La obsesión de Darren Aronofsky

You have to be memorable if you want people to be thinking about it thirty seconds after it happens. I don’t think it matters, the reaction, as long as they’re reacting.

— Darren Aronofsky

Sabedor de que la realidad en la que vivimos se nos presenta sesgada por nuestros propios recuerdos, pensamientos y creencias, Darren Aronofsky se ha convertido en un maestro a la hora de esbozar en sus filmes las preguntas que todo ser humano se ha planteado en algún momento de su existencia: la relación entre vida, enfermedad y muerte; la posición del hombre frente a la naturaleza, y su forma de interactuar con ella; las consecuencias de nuestros actos egoístas, ya sean cometidos contra la Tierra, los demás o nosotros mismos… En cada película, el director escoge un tema principal y una forma de presentarnos sus propias dudas, e incluso se atreve a abordarlas planteando posibles respuestas. Porque a veces Aronofsky se erige, de forma más o menos consciente —esperamos— como un verdadero profeta, aleccionándonos y, no obstante, la mayoría de veces, lo hace como el mismísimo Rey Salomón, tan sabio como ecuánime: equilibrando una ficticia balanza de realidad y fantasía, fe e incredulidad… planteando, justamente, que es necesario analizar todos los puntos de vista.
Así, no es ninguna revelación de este texto el decir que el ser humano fascina a Darren Aronofsky, por lo que adivinar el futuro de la humanidad se ha convertido en el hilo conductor de todas sus películas. Al director le atrae realizar una autopsia del hombre, de sus virtudes y defectos, identificando espiritualidad y carnalidad en el mismo ser. Es en base a esta premisa, a esta obsesión de Darren Aronofsky, que el director centra sus filmes y, por tanto, no nos puede extrañar que construya todo el argumento alrededor siempre del personaje principal, centro de todos sus guiones e incluso de la puesta en escena (no hay más que fijarse en todas las introducciones de sus filmes, que siempre ayudan a conocer al personaje antes incluso de ser mostrado claramente ante el espectador), para desarrollar sus preocupaciones para con el ser humano. Al igual que Scorsese, Aronofsky experimenta, modifica su discurso cambiando sus técnicas de trabajo, el lenguaje con el que se dirige a su público… y, aun así, ver cualquiera de sus películas te hace pensar en él, en ellos, por muy distintas que sean unas de otras.
Por tanto, la aparente complejidad de las películas de Aronofsky responde, exclusivamente, a la particular visión con la que las lleva a cabo, utilizando, eso sí, varios recursos, que no son más que distintas miradas a un mismo tema. Y, hablando de recursos, detallaremos las obsesiones, dudas, preguntas, planteamientos y reflexiones varias que Aronofsky nos ofrece a través del uso de imágenes, objetos e incluso animales que son la fuente de alegorías y metáforas que utiliza el director para sintetizar su en realidad ya pautado discurso de sus diversos filmes.

