«El futuro se vistió con el traje nuevo del emperador»
El mundo puede cambiar sus reglas en cualquier momento. Una guerra nuclear, la caída de un meteorito, la rápida evolución e incluso la sublevación de las máquinas, una pandemia, un error científico que haga bajar estrepitosamente la temperatura de la Tierra… también la toma del poder por parte de un dictador universal, o la desidia de un grupo que acaba dejando que el sistema evolucione hacia una burocratización tan extrema como inútil.
Todos los enumerados serán posibles motivos para el sobrecontrol y ¿explotación? del ser humano como individuo. Por el bien de muchos, y el beneficio de muy pocos. Aunque éstos últimos no nos daremos cuenta.
Así que sobre todo en estos tiempos en los que el devenir de nuestro país, de nuestra sociedad e incluso de nuestro nivel de tolerancia grupal pende de un imaginario hilo, nos permitimos dejar correr nuestra imaginación —y, por qué no decirlo, nuestro mayor miedo— y pensar lo cercanos que estamos de algunas sociedades distópicas, premoniciones ya concebidas en numerosas novelas de principios del siglo XX (las conocidísimas Un mundo feliz de Aldous Huxley y 1984 de George Orwell cómo no citarlas, claro, pero también, la original Nosotros o El hombre demolido de Bexter)…
«Sí, integraremos esta igualdad, esta ecuación magnífica, que abarca todo el cosmos. Enderezaremos esta línea torcida, bárbara, convirtiéndola en tangente, en asíntota. Pues la línea del Estado único es la recta. La recta magnífica, sublime, sabia, la más sabia de todas las líneas»
… incluso frases de algunas de las películas más emblemáticas del género retumban ahora en nuestros oídos con urgencia, y actualidad desmedida.
«Eres un verdadero creyente. El estado te bendice. Las masas te bendicen. Eres obra de la divinidad creada a imagen del hombre. Por las masas, para las masas»
(Nota a la cita del guión de Lucas: como siempre, Estado y religión se aúnan para conseguir oprimir al débil. Incluso imaginando el futuro damos por sentado la potente arma que puede llegar a ser este vínculo).
El origien de una sociedad distópica: diseñando las pautas de la convivencia
«En la sala de espera / De este otoño sin respiración / Cada rostro es la cruz / De un pastor sin rebaño. / Pasan por aquí, quieren olvidar /Su condición de marionetas»
Un Apocalipsis es el motivo principal que permite a escritores como Cormac McCarthy que nos hablen de la subsistencia de pequeños grupos de individuos que se reinventan o, simplemente, perduran tras la prácticamente total extinción del ser humano. Lo vemos en The Road (adaptación para la gran pantalla de John Hillcoat, 2009), El día de los trífidos (novela de John Wyndham, 1951, adaptada también en múltiples ocasiones), o también, guiones influenciados por la edad de oro de la ciencia ficción, Infectados (Carriers, David y Àlex Pastor, 2009). Novelas, y películas, en las que el caos reina y se apodera del sentimiento de supervivencia de sus protagonistas, que normalmente no son capaces (por el trauma, o por conservar sus valores pre-apocalipsis, por ejemplo) de integrarse en un conjunto de personas. En cambio, sí aparecen, ni tan siquiera como subtrama sino como un encuentro fortuito entre ellos y los teóricamente «verdaderos héroes de la historia», esos grupos más o menos grandes que se han unido para alcanzar el mismo objetivo: sobrevivir.
¿Y qué suelen ser, estos grupos? Pues grupos paramilitares. Aunque estén formados por caníbales.
La primera regla para controlar a un grupo de personas, y el fundamento de la formación de la futura sociedad: instaurar una jerarquía, un sistema de premios… el temor a ser ridiculizado ante el grupo, o expulsado si no amolda su particular carácter al del mayoritario grupo, es más fuerte de la defensa de unos ideales propios.
La primera regla es, entonces, establecer(se) un líder, que se rodeará de protectores (matones) que controlarán por la fuerza al resto. Puede sonar duro, pero no imposible. Porque aunque se nos hace difícil pensar en cómo reaccionaríamos ante una situación tan extrema… ¿somos tan naïfs que no sospechamos que pasaría esto en un inicio? La fuerza bruta frente a la sabiduría. Así de simple.
