Si pudieras entrevistar a un oligarca, ¿qué le preguntarías? Imagina que tienes la oportunidad de hablar con un presidente o expresidente de un país, con un político que ha ocupado cargos con mucho poder y responsabilidad, con un banquero que gana millones al año mientras despide a decenas de miles de trabajadores, con la directora del Fondo Monetario Internacional. Con un hombre cuyas políticas han causado la muerte y desgracia a incontables inocentes —y a un buen puñado de culpables: ¿lo merecían?—. Es el caso de Donald Rumsfeld. ¿Qué le preguntarías?
El mejor argumento que se me ocurre contra el magnicidio, o contra el asesinato de oligarcas en general, es precisamente que, al matar a un poderoso, se pierde una oportunidad única de entender cómo funciona su cabeza. Si se va para siempre, ya nunca se le podrá pedir que rinda cuentas de sus delitos y crímenes o, más sencillamente, no se sabrá qué pensaba, por qué llegó a ser así o por qué creía que se le permitió convertirse en lo que fue. ¿Se daba cuenta de que sus actos causaban miseria y muerte? ¿Y cuál era su postura ética al respecto, si es que tenía? ¿Qué opinión —¡sincera!— le merece todo eso? En una retorcida pirueta, ¿qué le preguntaría el oligarca a alguien que hubiera sufrido trágicamente las consecuencias de sus políticas? ¿Se sentía como un individuo sin influencia en el engranaje del sistema, y por eso no se ve como responsable de las desgracias que provoca su puesto, al entender que con cualquier otro sería igual, que solo le queda aprovecharse de los beneficios personales que le aporta una situación inevitable? Este último es el caso de aquel CEO entrevistado en la ya clásica La corporación (The Corporation, Mark Achbar y Jennifer Abbott, 2004). Pero nada de esto sucede en Donald Rumsfeld, certezas desconocidas (The Unknown Known, Errol Morris, 2013). Morris apenas hace ninguna pregunta comprometedora, ni mucho menos trata dilemas éticos. La estrategia que utiliza es muy similar a la de su Rumores de guerra (The Fog of War, 2003), pero allí funcionaba y aquí no. Quizá porque Robert McNamara era ya un personaje histórico, mientras que Rumsfeld es todavía un personaje periodístico, en el mal sentido de la palabra.
La aproximación de Errol Morris es, siendo benevolentes, voluntariosa. Lo que este viejo zorro se propone es dejar hablar a Rumsfeld, con la esperanza de que vaya surgiendo el verdadero Rumsfeld; si es que lo hay. Que no pueda controlar la apertura de grietas por las que se le vea la patita, reflejos visibles de su presunta psicopatía, fascismo o fanatismo. Sin embargo, Rumsfeld es aún más viejo zorro —o, con más precisión, viejo lobo— que Morris y vive desde hace décadas de controlar lo que dice. Es un maestro de la palabrería vacía y de tirar balones fuera con tanta obviedad como gracia. Alguien me contó una vez que Bush Jr., a pesar de parecer tonto, era todo un caballero y se ganaba a cualquiera en las distancias cortas. Y mi amigo atribuía eso a su militancia en el cristianismo evangélico, porque en sus comunidades hacen la vida social en la iglesia, donde requieren de una corrección y amabilidad máxima, por eso son habilidades que terminan desarrollando mucho. No sé cuál es la afiliación religiosa de Rumsfeld, pero sospecho que su “humanidad” procede también de esa relación parroquiana con los demás. Morris no consigue rasgar el velo de esas apariencias. Es más, ni siquiera lo intenta.
