Pi. Fe en el caos

La religión del universo matemático

PI (cartel)Metidos como estamos en las sociedades de las subjetividades, en la apología generalizada de la idiosincrasia individual, podría parecer que la interpretación de la naturaleza como un código matemático descifrable es una ideología obsoleta. Sin embargo, no es solo una doctrina del siglo XVII con interés histórico, sino que sigue vigente como principal modelo científico explicativo. Lo evidencian dos casos. Por un lado, la genética, que aspira a entender la “esencia” de las cosas vivas —en realidad, pretende dar cuenta de su ser al completo— a partir de la descodificación de su ADN. Por otro lado, están las políticas neoliberales, que olvidan —oh, qué curioso accidente— que los ciudadanos agrupados por criterios preestablecidos en sus burocracias son personas reales, no números. Su diseño social dice fundamentarse en estadísticas orientadas a conseguir la máxima eficiencia, lo que aplican copiando el modelo empresarial contemporáneo, que dice que el único criterio con el que se entiende la eficiencia es el del máximo ahorro económico posible. El cuadro completo: al mismo tiempo que la genética tiende a observar a los seres humanos como robots predecibles en potencia, las políticas neoliberales borran directamente los cuerpos, y solo ven representaciones numéricas siempre sesgadas y parciales, que —de nuevo, oh, sorprendente coincidencia— sin excepción terminan por beneficiar a los que ya estaban arriba en la pirámide social, al darles un impulso más fuerte a costa de empujar hacia abajo a los demás. Es una operación masiva de genetización de la sociedad, basada en el ADN económico.

Pi. Fe en el caos (Pi, 1998), el primer largo de Darren Aronofsky, ofrecía una mirada al totalitarismo matemático —mejor dicho, numérico— que rige parte del mundo contemporáneo. Corría diciembre del 99 cuando se estrenó por aquí, no pocos de los que ahora poblamos el internet cinematográfico estábamos en el epílogo de la adolescencia o en los inicios de la juventud. Y Pi nos volvió la cabeza del revés, convirtiéndose en una película de culto generacional. Quizá porque su explicación global, cerrada, del mundo, es cómoda y quita la responsabilidad a los individuos que, pese a que al principio aparentan lo contrario, al final quedan anulados y no pueden hacer otra que dejarse llevar por los cálculos previstos por el Gran Contable. Un punto de vista limitado y superficial, en el fondo inocentón y hasta infantil, y que por eso mismo sentaba tan bien al final de la década de los 90. En aquel entonces, Occidente estaba aún en la cresta de la ola, despreocupado por el esfuerzo intelectual. ¿Acaso hay una actitud intelectual más vaga que creer que los números y las predisposiciones lo van a hacer todo por nosotros?

Pese a la originalidad de la película, la presencia en el cine de la ideología de la matemática como explicación universal no es exclusiva de Pi. De hecho, lo más interesante es que, más allá de ser un tema narrativo, el matematismo es el método con/contra el que se hace la mayoría del cine. Tal vez el cine podría dividirse así: por un lado, las películas cuadradas, perfectas, cerradas, formulaicas en sentido literal; por otro, el cine hecho como arma de combate contra la geometría intelectual, el cine como acto de guerra anti-científico, como canto último de la fuerza creativa de la humanidad. El primer caso es el de la industria cultural, que recurre siempre al 1+1 porque sabe que el resultado siempre será 2. Y a las productoras les interesa plantear la creación de películas como una operación aritmética porque, como conocen que si hacen un 1+1 tendrán invariablemente un 2, pueden planificar con antelación lo que harán con ese 2. Podrán hacer una publicidad de la película siguiendo las fórmulas matemáticas que mejor se adecuen al 2; si han hecho un 2+2=4, pues al 4. Por supuesto, la realidad no es una estructura numérica, nuestras cabezas no son largas hileras de cifras a la velocidad de la luz, como en Matrix. Su 1+1 siempre es 2 pero, en el fondo, nunca pueden estar seguros de si los espectadores somos un 1,8 o un 2,2. Las personas no podemos encajar del todo en las fórmulas de la industria cultural aunque, hay que reconocerlo ante la evidencia de su éxito, es probable que sí lo suficiente como para que sigan pensando que tienen razón y perpetúen el modelo.

Pi

La otra forma de hacer cine matemático es a la contra, como un esfuerzo para demostrar que el mundo no es predecible, que la voluntad humana falsea las hipótesis del totalitarismo numérico. Es el cine de los márgenes de la industria cultural, el cine que incluso se enfrenta a ella con violencia. Sus características son la libertad creativa, la impredecibilidad, la inversión —más aún: la conversión en caos— de las estructuras narrativas. La herramienta para conseguir todo esto es la captura de la espontaneidad. Es una forma de afrontar el cine que se ha visto muy favorecida por la llegada del digital, que permite grabar sin límite y dejarse llevar incluso más que los viejos experimentales. Que lo permita no quiere decir que se lleve a cabo, claro, pero, por ejemplo, infinidad de vídeos de YouTube se fundamentan en la aleatoriedad —caídas, chistes involuntarios capturados en la calle o en un programa de televisión— o en la tendencia a un infinito no matemático ni predestinado, de pura stream of consciousness —como las entradas de los vlogs, muchas de los cuales no se prolongan durante días sólo porque a los vloggers se les acaba la saliva y tienen que ducharse y comer—.

Cuando se produjo Pi, la extensión masiva del vídeo digital todavía no había sucedido. Sin embargo, el cine de Aronofsky tiene a veces cierta apariencia de espontaneidad televisiva, como en El luchador (The Wrestler, 2008), o hasta onírica, como en Cisne negro (Black Swan, 2010). Pero, como es evidente para cualquier mirada un poco atenta, es profundamente autoconsciente. Todo encaja, todo está bajo control. Su cine no es un camino intermedio entre la industria cultural y un cine libre y aleatorio, abierto a capturar “el rayo en la botella”, como decía Brian De Palma. La intensidad narrativa de Aronofsky está calculadísima, tanto que, en el caso más claro, Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000) se plantea y se siente como una partitura musical algo simple pero elaborada con astucia, para dejar pocos cabos sueltos en los cálculos. Por eso, vista con la distancia de quince años de carrera de su director, Pi no es una película extravagante o subversiva. A la luz de las obras posteriores de Aronofsky, las teorías de la conspiración matemática de Pi no tenían el objetivo de fascinar o interesar, no eran un recurso temático escogido por su originalidad. No eran narrativa, sino metanarrativa pura y dura. Pi era una exploración seria —aunque, revisionada hoy, algo fallida y acartonada— de las teorías de explicación numérica del mundo, pero no lo parecía por el tono religioso, anticientífico, con el que el director comprende el fenómeno: los cálculos no solamente pueden explicar todo, sino que todos esos cálculos ya han sido hechos y las matemáticas toman la forma de predestinación. En definitiva, Aronofsky contaba en Pi una novela apasionante que, en el fondo, era una película de tesis. Tras llegar a la conclusión de que no quería contar la novela, sino escribirla, en Requiem por un sueño hizo una de las películas de mayor exactitud matemática que ha dado el cine. Tanto por su montaje como por su descripción de la condición humana como cerrada, tan repetitiva como el aprendizaje de las tablas de multiplicar. Un reflejo inteligente, y sin embargo fiel, de la que es todavía la ideología dominante de nuestra época.