra a través de algunos testimonios al gremio de guionistas televisivos, normalmente silenciados por las condiciones de producción del formato y que, sin embargo, representa una parte importantísima del bruto del audiovisual contemporáneo español. R.M.

The Unknown Known (Errol Morris, 2013)

«¿De qué se ríe este hombre?» reza la frase promocional de la película, anticipándose a intentar descubrir qué se esconde tras la sonrisa maquiavélica de una de las figuras más importantes de la política del siglo XXI. Tanto en Tabloid (2012) como en The Unknown Known conviven personajes que viven en realidades paralelas y construidas por sí mismos con respecto a la percepción general de la sociedad. La película a pesar de hacer hincapié en las hazañas de Rumsfeld durante la administración George W. Bush, lo presenta como una figura resistente de la política, un personaje que ha hecho un perverso pacto mefistofélico en el que ha vendido su alma política a cambio de la longevidad de su carrera. La figura de Rumsfeld se sitúa pues como una figura “a la Zelig” configurándose como protagonista secundario o principal de algunos de los momentos claves de la política americana de los últimos 50 años —el escándalo Watergate, el intento de asesinato de Gerald Ford, el 11 de septiembre, Guantánamo… —. A través de una larguísima entrevista que se intercala con fragmentos audiovisuales de archivo, no es tanto la crítica hacia la nefasta historia de la política exterior de los Estados Unidos sino un retrato opaco acerca del documentalista que lo ha contemplado todo y que sin embargo no comparte nada en lo que supone un interesantísimo juego de dobles espejos con la figura del propio Errol Morris como director y como repetición de uno de sus documentales más celebrados, Rumores de guerra (The Fog of War, 2003). En última instancia el título hace honor a la capacidad de la política por el secuestro del lenguaje y utilizarlo como arma arrojadiza en su propio beneficio. La forma de retorcer las palabras y negar lo evidente a través de la semántica y el eufemismo, en una especie de giro neo-orweliano  que le conduce a negar su conocimiento o implicación sobre las torturas que se llevan a cabo en la cárcel de Guantánamo, en lo que sin duda es uno de los momentos del documental. R.M.

At Berkeley (Frederick Wiseman, 2013)

El veterano documentalista Frederick Wiseman parece haber sufrido un repunte crítico a través del estreno en nuestro país de sus documentales musicales La danza (La danse – Le ballet de l’Opéra de Paris, 2009) y Crazy Horse (2011) pero lo cierto es que desde los comienzos su carrera ha sido conocida por investigar con parsimonioso detalle algunas de las principales instituciones norteamericanas. El estilo cinema verité de Wiseman —término que rechaza pero que sin embargo se ajusta perfectamente a su aleatorio y errático montaje de imágenes— permite al cineasta realizar aproximaciones objetivas sobre los objetos de estudio a la que vez que deja en manos del espectador todo el poso ideológico a pesar que las tesis queden implícitas en sus propios documentales. Con At Berkeley no resulta distinto, no sólo es el análisis de la que quizás es la gran última universidad pública de los Estados Unidos, con todo lo que conlleva ello en tiempos de crisis económica y educacional y cuando la educación superior se ha puesto a los pies del sistema capitalista y de las grandes empresas, sino el núcleo de importantes protestas y movimientos estudiantiles en la década de los 60 y 70. Precisamente de ese enfrentamiento entre el legado de Berkeley y la situación contemporánea surge lo más interesante de la pieza de Wiseman cuando el documental en su última hora se sumerge en una protesta estudiantil, confrontando los intereses de los estudiantes con los del parte del profesorado y el rectorado, que recuerdan sus días de activismo estudiantil mientras se han visto engullidos por el sistema.  Como en su anterior trabajo Meat (1976), uno de los intereses de Wiseman es navegar a través de las aguas de un proceso, de ahí que abunden los segmentos acerca de reuniones presupuestarias, clases docentes, discusiones estudiantiles o debates sobre el estado del césped de la universidad. Existe una cualidad casi hipnótica en este análisis de las maquinarias instrumentales y que también permite al propio realizador falsear una cierta mirada omnisciente acerca del objeto de estudio. At Berkeley es la historia de una utopía irrealizable, del choque entre las ideas y los hechos, del pasado frente al futuro y es que a pesar de su intención de no tomar bandos, el propio Wiseman parece tomar partido por el legado de la propia universidad frente al anárquico presente e ideología de los movimientos del presente. «Aquí no sois más vosotros, ahora sois nosotros», un lema que aparece repetido en las protestas estudiantiles y que parece esa condición de utopía imposible más cercana de la ciencia ficción que de la realidad y con la que el propio cineasta parece comulgar. Para Wiseman, la verdadera maestría consiste en ver su documental y comulgar con sus tesis más que reaccionar ante lo expuesto. Una postura tan simple como cómoda. R.M.

Cronistas

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