Hormigas, o el incomprensible duelo que el hombre mantiene con la naturaleza

Hormigas que se pasean por los componentes de un ordenador, por la pantalla que muestra la evolución de la Bolsa, por los restos de un cerebro… Estamos en Pi, fe en el caos (Pi, 1998), película que descubre al espectador la existencia de un orden frente al caos en el que se ha convertido nuestra realidad. Un orden que viene determinado por la propia naturaleza, y que se nos revela a través de las matemáticas: si los números son el lenguaje de la naturaleza, y la naturaleza demuestra ser perfecta… ¿los números pueden ser el vehículo de comunicación de Dios?
Pero hablábamos de hormigas. Está claro que cada vez que aparecen, se acontece una escena clave en el filme, ya sea en el mundo real (si consideramos que las escenas en su habitación, rodeado de ordenadores, son reales, claro) o en las alucinaciones del protagonista. Su presencia, capaz de estropear el ordenador más potente, también es la que puede otorgar el mejor resultado de lo que se está buscando. Así, la hormiga no es más que la manifestación y triunfo de la naturaleza, que comienza una lucha frente a los intereses del hombre: primero ante el deseo de este en superarla, después para demostrarle que no puede priorizar sus propios deseos frente a unas reglas seguramente creadas por seres superiores a nosotros (o por las fantásticas condiciones evolutivas). El primer atisbo de espiritualidad que encontramos en los filmes de Aronofsky aparece ya aquí: Max interpreta que su don le fue otorgado al mirar directamente al Sol, que relaciona con haber visto al propio Dios. Aunque, claro, también puede ser fruto de la cantidad de medicación que se toma. En cualquier caso, que las hormigas recorran el celebro de Max en una de sus muchas visiones ayudan a la interpretación de este concepto: la naturaleza, sabia, nos alerta pero también amenaza. Formamos parte y dependemos de ella, no podemos sobrevalorarnos porque estamos totalmente vinculados. La hormiga, entonces, conduce en el filme la historia soterrada bajo la también importante denuncia sobre la permanente lucha de poderes que enfrenta a los hombres desde Caín y Abel, enmascarada bajo un velo religioso, o económico. Y es que el hundimiento de la Bolsa en el filme no es otra cosa que el advenimiento de la caída del hombre, igual que el diluvio lo es en Noé (Noah, 2014), si no nos damos cuenta de que nosotros mismos somos los que podemos impedirlo. Un mismo concepto reutilizado, amplificado, ya sea para un filme bíblico o de corte claustrofóbico, de acción o thriller psicológico.
Naturaleza, espiritualidad y fe, frente a intereses personales o sociales. Aronofsky busca en sus filmes esta contraposición, intentando evidenciar el desvío que el ser humano ha tomado debido a su egoísmo y necesidad de querer equipararse a Dios. La fe como camino a la revelación, o muy al contrario como vehículo para corromper al hombre, está presente, otra vez, en todas las películas. Algunas veces de forma clara, como aquí en Pi, fe en el caos o Noé. Otras veces, la mención es mucho más sutil: en el cuerpo de Randy un tatuaje de un Cristo nos transporta a la identificación del protagonista —siempre un solitario repudiado en mayor o menor grado por la masa social— con un mártir. Porque todos, absolutamente todos los personajes principales de Aronofsky lo serán: Sarah, Harry, Marion, Tyrone… todo ellos se sacrifican, sin saberlo, para los espectadores, para que la sociedad tome conciencia de cómo podemos acabar si seguimos priorizando nuestros deseos personales con el único objetivo de sentirnos alguien, aunque sea tan loable como para superar el vacío interior que nos provoca el rechazo social. ¿Desde cuándo lo que opinen los demás es mejor que nuestra propia ideología? Tomás lo hace, metafóricamente, para avanzar en su vida, superar el amor de una Izzy que ya se ha dado cuenta de que la muerte no es más que una transición, ya que nuestra propia vida no nos pertenece. Randy se sacrificará para ser fiel a sus ideales, tras ser humillado en su trabajo como carnicero (quizá es la muerte más egoísta y, al fin y al cabo, lo hace también por su público). Nina se sacrificará como penitencia a su individualismo. Noé será capaz de tomar la responsabilidad de decidir sobre el futuro de la raza humana, aun cuando eso puede significar segar su propia vida y la de su familia…
… Y Max sacrifica su conocimiento, utilizando un arma, símbolo del desarrollo industrial del hombre, y, por tanto, de su supuesta supremacía intelectual frente a otros seres vivos, para evitar la destrucción el mundo que ha desvelado tras estudiar los patrones numéricos. Dejando de razonar y dejándose llevar por sus impulsos, tal y como su mentor le recomienda al inicio del filme, será feliz disfrutando de una tarde en el parque.

