10.000 km.

Tú a Los Ángeles, yo a Barcelona

10000_km-cartelYa nadie hace películas sobre crisis de parejas como las de Bergman o Antonioni. Joder, por supuesto que no. No podemos pretender seguir mirando el mundo desde la misma perspectiva que unos señores que nacieron hace casi un siglo. ¿Que tenemos que reverenciarlos? Por supuesto. ¿Que muchas de sus reflexiones siguen siendo válidas desde nuestro presente? Igual (sin pretender compararlas) que las del Libro de buen amor del Arcipreste de Hita. Nuestro contexto social no es, desde luego, el mismo. Nuestra manera de relacionarnos también ha cambiado —la posición de la masculinidad contemporánea está en continua mutación—. Pero también, y sobre todo, ha evolucionado la forma en que nos comunicamos. Y no tanto por lo que nos han absorbido los móviles, las redes sociales, los sistemas de mensajería y la comunicación VoIP, como por la manera en la que han mediatizado nuestro contacto con los demás. Son, literalmente, una ventana al mundo, y como todas las ventanas —y en el fondo, como la narración cinematográfica—, nos deja ver solamente aquello que no oculta la pared que le rodea. Aunque, de forma inocente, queramos pensar que no está ahí. Los smileys y las «cacas con ojos« están muy bien, pero desde el momento en el que nos impiden levantan la mirada y observar lo que nos rodea, ¿compensan?
En cierta manera, 10.000 km (2014) narra el proceso de destrucción de la relación de una pareja que no se atreve a levantar la mirada. Que ignora conscientemente los efectos destructivos de la distancia, pretendiendo poder paliarlos a través de todos los recursos comunicativos que ha traído consigo la red 3.0, creyéndose aquello de «lo nuestro es para siempre», de «nosotros somos diferentes», sin calibrar que una relación se construye sobre el día a día, sobre el roce a roce —negociación a negociación—, y que desde el momento en que dos caminos vitales dejan de ser paralelos, están destinados a separarse y, como mucho, entrecruzarse brevemente en algún momento. Carlos Marques-Marcet —y su coguionista, Clara Roquet: se nota, y mucho (y para bien), la presencia de una mujer en la definición de la protagonista del filme— construye una estructura basada en el off narrativo. Quiere contar la historia de Alex (Natalia Tena) y de Sergi (David Verdaguer), así que busca la máxima desnudez, la mínima interferencia, con la complicidad de dos actores a los que mima con la cámara, a los que acaricia narrativamente en cada plano, estimulando la sutileza en sus respectivas interpretaciones. Todos los personajes, todas las relaciones ajenas están fuera de campo, porque al director lo que le interesa no son las mismas, sino cómo afectan a la relación de pareja que ha escogido como centro dramático. Marques-Marcet cita a Maurice Pialat como una de sus grandes referencias —con No envejeceremos juntos (Nous ne vieillirons pas ensemble, 1972) como espejo en el que mirarse—, e igual que el francés juega con la elipsis para truncar la percepción del público, para dejarle ver, como antes apuntaba, su propia ventana al mundo de los protagonistas del filme. Una ventana que no construye solamente mediante la cámara cinematográfica, sino incorporando de forma absolutamente natural todo tipo de elementos informáticos cotidianos —además de Skype, también Google Maps, Facebook, WhatsApp…—, utilizando de forma plenamente consciente sus pequeñas sutilezas, los lenguajes ocultos que conocemos todos los que los utilizamos.
A partir de dos escenas de sexo que le dan cierta circularidad a la narración, y que definen a la perfección la evolución de los sentimientos de los implicados —de la calidez y la naturalidad de la primera, que evidencia la complicidad entre la pareja, hasta la sordidez y la melancolía de la segunda, que es un «polvo de despedida» en toda regla—, 10.000 km. desgrana la imposibilidad de que su relación romántica, por mucho que se esfuerzan, sobreviva. Por eso mismo, y excepto en los mencionados encontronazos sexuales, Marques-Marcet evita que Tena y Verdaguer compartan pantalla, y los condena a relacionarse a base de puro y duro plano/contraplano. O lo que es lo mismo, a no comunicarse de verdad, porque los obliga a existir, literalmente, en planos diferentes. El director, que sabe hacia dónde los está empujando, y al abismo sentimental al que está guiando al espectador —se intuye el dolor de la experiencia propia en todo lo que ocurre—, remarca así el progresivo enfriamiento de sus conversaciones, el inevitable alejamiento entre dos personas que ya no comparten la vida más allá de la pantalla de un ordenador. Sus esfuerzos por hacerle la reanimación cardiopulmonar a una relación herida de muerte son, en realidad, fútiles intentos de reconstruir de forma artificial ese cariño, esa pasión —cfr. el momento de cibersexo, y cómo Alex, perdida toda excitación, acaba desviando la pantalla del portátil para ocultar su frustración—, que Marques-Marcet dibuja tan bien en la escena inicial del filme, ese espléndido plano secuencia que acaba ejerciendo de Edén para sus protagonistas. Y es que, en el fondo, ¿no buscamos todos recuperar Edenes que, demasiado a menudo, mitificamos desde la grisura de nuestra existencia cotidiana?