The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro

Webbin’2: Electric Boogaloo

I Permítame el lector ponerme autobiográfico. Contextualmente autobiográfico, al menos. No recuerdo mi primer contacto con Peter Parker —o fue en alguna edición de Vértice, o a través de los telefilmes que condensaban capítulos de Spiderman (The Amazing Spider-Man, 1977-1979)—, pero sí mi reconciliación con él tras una preadolescencia más centrada en los videojuegos que en los cómics. Fue allá por los 90, al descubrir las redes hiperdetalladas, los ojos megaexagerados y las posturas ultraincómodas del paso de Todd McFarlane por las colecciones del superhéroe arácnido. El suyo —sobre todo sin el apoyo de David Michelinie en los guiones— era un Spiderman grunge, inequívocamente nineties en su oscuridad y su espíritu torturado, apunte al natural de lo que sería su posterior Spawn. Encadenado, casi sin continuidad, con la infausta Saga del Clon, nuevo intento de oscurecer a Peter Parker, incluso de sustituirlo por un doble teñido de rubio surfero —¿alguien se acuerda de Ben Reilly?—. Vistos desde la actualidad, sin la música de Nirvana en el walkman y superada la actitud depresiva de aquella época, se hace evidente que eran enfoques incorrectos del personaje, ajenos a su auténtica naturaleza —como también lo era, ojo, La última cacería de Kraven, intento de darle a Spiderman algo así como un orn Again»—, que pretendían actualizarlo sin comprender, en realidad, lo que hace que funcione como superhéroe. Tuvo que llegan Brian Michael Bendis, con su Ultimate Spider-Man, para lograr algo aparentemente tan sencillo como desbrozar la historia de Peter Parker, dejar al aire su columna vertebral y permitir que funcione en una época distinta.

II En The Amazing Spider-Man (Id., 2012), Marc Webb y sus tres guionistas, James Vanderbilt, Alvin Sargent y Steve Kloves, lograron un equilibrio complicado: convertir a Peter Parker en un adolescente contemporáneo —en su carencia de esperanza, su necesidad de algún tipo de referencia moral más allá de la superficialidad de la sociedad que le rodea— y, aun así, respetar su naturaleza de héroe proletario, de luchador infatigable, y defensor a ultranza de que «todo gran poder conlleva una gran responsabilidad». Quizá el filme estaba impregnado de cierta oscuridad nineties, inevitablemente heredada de la trilogía del Hombre Murciélago de Christopher Nolan, pero eso no impedía que Andrew Garfield representara con cierta eficacia el papel del nerd que, arrastrado por su sentido de la culpabilidad (y del compromiso), decide poner sobre sus hombros la responsabilidad de defender Nueva York… Mientras, al mismo tiempo, intenta iniciar (y comprender) un romance con la Gwen Stacy de Emma Stone —que si no es la Gwen perfecta, desde luego se acerca mucho a ello… sobre todo porque no es tan aburrida como la origina—. Marcando distancias con la trilogía de Sam Raimi, como no dejaba de ser natural, pero aun así conservando algunas de sus características. ¿El problema? Que recaudó aún menos que la que peor funcionó con Tobey Maguire al frente, Spider-Man 2 (Id.; 2004). ¿Solución? Devolverle la luminosidad al personaje.