Ojos, el reflejo de la soledad y la necesidad de auxilio

Verdes, azules, marrones. Que se encuentran, que sonríen, que se asustan, que se dilatan, que se aceleran… siempre en primer plano.
Si bien Pi, fe en el caos se nos presentaba como un aviso, Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000) es ya toda una lección. Con un guion escrito conjuntamente con el autor del libro, Hubert Selby Jr., que asegura haber tenido una experiencia espiritual (en la que se veía a sí mismo renegar de la vida que había llevado hasta justo antes de morir) y por ello se convirtió en escritor de novelas tan oscuras como aleccionadoras, la pantalla partida con esa mirada tan tierna como loca es la forma del director de decirnos cómo acabamos si concedemos a nuestras propias necesidades todo el protagonismo. América, como indica el autor del libro, está llena de personas que han querido alcanzar el sueño americano de la forma que sea, y se han perdido por el camino. No obstante, el director transforma este mensaje, se lo hace propio, y acaba utilizándolo también para que nos apiademos de estos —otros— corazones solitarios. Así, Aronofsky, ayudándonos a conocer el alma de sus personajes a través de sus ojos (una lástima que se eliminase una de las escenas donde estos cogían todo el protagonismo, siguiendo con la imagen fetiche de la película), nos involucrará en sus historias y devenir, obligándonos a empatizar con ellos y, por ende, a sufrir con y por ellos y también por nosotros, ya que el único fin del director es hacernos despertar, que nos olvidemos de malgastar nuestra vida deseando propiedades, o destruyendo nuestros valores.
De Pi, fe en el caos, heredará Réquiem por un sueño esa imagen pautada que regula la toma de las drogas que rigen sus vidas, para evadirse de la realidad. Un recurso que seguirá utilizando en sus filmes, el más similar lo veremos en Noé (serpiente-manzana-brazo a punto de golpear), aquí utilizado como recuerdo del origen de la maldad del hombre, pero es el mismo concepto que el «Finish it» de La fuente de la vida (The fountain, 2006), que “resetea” la historia para que nos focalicemos en lo importante: acompañar a Tomás en la superación de la muerte de su esposa. En El luchador (The Wrestler, 2008), la repetición se manifiesta por los hábitos del protagonista: del ring a la autocaravana, de la autocaravana a la carnicería, de la carnicería al ring… Randy ha convertido su vida en una rutina, y es su culpa que haya acabado hundiendo lo que años atrás era una prometedora carrera. Por último, en Cisne negro (Black Swan, 2010) la repetición viene dada gracias a los espejos, que aunque se explican considerando la metáfora del doble, y aquí nos sirven también para escudriñar la obsesión de Nina para llegar a la perfección, la reflejan a ella, igual que a sus arañazos, a sus inseguridades. La repetición en este caso se pauta entonces por el reflejo, que irá evolucionando para mostrar a Nina su lado oscuro, y que sirve también al director para mostrar los ciclos de la vida, y los errores del hombre. Otra vez, Aronofsky nos sermonea: busquemos el equilibrio en nuestra vida, démonos cuenta de que no somos el centro del universo, y actuemos en consecuencia.
Por otro lado, y aquí ya de forma evidente, el director utilizará las posibles alucinaciones de los protagonistas como reflejo de su fuero interno.  Si ya Max se veía a sí mismo sangrando, con su cerebro en la pica del lavabo o tirado en unas escaleras, ahora encontramos neveras que nos atacan. Así, las alucinaciones, representación de los oscuros pensamientos de los protagonistas, se convertirán también en premoniciones, avisos ¿divinos? con la respuesta a su obcecación. Max acabará haciendo sangrar a su cerebro, por ejemplo. En Réquiem por un sueño, muy al contrario, se trata de introducir al espectador en el dolor y angustia de Sarah o Harry, pensando y sintiendo lo que ellos sienten. La nevera que salta no es más que la imposibilidad de mantener la calma frente al deseo de conseguir el objetivo: más que adelgazar se trata de conseguir salir del anonimato, sentirse vivo. En la única película que Aronofsky no mostrará alucinaciones es en El luchador, y es totalmente lógico: en ella el director se centra en estudiar cómo mostrar para el espectador, de forma hiperrealista, el fracaso de Randy. Por eso no hay alucinaciones que valgan: seguimos al protagonista (recurso que veremos también en Cisne negro, por ejemplo) para sentir, como si fuésemos su sombra, el dolor de saberse perdedor en la vida. El sentido que Aronofsky otorga a las alucinaciones en sus películas como vehículo de sus preguntas y sermones se transforma aquí en El luchador en algo palpable, ya que no hay salida, no hay otro futuro para el protagonista que el que está escrito en su destino. Las alucinaciones no son necesarias cuando el ser humano es plenamente consciente de su condición.

