Humanismo descreído
La preeminencia actual del cine made in USA se asienta principalmente en la diversificación de su amplísima oferta, que va mucho más allá de las producciones destinadas a triunfar en taquilla o acaparar galardones de prestigio internacional. De hecho, encontramos un nutrido grupo de cineastas que, habiendo o no conseguido alguno de estos hitos, pueden y deben ser considerados autores de pleno derecho, entendiendo como tal —si se me permite la definición de andar por casa— al creador que insufla al producto (creativo) una impronta personal y reconocible, ideosincrática en una palabra, digna de reconocimiento por destacar en base a sus méritos objetivos en un ámbito concreto. Son un conjunto de directores que estrenaron sus primeras obras bien entrada la década de los noventa los que mejor encarnan en la actualidad, dada la madurez estilística alcanzada en los últimos años, una corriente renovadora que ha legado para la posteridad varios de los títulos imprescindibles para entender hacia donde se dirige la cinematografía norteamericana en el siglo XXI. Hablamos de los Paul Thomas Anderson, Spike Jonze, James Gray, Alexander Payne, Wes Anderson, Harmony Korine…
Sofia Coppola, mucho más que la hija de su padre, y Darren Aronofsky, por supuesto. En una generación sin apenas rasgos distintivos más allá del interés en proyectar una mirada diferente hacia las convenciones temático-estéticas más representativas de su país de origen —no parece casual que el grueso de sus respectivas filmografías integren una o varias obras encuadrables de alguna manera en el macro-género americana— el firmante de Pi, fe en el caos (Pi: Faith in Chaos, 1998) ha destacado por una consistente inquietud, rayana en lo insano, por llevar las tensiones entre realidad y ficción hasta sus últimas consecuencias, generando una variada gama de emociones-límite las cuales, en virtud de su excelso tratamiento cinematográfico —y aquí radica el quid de la cuestión— se trasladan modélicamente al espectador, que padece en comunión con los roles en pantalla las consecuencias de sus actos, inquietudes y excesos. El cine de Aronofsky es por lo general incómodo, difícil de ver y asimilar; en ocasiones incluso desagradable. Pero nunca de manera gratuita, sino como corolario lógico, inevitable, a los denodados intentos de sus criaturas por trascender la realidad que les ha tocado vivir.
El mejor ejemplo de todo ello lo encontramos en el tremebundo clímax de Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000), tan determinista como furibundo, no apto para estómagos sensibles. Sea a través de las drogas, la cábala o los esteroides, el resultado acaba siendo el mismo, inapelable: transgredir determinados límites ha de volverse inevitablemente contra nuestra realidad tangible, el cuerpo. Y la plasmación verosímil de las funestas consecuencias no pretendería sino generar la debida reflexión. ¿Es Darren Aronofsky entonces un moralista? Qué cada cual valore en base a su sistema de creencias. Para el que esto suscribe la inspiración última de su cine parte más bien de un humanismo en absoluto ingenuo, entre descreído y cruel, que vendría a sustentar conceptualmente la maestría demostrada a la hora de visualizar la decadencia física y mental de aquellos que persiguen a toda costa la consecución de un ideal: tanto El luchador (The Wrester, 2008) como Cisne negro (Black Swan, 2010) —sendas obras mayores— finalizan, pese a los denodados esfuerzos de Randy (Mickey Rourke) y Nina (Natalie Portman) por sobreponerse a un destino que intuimos aciago desde sus primeros compases, en el abismo.
Fatalidad, dolor, locura… pero también espiritualidad, flujo, trascendencia. La fuente de la vida (The Fountain, 2006) —título que a la luz de Noé (Noah, 2014) adquiere una novedosa significación— constituye un intento, tan irregular como estimulante, por dar preeminencia a una temática fundacional sin la cual ninguna aproximación al ser humano está completa. Que su planteamiento entre posibilista e ingenuo jugara en su contra no debería impedirnos ponderar la elegíaca belleza de algunas secuencias, que lograban condensar admirablemente conceptos fundamentales de las filosofías trascendentales. De hecho, de entre las diversas líneas de fuerza que conforman Noé, y que interrelacionadas entre sí delimitan la descomunal lección fílmica que se nos ofrece, la primera a la que accede el espectador, y cuyos ecos no dejan de resonar durante todo el metraje, es la que recrea mediante una prodigiosa conjunción de imágenes, sonidos y movimientos de cámara la magnificencia de la Creación.