¿Cómo romper esa falsa “humanidad”? Parto de que es falsa porque, claro, estamos hablando de alguien que ha promovido y organizado guerras innecesariamente salvajes. No parece difícil penetrar en esa coraza. Bastaría con dejarle hablar y que vayan surgiendo sus incongruencias y maldades. Pues no. Hay que exprimirlo, hay que hacer preguntas (y repreguntas) incisivas, comprometidas. Hay que acorralar al entrevistado hasta que se vea obligado a buscar nuevas salidas, distintas a los lugares comunes y populistas de las ruedas de prensa, para llegar al menos a sus argumentos racionales. Morris no lo hace y el resultado que obtiene es contrario al esperado: Rumsfeld termina apareciendo como alguien más humanizado que en su imagen pública. Como una persona normal, cuya relevancia histórica parece ser debida a su soltura retórica y funcionarial, sin rastro de su responsabilidad política. Si hubiera que juzgar a Rumsfeld por esta entrevista, solo se le podría acusar de sofista.
El error de Morris no es limitarse a dejarle hablar. Su error es no hacerle las grandes preguntas. La sensiblería y el psicologismo son una de las principales desgracias del cine estadounidense actual, porque la mayoría de argumentos terminan ablandándose y basándose en dramas personales de los personajes. Incluso puros héroes de acción o películas de ideas sociológicas (ciencia-ficción) terminan cayendo en ello, lo cual es un problema porque son conflictos emocionales convencionales, simple cliché, autoimportancia y seriedad impostada. Sin embargo, la reacción sentimental de alguien como Rumsfeld no es banal, y se echa mucho de menos utilizar esa sensiblería hollywoodiense para que se vuelva en su contra. Al estar conectada con una acción política que afecta a buena parte de los seres humanos, sus emociones privadas ante sus actos públicos son un objeto de estudio ético de primera magnitud. ¿Qué piensa Rumsfeld de los niños inocentes que han muerto por sus guerras? ¿Y de las vidas rotas y la pérdida de fe de los soldados americanos que consiguen volver a casa? Por supuesto, es ingenuo pensar que habría dado una respuesta honesta —siquiera una respuesta— de haberle planteado Morris estas preguntas. Pero no es lo mismo tener registrada en pantalla una contestación tramposa —o inexistente— que su ausencia por no haber sido planteada. El director/entrevistador prefiere centrarse en un enfoque histórico, le obliga a repasar su carrera política y sus hitos. Lo que desemboca en una alarmante falta de profundidad. Donald Rumsfeld, certezas desconocidas, termina jugando en la misma liga que las ruedas de prensa o las entrevistas televisivas. Es periodismo histórico sobre alguien que conocemos —los estadounidenses conocen— de sobra desde el punto de vista del periodismo. Es un personaje que pide a gritos un análisis humano, ético, y nos quedamos con un análisis de actualidad televisiva que apenas aporta nada, más allá de un puñado de buenas salidas retóricas y una sonrisa que, de tan utilizada, parece que el propio portador ha terminado por creerse. Y que le sigue funcionando.
¿Merece la pena el nuevo documental de Errol Morris? Por supuesto. Una mirada cercana al poderoso no deja de ser una rara oportunidad y es apasionante por momentos. Pero es una ocasión desaprovechada, como el propio director ha reconocido, al confesar que está insatisfecho con el resultado de su proyecto. De poco sirve su aproximación algo minimalista, o su original idea de estudiar a Rumsfeld a través de sus notas de trabajo, si no extrae lo que el deber moral le obliga a extraer. Teniendo en cuenta que estamos ante uno de los personajes más oscuros de la historia reciente, casi merece más cárcel el bueno de Morris, por haber dejado pasar la oportunidad, que el auténtico criminal de guerra. Y es que, y ya es hora de decir claramente lo que Morris no se atreve o no quiere decir, Rumsfeld es un criminal de guerra y un asesino de masas. Es injusto que el documental no plantee este problema de cara. Que él razone sus motivos o sea puro fanatismo, nos quedaremos sin saberlo. Por eso, solo queda acusarle genéricamente —es decir, éticamente, no racionalmente— de criminal de guerra, sin más argumentos que los que había antes de ver Donald Rumsfeld, certezas desconocidas.