Tatuajes ancestrales, o cómo sentirnos conectados con el origen de la vida

Un anillo que se pierde, y la tinta que lo hace perdurar en nuestra memoria. En La fuente de la vida los anillos de tinta del Tomás del futuro nos recordarán (es decir, Aronofsky nos hará ver) la necesidad de sentir el pasado, de no perder nuestras raíces, de hacer caso de la sabiduría que nos proporciona la experiencia. Esta misma reflexión o lectura también aparece en Cisne Negro, con la figura de la madre o el profesor: Nina desoye sus consejos y, por tanto, su destino, como el de Randy, pasará irremediablemente por el sacrificio.
Tomás recuerda el anillo que le fue entregado por su amada reina, que le ayuda a darse cuenta de la necesidad de sacrificarse por la humanidad y que, por supuesto, no deja de ser la forma en la que Izzy, su mujer, le enseña ya tras su propia muerte que esta no tiene por qué separarles, sino más bien lo contrario. El recuerdo del anillo plasmará ese convencimiento en el capítulo final del relato iniciado por Izzy, con el Tomás del futuro viajando hasta su propia muerte, hacia Xibalba, como forma de resarcirse de sus dudas y mal comportamiento tanto para con su mujer, a la que no cuidó en sus últimos momentos, como con la sociedad, a la que priva de su conocimiento por querer obtener un resultado para su único beneficio. «La muerte es el camino al sobrecogimiento», se dice un par de veces en la película, y en verdad es el mensaje de Aronofsky: no le tengamos miedo, ya que es únicamente una enfermedad de nuestro actual cuerpo.

Vendajes de boxeo, o la necesidad de aferrarse a nuestras creencias

Randy se pone y quita la cinta de boxeo, como si fuese su único amigo, o el único objeto/lugar que le da seguridad. El hombre necesita corroborar sus sentimientos, su razón de ser, con los gestos más cotidianos. El luchador, ya lo hemos dicho, es el único filme de Aronofsky en el que no veremos elementos fantásticos. Parece que el director quisiera alejar de su mente pensamientos más filosófico-catastrofistas gracias a este filme y, sin embargo, es incapaz de dejar de plantearse cómo reacciona el hombre ante la soledad, ante los errores cometidos. De hecho, incluso se nos antoja un filme pesimista, dentro de su filmografía hasta la fecha. En cualquier caso, el gesto característico del protagonista, darse golpes en el codo con la mano contraria, define su evolución: necesita de algo que le asegure la continuidad, el dejar su huella («El corazón solo me duele fuera, el mundo no me hace ni caso», confiesa Randy), igual que la muda de la serpiente en Noé, utilizada para dar la bienvenida a los nuevos hombres y darles un sentido a su existencia, a la tradición de proteger a los suyos. Una piel, que igual que la cinta de boxeo, se enrolla en el brazo para sentir el origen de la obligación a la que han otorgado su propia vida. Además, El luchador parece la otra cara de la moneda de La fuente de la vida: si allí veíamos el resurgir de un hombre frente al horror de la muerte de su esposa, aquí Aronofsky aborda el abandono de la familia por culpa de la misma falta de atención del protagonista.

Un pintalabios rojo, o cómo la tentación nos aleja del camino

Un pintalabios es la puerta a dejar de controlar nuestros impulsos, a ser un poco salvaje, a pensar únicamente en uno mismo y no valorar las opiniones de los demás… Una puerta peligrosa, ya que será la precursora para dejar correr la sangre, tan roja como ese pintalabios.
Nina, cuyas escenas con su estricta y envidiosa madre siempre me recuerdan a cómo y por qué la Carrie de Brian de Palma acaba explotando, se verá envuelta en una autogenerada trama de espionaje, envidias y terrorismo laboral, emplazada en un sorprendente escenario, tan alejado al más convencional que se nos podría ocurrir para emplazar un thriller. Aronofsky escoge el idealizado mundo del ballet para demostrarnos que la tentación acecha continuamente al hombre, en cualquier lugar y en cualquier entorno y, al igual que veremos en Noé, esta tentación puede generar la pérdida de personas que quizá no se lo mereciesen, si no fuese por haberse dejado llevar por la presión del entorno.
Curioso que el director vuelva a recurrir a la alucinación del mismo hombre en el metro que en Pi, fe en el caos, pareciendo que cierra un ciclo: tanto Max como Nina tienen serios problemas psicológicos, por lo que podríamos pensar que sufren el mismo tipo de manía persecutoria y, por tanto, qué mejor que auto-homenajearse haciendo aparecer en la mente de ellos dos al mismo hombre, que no deja de ser su propio inconsciente llamando su atención a gritos, desestabilizando lo que ellos creen ser su propia realidad.