Si hay una película que consigue molestar al espectador por la crudeza de lo que explica, en línea con la reflexión anterior, y cómo lo explica, con un sorprendente ritmo y claustofóbica puesta en escena, esa es The Divide (Xavier Gens, 2011), que se convierte en un absoluto manifiesto de cómo se puede empezar a formar una nueva nación a partir de un reducido grupo de personas que no tienen nada en común. El grupo que queda atrapado en el búnker es una representación casi estadística del tipo de personas que conviven en una sociedad: los líderes, los opresores, los chaqueteros, los débiles, los héroes…. aun confinados en un espacio tan reducido, la necesidad de establecer unas reglas se pone rápidamente de manifiesto. Y, casualidades: suelen ser reglas poco coherentes, impuestas por los más fuertes. El problema es cuando no se comulga con ellas.
La fuerza versus la inteligencia. Pero la fuerza es la que ayuda a levantarse.
Podemos imaginar, por otro lado, que si el hombre no desaparece de forma masiva de la faz de la Tierra, es decir que nos encontramos ante como mínimo ciudades enteras que consiguen sobrevivir bajo esas nuevas, llamémoslas de forma genérica condiciones “climatológicas”, razonablemente podemos pensar que el intelecto podrá poner orden, haciendo caso a la memoria histórica, y diferenciando el bien del mal: si lo que les ha llevado a esa situación ha sido un errático y egoísta comportamiento humano, llegamos a la conclusión – y esperanza – de que, poco a poco, serán capaces de recapacitar, permitiendo que los más inteligentes, los pacíficos, esparzan sus ideas ante el resto del vulgo, actuando en pro de una sociedad libre, unida y feliz. Sería necesario decidir quién gobernaría, el tipo de gobierno a impulsar – o imponer, y el trabajo necesario para que el nuevo mundo fuese sostenible… Y, para que esto funcione, el establecimiento de un código ético, de una forma de pensar homogénea se antoja prioritario.
Reglas y control. Sistema de premios.
Así, queremos pensar que serían capaz de cambiar su forma de gobernar, de priorizar los valores de una sociedad a la que se le brindaría la oportunidad de resurgir de nuevo. Sin clases sociales, libre e igualitaria, en equilibrio. Una sociedad en armonía, una sociedad como la propuesta en Divergente (Divergent, Neil Burger, 2014).
Una utopía, por supuesto.
Sociedades distópicas con vocación utópica: el caso de ‘Divergente’
«Fue un atraco perfecto, fue un golpe maestro dejarnos sin ganas de vencer. Fue un atraco perfecto, fue un golpe maestro quitarnos la sed»
Que una distopía venga envuelta en un papel de regalo tan poco apropiado, a priori, como el de una novela y película juvenil, no tiene por qué disgustarnos. Aunque productos como Los juegos del hambre (The Hunger Games, Gary Ross, 2012) le hacen flaco favor al género, encontramos en Divergente una coherencia en su propuesta tan innovadora como envidiable por la anteriormente citada. Por supuesto Divergente se alza como una película en la que el entretenimiento (ya sea con acción, romanticismo quinceañero u heroísmo de unos protagonistas) es la principal baza a la hora de enganchar al inocente espectador, pero destaca su código moral, en el que basa el funcionamiento, pacífico, de una sociedad que, como decíamos, roza la utopía: el sistema de facciones se nos antoja incluso posible, ya que son extremadamente identificables con personalidades del ser humano que condicionan nuestra forma de actuar.
La segunda regla para controlar a un grupo de personas: Dejar que piensen que tienen libre albedrío.
Cordialidad, erudición, verdad, abnegación y osadía. Las facciones, los cinco extremos emocionales del ser humano. Cinco unidades organizadas de forma independiente que conviven bajo la dirección de un gobierno común para asegurar que los intereses de todos están cubiertos. Así, que ‘abnegación’ sea la facción gobernante es también loable y, en cierto sentido, lógico: qué mejor que esté en el poder el grupo que se preocupa por el bienestar de todos.
No parece una idea descabellada pensar en formar una sociedad en base a las conexiones sensitivas que existen entre las personas afines. Al fin y al cabo, los amigos con los que estrechamos lazos, afines a unos mismos gustos, a unas mismas convicciones respecto cómo vivir la vida, son los que nos acompañarán de forma voluntaria durante nuestra vida. «La facción antes que la sangre»es el lema de Divergente. El pertenecer a un grupo con el que compartes ética y moral, un código común en todas sus lecturas, es mucho más importante que de quién seas hijo y dónde y cómo te hayan criado. Es un concepto sumamente interesante porque, al fin y al cabo, es una forma de asegurar que se te permite estar con la gente con la que te sientes afín.