III Sobre el papel, desde luego, la decisión era impecable. Una de las diferenciales fundamentales de Spidey ha sido siempre no solamente su sentido del humor —atención al momento del último número de Superior Spider-Man en que el Duende Verde reconoce el retorno de Peter cuando este hace un chiste sobre su bolso—, sino sobre todo su visión optimista, esperanzada, de la vida… Claro que, como antes apuntaba, no todo el mundo sabe captar correctamente el tono del personaje, de ahí que a veces se hayan creado versiones del mismo tan apayasadas que se parecen más a Masacre que a la creación de Stan Lee y Steve Ditko: véase la serie de animación Ultimate Spider-Man (íd.; 2012-?). Y no estoy muy seguro de que, para lograrlo, la mejor decisión fuera poner el guion de The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro (The Amazing Spider-Man 2, 2014) en manos de dos escritores tan temibles —porque representan lo peor del jjabramsismo— como Alex Kurtzman y Roberto Orci, ni mucho menos reunir a comediantes para que sugirieran posibles gags y one-liners para Garfield. Cuando el actor británico mencionaba, en las entrevistas previas al estreno, que una de sus referencias había sido Bugs Bunny, el sentido arácnido que vibró fue el mío… Y no me equivoqué, porque lo que Peter Parker ha ganado, en cuanto a ligereza y cachondeo, con respecto a los cómics, lo ha perdido en cuanto a densidad dramática. En esta secuela, toda sensación de responsabilidad, de gravedad, se ha perdido por el camino —¿dónde queda la intensidad de momentos como aquel de la anterior Spider-Man 2 en que Maguire frena un metro desbocado a base de músculos y telarañas?—: aquí Parker es Spiderman simplemente porque sí, porque cuenta con poderes arácnidos, y la figura de su tío Ben, central para la filosofía del superhéroe, ha desaparecido en favor de unos padres ni tan interesantes ni tan bien dibujados, pero sobre todo de una historia de amor que se hunde en la mediocridad más supina.

IV Pero seamos justos. El problema no es de Orci y Kurtzman, a pesar de que también hayan contribuido el desbarajuste, sino del auténtico caos que se intuye detrás del rodaje, alentado por un productor, Avi Arad, que años ha que hace tambalear la franquicia con decisiones erróneas y cambios de última hora. Como ya ocurría con The Amazing Spider-Man, pero multiplicado por cien, se intuye que, con el metraje rodado, la película podría durar, seguramente, unas seis horas, y que los a todas luces excesivos 142 minutos de metraje son lo más ajustado que ha podido montarse a partir de todo el material que Marc Webb ha filmado para su segunda aproximación al universo arácnido. Y eso provoca la convivencia entre aciertos de tono y, de nuevo, de casting —no solo Stone vuelve a estar estupenda, sino que Dane DeHaan logra un Harry Osborn espléndido, a la vez carismático y humano—, con errores narrativos flagrantes, irregularidades de ritmo y, sobre todo, una superficialidad que, es más que evidente, responde a la imposibilidad de introducir en la película todos los matices que requerirían tantas líneas argumentales cruzadas… Esta vez, el problema no es, como en Spider-Man 3 (íd.; Sam Raimi, 2007), el exceso de villanos —aunque resulta más que evidente que se le ha dado más importancia a Electro (Jamie Foxx) para evitar las comparaciones en el uso del Duende Verde—, sino de arcos dramáticos que vive el protagonista. Nada tiene demasiada importancia, ni adquiere una cierta gravedad, porque el interés se dispersa, se divide, y pierde eficacia a marchas forzadas.

V Puede decirse, pues, que The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro es un ejemplo monumental, especialmente lujoso y caro, de una cierta tendencia del blockbuster hollywoodiense a lo que podríamos llamar al cine zapping, mal heredero de la narrativa televisiva contemporánea, que elude cualquier profundización dramática a base de acumular líneas argumentales cruzadas (y superficiales), set pieces espectaculares y repletísimas de ruido y furia, y montajes musicales que pretenden dar la impresión de gravedad, de reflexión, cuando su auténtica razón de ser es la venta de discos de la banda sonora «inspirada en». No deberíamos conformarnos con una obra tan disconforme, tan mal acabada desde un punto de vista argumental, simplemente por la ambición con la que nos apabulla con imágenes de impacto, desde luego de una espectacularidad sin tacha —me quito el sombrero ante John Mahaffie, el director de segunda unidad, al que se le notan los galones que se ha ganado trabajando con Peter Jackson y en producciones de Marvel Studios—. ¿Por qué una película tiene que acumular tres o cuatro clímax consecutivos, si no es por la incapacidad de sus responsables de decidir cuál es, realmente, el centro dramático de su propio largometraje, y obrar en consecuencia?