Un mineral mágico, o cómo el hombre evoluciona… para mal

Llegados a este punto, a la última película hasta el momento del director, y tras el recorrido por los distintos temas que ha abordado hasta la fecha, es posible darse cuenta de que Noé no es más que una recopilación de todos ellos. De hecho, hemos ido mencionando la película en cada apartado. Y es que Noé es la culminación del director para adentrarse sin miramientos ya directamente en las sagradas escrituras, desde el punto de vista de la razón, haciéndonos ver que no tiene por qué empañar nuestras creencias. Así, el fuego, y cómo conseguirlo, será el elemento base de Noé: el avance del hombre gracias a la naturaleza a la que, sin embargo, ha dado la espalda. El fuego de Noé lo encontramos en el luminoso mineral. Noé lo utilizará tanto para alumbrar el camino a los suyos como para coartáselo. Tubal-Caín, el precursor de la industria según el Antiguo Testamento, para fabricar armas: el empeño del hombre para conseguir ser superior.
El hombre es capaz de utilizar la belleza de la naturaleza para su propio bien y, no obstante, es capaz de obcecarse en su necesidad de superioridad y acabar malinterpretando los recursos que tan generosamente se nos brindan. De ahí que Dios decida eliminar la raza humana, y volver a empezar. Y en la escena final de Noé, veremos cómo el patriarca utiliza de nuevo el mineral en el ritual final, ya, y de nuevo, con una finalidad positiva. De esta forma Aronofsky vuelve a aleccionarnos: hagamos el bien, respetémonos, para seguir disfrutando de las oportunidades que nos brinda la naturaleza.

Pero siempre, la luz

La luz es un elemento clave en todas las películas. En La fuente de la vida incluso es un personaje más: Tomás, real y ficticio/s, se dirigirá siempre hacia ella: el conquistador atravesará el campo de batalla hasta llegar al árbol de la vida. El Tomás del presente recorrerá pasillos, carreteras, que le llevan a la solución. El ser del futuro se dirigirá a Xibalba para, por fin, terminar su cometido y reiniciar la vida como su creador. En Cisne negro, muy al contrario, los espejos esparcen la luz en lugar de concentrarla, igual que le pasa a la protagonista, cada vez más perdida dentro de su mente, cada vez más dominada por sus propias dudas. En El luchador la luz pasa desapercibida, tanto como lo es Randy para la gran masa social en el punto muerto de su carrera. La iluminación de Réquiem por un sueño, por el contrario, es mucho más agresiva, considerando también el estado mental de los protagonistas. Y en Pi, fe en el caos, la luz es clave para comprender al protagonista, desde que explica su historia de la infancia hasta la secuencia final, así como el uso de los fundidos (técnica también muy utilizada por Aronofsky, sobre todo en sus primeros filmes), en este caso siempre a blanco.
La luz se nos antoja, entonces, la expresión del sentimiento de sus protagonistas, de su estado mental. En Noé también es fácil darse cuenta de que la oscuridad del arca coincide con la debacle mental del hombre para que, finalmente, ya en campo abierto y tras reflexionar sobre sus acciones y actitud, termine encontrando de nuevo su camino.
Hay otros temas que toca Aronofsky, ya no tan relacionados con esa percepción espiritual que parece embargar la vida del director. Por ejemplo, es curioso el tratamiento que le da a la mujer, ya que en cada filme le otorga, como siempre balanceando, una visión u otra: Devi es la que acompaña a Max, que cual mujer de Arquímedes le ayuda a salir de su desesperación y relajarse para encontrar la verdad. Se trata a la mujer como compañera, igual que en Noé, pero aquí Naameh trata de influenciar a su marido, igual que Marion lo hará con Harry para conseguir más droga. Nina demuestra que la mujer tiene un reverso malvado… Quizá la única mujer independiente, decidida y bondadosa la encontramos en la Cassidy de El luchador, y resulta ser, para compensar, claro, una bailarina de streaptease…  ¿Se detecta algo de misoginia en su acercamiento? Quizá, pero para desmontar esta idea está la Izzy de La fuente de la vida, que, simplemente, nos sirve para corroborar lo que ya anunciábamos al inicio de este texto: Aronofsky se cuestiona, investiga, y nos reta. Y siempre es de agradecer ir al cine a que nos hagan pensar.