Sí, el sistema de facciones ideado por Veronica Roth, autora de la saga, es fascinante: integrarse en un grupo social en función de tus valores personales. No los inculcados, sino los intrínsecos a la persona. Porque haber nacido bajo la tutela de la abnegación no tiene por qué definirte como persona, tal y como le ocurre a la protagonista. Por tanto, se permite que cada joven, llegada su hora, escoja la facción a la que quiere pertenecer. El problema que tiene en este caso el joven individuo es saber diferenciar sus propios deseos de ser alguien distinto, a lo que realmente es. Es decir: si lo que crees que eres no es lo que eres en realidad.
Porque esa buscada individualidad que cualquiera puede ansiar tampoco tendrá cabida aquí. Y aunque se darán facilidades para cerciorarse a qué facción se corresponde la forma de pensar y actuar de cada uno de ellos a través de la realización obligada de un test por parte de todos los habitantes de Chicago (ciudad seleccionada para esta particular historia), no se fuerza a nadie a escoger una facción concreta, y no se trata de una ilusión sino de una decisión real que se le permite al nuevo adulto. Eso sí: en caso de no encajar en la facción seleccionada libremente, se proscribe al individuo.
La tercera regla para controlar a un grupo de personas: establecer un código de compañerismo.
En caso de duda sobre a qué grupo se pertenece, el sistema está pensado para que el individuo no se amotine. Sólo los más osados, o “inconscientes”, revelarán su disconformidad… y pagarán su insubordinación con el desahucio. O la muerte. Recordemos si no la infravalorada Equilibrium (Kurt Wimmer, 2002): gracias a la inyección periódica de un suero, se anulan los sentimientos. ¿Qué mejor forma de conseguir que nunca se rebelen? ¿Y qué pasa cuándo lo hacen?
El error se castiga, y así, la falsa ilusión de libre albedrío descubre los deseos de poder y control de los dirigentes electos. Que una distopía esté relacionada con el poder político no nos puede venir de nuevo, entonces (de hecho, el término lo acuñó a en el siglo XIX el político John Stuart Mill). El poder, en todas sus vertientes, es siempre lo más codiciado por el hombre corrupto. No obstante, la base de una sociedad, utópica o distópica, siempre se concibe para el bienestar de sus componentes.
No, no nos hemos equivocado, las distópicas también: la sociedad, ciega, muda y/o sorda como los monos sabios de la cultura japonesa, de forma consciente o inconsciente, acepta su sitio y acata las normas establecidas. Algunos de forma forzosa, otros, no. Pero todos.
Así que, volviendo a pensar en cuál sería el mejor gobierno en una sociedad que tiene la oportunidad de renacer de sus cenizas… ¿a quién dejaremos tomar el control, y de qué tipo?
El control de la sociedad puede venir regida de distintos modos: por una dictadura autoritaria, del tipo V de Vendetta (V for Vendetta, James McTeigue, 2005), en la que se juega con el temor de la sociedad, oprimida, para llevar el control. Ésta no esconde su condición de dictadura. En otras, la inteligencia de unos cuantos idean una forma de mantener unido al pueblo, ya sea por controlar su mente de forma química (Cypher —Vicenzo Natali, 2002—), ya sea bajo engaño sobre dónde viven o cómo viven (Dark city —Alex Proyas, 1998—). El tercer tipo, el que podemos ver en Divergente y que se asemeja más una sociedad utópica, en la que se ha conseguido que los hombres vivan en paz y armonía… hasta que, claro, ellos mismos se traicionen. Está en nuestra naturaleza.
Distopías, sociedades que se nos acaban antojando incómodas, repugnantes, por la verdad que hay tras ellas, y que, paradójicamente, lo son exclusivamente cuando un individuo despierta y es plenamente consciente del engaño. En cambio, nadie dice que, hasta el momento, no funcionase, y fuese lo que necesitase el individuo, y su entorno.
Y aquí llega la provocación: si nadie se da cuenta, ¿por qué se trataría de una sociedad indeseable?