En ausencia de Dios
Resulta especialmente meritorio que en una película que parte de uno de los pasajes más iconográficos del Antiguo Testamento —y que, como cabía esperar, ofrece una visión bastante libérrima de este y otros textos— se hayan tomado decisiones de puesta en escena tan valientes como congruentes con la poética visual de su director, que van de la concepción estética de los Vigilantes caídos del Cielo a la extrema sordidez de los asentamientos humanos, pasando por esas majestuosas panorámicas aéreas que expanden el mundo primordial mediante un frenético montaje slow-motion. El concurso de dos habituales de la filmografía de Aronofsky como son Matthew Libatique (dirección de fotografía) y Clint Mansell (música) permite unificar a nivel cromático y sonoro un fluir de secuencias donde lo micro y lo macro, la realidad y su reflejo onírico-mágico se suceden y yuxtaponen, generando un limbo perceptivo que es el que envuelve al propio Noé (Russell Crowe), asolado por terribles premoniciones de lo que está por venir.
Desde el momento en que la catástrofe deviene inevitable el guion coescrito por Darren Aronofsky y Ari Handel sitúa la narración a la altura del hombre sencillo, amante esposo y bondadoso padre, que debe llevar a cabo una titánica tarea enfrentándose para ello con sus temores e inquietudes. La noción de sacrificio por mandato divino, que impregna de principio a fin el Antiguo Testamento, adquiere así una significación profundamente humana, pues arrastra a Noé a la duda primero, después la enajenación, finalmente a la desobediencia y el ostracismo consecuente. El tránsito de héroe a villano homicida (por inacción) no resultaría creíble sin la impresionante interpretación de Russell Crowe, que transita la senda tenebrosa a la que le arrastra su renuncia a la más elemental empatía con una verosimilitud escalofriante. El infierno al que se ven abocados los personajes de Aronofsky se torna de nuevo dolorosamente real, conectando modélicamente Noé con la filmografía pre-existente, inclusive con títulos con los que a priori parecería no tener relación alguna.
Y es que una vez consumado el diluvio, encerrado el protagonista junto a su familia en el Arca que navega al capricho de los elementos, las pasiones empiezan a desbordarse, extrañando la atmósfera hasta hacerla irrespirable —arrojándonos de súbito al universo abigarrado y enfermizo de Cisne negro. Dentro de este armatoste de madera, oscuro y lóbrego, la ausencia de Dios se torna difícilmente soportable. Y en ausencia de Dios, emerge el Hombre; es en este punto donde la decisión de introducir a un antagonista arquetípico de Noé, Tubal Caín (Ray Winstone) adquiere plena significación, pues pese a encarnar todos y cada uno de los defectos que han convertido a la humanidad en merecedora de ser erradicada de la faz de la Tierra no deja de ser un superviviente que se considera asimismo, como producto último de la creación, digno de hacer valer su libre albedrío; o lo que es lo mismo, prevalecer. ¿Tiene sentido entonces suprimir al ser humano del Edén que surgirá tras el diluvio? En una secuencia portentosa, liberadora catarsis de toda la tensión acumulada tras meses de incierta travesía, nuestro hombre sucumbirá finalmente a sus emociones, perdonando la vida a las hijas de Ila (Emma Watson) y Sem (Douglas Booth), reconciliándose por añadidura con su esposa Naameh (Jennifer Connelly) e inaugurando el camino a la redención.
Pese al reclamo de sus secuencias de batallas y destrucciones, que asimilan sabiamente la gramática del cine actual de consumo masivo se diría que para acercarla al gran público actual, Noé no pierde de vista el factor humano, que homogeneiza los diversos elementos en liza, esclarecedor compendio de los intereses que ha venido desarrollando su máximo responsable hasta la fecha, si bien elevados a un nuevo nivel. Tachar pues esta espléndida película, desafiante en el mejor sentido de la palabra, de reaccionaria o moralista implica, en mi opinión, haberla visionado de espaldas. Más allá de la valentía implícita en el abordaje de una realidad tan compleja y sospechosa como es hoy en día la del hecho religioso/espiritual, máxime si emana del compromiso personal, lo que termina por imponerse es un canto a las bondades de la naturaleza marcadamente panteísta, como sucediera en la no menos polémica El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011). Tanto Terrence Malick como Darren Aronofsky se arriesgan a dar su visión sobre un hito fundacional de nuestra especie que a todos nos atañe, porque está en nuestra propia esencia como parte integrante del universo, con independencia de que uno considere que este haya sido creado por un chasquido divino de dedos o una gran explosión cósmica. Ante el arrojo mostrado por creadores de su talla, ¡Qué menos que un acercamiento libre de apriorismos a la obra resultante!