El orfanato 2.0
Siempre he tenido la sensación de que si J.A. Bayona hubiera prescindido de esa especie de happy ending esotérico que coronaba El orfanato (2007) —me parecen un poco alucinantes las comparaciones con el de A.I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence; Steven Spielberg, 2001)—, la película habría ganado un tremendísimo peso específico. Seguramente habría sido menos comercial de lo que pretendían sus responsables, más adusta, no tan complaciente, pero también habría resultado infinitamente más atrevida, mucho más estimulante, por atreverse a romper las expectativas del espectador… Y por ser más cabrona, claro, pero es que ¿dónde está escrito que el cine de terror tiene que dejar buen sabor de boca? —ya dije en su momento que me parecía una película de terror para gente a la que no le gusta el cine de terror—. Algo parecido a lo que ocurre con Purgatorio (Pau Teixidor, 2014) —que la produzca también Belén Atienza y que el guionista habitual de Bayona, Sergio G. Sánchez, haya ejercido de script doctor del libreto original de Luis Moreno resulta muy sintomático—, que, aunque parte de influencias muy diferentes, también acaba imponiendo cierto concepto de la comercialidad por encima de las mejores ideas que plantea, que las hay, dejando a un lado lo que caracteriza al buen cine de género: la capacidad de revolver al espectador, de incomodarle física y moralmente, de obligarle a enfrentarse a sus propios demonios.
Purgatorio tiene algo de polanskiano en su planteamiento narrativo inicial: solamente dos personajes, una mujer (Oona Chaplin) y un niño (Sergi Méndez), encerrados en un edificio vacío, que establecen un juego de poder y de sometimiento en el que se entrecruzan sugerencias fantásticas —algunas, muy estimulantes; otras, algo torpes—. Ahí es donde adquieren consistencia las primeras imágenes del largometraje, en las que la protagonista llega en coche a la desértica urbanización en la que ha comprado un piso nuevo junto a su pareja —no es nada inocente que se haya utilizado para ello el Residencial Francisco Hernando de Seseña, la faraónica construcción de Paco el Pocero—, y que sugieren el aislamiento social al que nos sometemos, en muchos casos de forma voluntaria, en busca del individualismo que hemos aprendido de nuestro contexto contemporáneo. A diferencia de nuestros progenitores, para nosotros los vecinos se han convertidos en seres extraños, molestos, cuando no inquietantes, a los que no sentimos la necesidad de dar acceso a nuestras vidas. Algo que Teixidor refleja convirtiendo una escena en apariencia cotidiana, como cuando la madre que interpreta Ana Fernández le pide a Chaplin que cuide de su hijo mientras va al hospital, en un momento inquietante en su ambigüedad —atención al dominio tonal de Fernández, capaz de pasar de lo lastimero a lo turbador en un solo gesto—… Y que prolonga en la tirante relación entre los dos personajes principales, donde siempre se impone la sensación de desamparo, de fragilidad, de su protagonista, frente a lo que, en el fondo, no deja de ser un reflejo (ajeno) de en lo que podría haberse convertido, con el tiempo, su propio hijo. Ahí está, precisamente, una de las sugerencias en las que la película no acaba de entrar a fondo: en el lado aterrador de la maternidad, como la posibilidad de que tu retoño acabe convertido en un extraño, en alguien a quien no entiendes ni mucho menos controlas.
Mientras se mantiene esa tensión casi física, esa duda constante sobre la lectura fantástica de lo que está ocurriendo —y de si en realidad, idea también muy propia de Polanski, lo que presenciamos sólo está en la cabeza del personaje de Chaplin—, el largometraje mantiene el interés. Sin embargo, a medida que el ángulo esotérico de la trama va tomando preeminencia, Purgatorio va perdiendo fuerza, precisamente porque se diluye la dureza de su lectura social y se empieza a imponer el lado más melodramático de la trama, en una especie de jugueteo constante del guión con el cambio de género. Hay que reconocerle buen olfato a Teixidor a la hora de plantear la mayor parte de las escenas terroríficas, en las que se aprecia la influencia de La casa muda (Gustavo Hernández, 2010): como en la película uruguaya, la cámara se mantiene muy pegada a la protagonista, acercándose al found footage pero sin abrazarlo abiertamente, y jugueteando con el uso de la iluminación —allí eran linternas convencionales, aquí la linterna led del móvil de la heroína— para transformar en algo inquietante un entorno, en realidad, cotidiano. Pero si ésta se atrevía a plantear la subjetividad de lo que habíamos estado presenciando, en cambio Teixidor y Moreno no parecen atreverse a llevar lo más perturbador de su propuesta a sus últimas consecuencias. Ahí está el punto que aleja a Purgatorio de lo que, de haber sido más fiel a su propio planteamiento inicial, podría haber llegado a ser.