El ejemplo fácil, por supuesto, es el de Matrix (The Matrix, Andy y Lana Wachowsky, 1999), mundo post-apocalíptico que a buen seguro hubiese preferido no conocer Neo, y que Cypher decide ignorar para seguir viviendo en la fantasía creada por las máquinas. Aunque del mismo año y mucho menos conocida es Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak, 1999), que juega, con un desenlace malparado, a poner a un mismo nivel a los humanos y sus «juguetes”, igual que la propuesta de La isla (The Island, Michael Bay, 2005). Juguetes no conscientes de que lo son, claro. ¿Más ejemplos? Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973) muestra un mundo en el que los que recuerdan un pasado mejor se lamentan de las condiciones actuales, pero no se sublevan. El detonante es conocer que se han convertido en caníbales involuntarios. ¿Y? En la reciente Rompenieves (Snowpiercer, Bong Joon-ho, 2013) se demuestra que el hombre puede no tener más remedio que llegar a hacerlo para sobrevivir, adoptando nuevos esquemas mentales para su supervivencia. La película, además, se asemeja mucho a la citada The Divide, viendo aquí cómo la sociedad ya ha evolucionado tras años de convivencia, dividiéndose en estratos sociales y siendo regida por gobernantes tan corruptos como necesarios, que deben provocar los ciclos de la vida de forma artificial dentro del tren. Otra vez: unas medidas crueles, pero necesarias.
Si, como explicábamos inicialmente, tantos han imaginado este tipo de sociedad, ¿se entiende no tiene por qué ser tan mala para nuestro futuro? ¿Acaso no consideramos que una sociedad distópica puede ser la mejor de las respuestas? Sí, nos estarían engañando. Sí, seríamos más felices. No, no tendríamos posibilidad real de escoger. Pero, seamos sinceros: ¿cuál es la diferencia con el siglo XXI? ¿No estamos viviendo ya así en realidad? Enterarse de la corrupción, de la manipulación de los medios. Si no hacemos nada, ¿acaso no estamos ya apoyando esa sociedad?
Ah, pero quizá nos arrepintamos.
Esperanza: un llamamiento al levantamiento
«Habrá que inventarse una salida / Hay esperanza en la deriva / Que el destino no nos tome las medidas»
No deja de ser curioso que se explote siempre, inevitablemente y en todas las novelas y películas, el pensar en el triunfo de los intereses personales frente a los del colectivo con poder. Sociedades corruptas en su interior, sólo conocido cuando alguien despierta para darse cuenta de que la realidad en la que vive no es la verdad absoluta (sea lo que sea lo que esta expresión quiera decir). Por tanto, toda definición de sociedad distópica acaba revelándose contra ella. Como si el novelista o guionista que ha imaginado este futuro, proyección del momento actual, quiera ir contracorriente, haciéndonos despertar, consiguiendo el levantamiento del lector, del espectador… obteniendo la ansiada rebelión popular. Y es que durante el visionado de Divergente no podía dejar de pensar que se trata de una lección que puede sobrepasar la cuarta pared, entre tanta escena de acción e inocente tensión sexual (ambos tipos bien conseguidos, hay que decirlo): enseñemos a los más jóvenes qué es lo verdaderamente importante. Ya que nosotros no hemos sido capaces de hacerlo, provoquémosles a que se levanten.
El tema, claro está, no es únicamente que en función de la cultura, la geografía, o la época en la que el adolescente en cuestión vea el film, va a ser un mensaje más o menos provocativo. Influirá también el entorno, el control ejercido, la moralidad de la sociedad en la que ha crecido y que, lamentablemente, es tan corrupta como las distopías revelan.
Moralidad vs. condición humana y temporalidad. La moralidad de ayer puede no tener cabida en la definición actual, incluso en un mismo país, y, en cambio, en términos generales siempre acabamos en un mismo punto.
Pero, sin ánimo de ser catastrofistas, y haciendo una última reflexión sobre moralidad y esperanza, quizá la mejor distopía de los últimos años sea Carré Blanc (Jean-Baptiste Léonetti, 2011). Porque aunque habla, como todas, de un matrimonio que se da cuenta de cómo se ha visto abocado a un mundo que convive tras un desolador manto de rigurosa falta de emotividad (recurrentes planos secuencia que recorren grises edificios, una fotografía tan apagada como los hombres que los habitan, resignados a que el imperio creado esté a punto de extinguirse…), nos enseña y alecciona, en un segundo plano menos explotado de lo que hubiese sido necesario, sobre las consecuencias que las políticas actuales van a tener en el futuro de nuestras ciudades:
Altavoces que potencian la inexpresiva voz de un gobierno que, consciente del error que fue por ejemplo el aplicar una política de superpoblación, sazonada con un control que con los años ha debilitado y consumido poco a poco a sus habitantes, lucha desesperadamente por evitar la desaparición del hombre en el mundo: una voz que incita a adolescentes, cada vez requeridas de menor edad e incluso ofreciendo proyección frente a sus padres, para que se queden embarazadas y evitar la extinción de la raza.
Carré Blanc, muy al contrario de todos los citados anteriormente, sí muestra la esperanza de que no sea un único individuo, sino los gobernantes, políticos corruptos, los que despierten. Ojalá sea cierto.