«Keita, ¿qué te parece si nos escapamos?»
«El hijo del Otro». Así se nos presenta el título del film, blanco sobre negro, nada más iniciarse la película. «Otro», en mayúscula y lleno de significado, porque no únicamente hará referencia a que los hijos de las parejas protagonistas fuesen intercambiados al nacer en la maternidad del hospital, sino al momento histórico en el que un error de estas características puede agravar sobremanera la ya de por sí conmoción.
Conmoción de padres, pero también de hijos.
La película pretende profundizar de forma equilibrada en los dos aspectos, humano y político, desarrollando el efecto que puede producir el suceso tanto en el núcleo familiar como en la masa social. Y, si bien la directora nos sumerge adecuadamente en esta doble mirada, combinando escenas más íntimas con las del día a día que sufren los refugiados palestinos (tener que pasar el control cada día de su vida, eso si disponen de un visado) enfrentadas con las jornadas de los modernos judíos israelíes, la gran pregunta que el espectador acabará planteándose será siempre la siguiente:
¿Somos lo que somos, y como somos, por naturaleza, por genética, o por el lugar y el entorno en el que nos hemos criado?
La historia de El hijo del otro es simple, pero lugar donde se ubica, y el discurso narrativo, ayudan a hacerla creíble. Así, la película nos traslada a esta hipotética tesitura, encadenando reflexiones, situaciones que ayuden al espectador a encontrar siempre pros y contras que le permitan apoyar las decisiones de los protagonistas, o a considerar lógicas sus reacciones, y cavilaciones. ¿Soy judío porque soy hijo de judíos, o porque he estudiado la Torah y cumplido con los rituales de la religión toda la vida? ¿Soy una mala madre con este hijo involuntariamente impuesto, si lo que ahora deseo es abrazar al que es biológico, por poco que le conozca? Y aunque uno de los mayores problemas de la película es precisamente que acumula tantas propuestas que es incapaz de escoger y matizar las más importantes, el gran acierto del guión es centrar la carga emocional en la familia judía, y en concreto en los sentimientos de la madre y su “hijo”. Ellos dos serán los conductores de la narración, interactuando adecuadamente con el resto de protagonistas, dejando un poco más de lado a los otros dos padres e hijo (de hecho, mucho más que éste último la película se apoya en el hermano palestino para enfatizar el odio entre los dos pueblos), con el fin de no eternizar las mismas dudas que, irremediablemente, pueden sentir las dos parejas. Por otro lado, el ritmo del film sale beneficiado al centrarse en el hijo que, debido a haber estado en contacto con el conflicto real, puede madurar la situación mucho más rápidamente.
El sentido humano: El Otro, mi involuntario sustituto
El film no se posiciona, como decíamos, exclusivamente en el punto de vista de los padres, sino que aprovecha la experiencia, pero sobre todo convivencia, que un adolescente de casi dieciocho años puede haber experimentado. Sus entornos, personal, religioso y profesional, se tratan desde la mirada que proporciona una edad tan difícil, enriqueciendo muchísimo el desarrollo del film al mostrar cómo, a veces, los hijos pueden tomar decisiones más sensatas que los propios padres. Esto es algo que no podíamos ver en De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni naru, Hirokazu Koreeda, 2013 – cinta que, por su proximidad tanto en el tiempo como en su temática, nos es imposible no citar y comparar). Allá los niños, con seis años, se encuentran en una edad para la que puede parecer menos ilógico el planteamiento de volver a intercambiarlos (por poco de acuerdo que estemos). En cambio, el enfrentamiento a la situación queda, por su difuso calado, tan poco realista en El hijo del otro que incluso se puede afirmar que la reacción de los niños de seis años japoneses está mucho mejor perfilada. Porque el film se olvida de profundizar en el daño que el cambio puede suponer, dejando que esta vertiente, que debería ser mucho más profunda y la palanca de conexión emocional con el espectador, se limita a que éste se pregunte qué haría él en su lugar, sin acompañar en el sufrimiento, o alegría, a los protagonistas. Y lo hace porque se incluyen escenas concretas demasiado inverosímiles que nos alejan de la familia y sus sentimientos (por ejemplo, la de los hermanos en la playa hacia el final del film), evitando una conexión que podría haber sido mucho más intensa si la directora se hubiese centrado en explorar las reacciones, más que extrapolarlas y hacerlas evolucionar demasiado rápidamente. De nuevo con la inevitable comparativa, esto es algo que se resuelve notablemente en el film japonés, todo un ejemplo para demostrar lo sencillo que es plasmar las vicisitudes morales de las familias: viajando en tren, de vuelta a casa, la “falsa” madre, con el niño recostado, le pregunta: «Keita, ¿y si nos escapamos?».
La madre que ha criado al niño siente que es su hijo, de todas todas. ¿Cómo no va a hacerlo?
Y, no obstante, es curioso ver cómo temas universales se enfocan de forma muy distinta en función de la cultura. Seguramente las madres japonesas e israelíes tienen la misma duda, el cómo es posible no se hubiesen dado cuenta del cambio. El film japonés interpone varias veces la excusa de la recaída de la madre tras el parto, y el israelí, simplemente, objetiviza la situación, zanjando la discusión con algo parecido a «pues no, no me di cuenta». Un hachazo moralista directo a las familias que no entienden a las que deciden adoptar. ¿Qué más dará su procedencia, cuando se le quiere, sin duda, como a un hijo propio? Pero, en cambio, es interesante el planteamiento, en este sentido, explorado en El hijo del otro para explicar las emociones de los padres. Independientemente de que, como en cualquier cultura mediterránea, se plantea la pregunta de si la mujer ha sido adúltera, aquí serán los padres los que se nieguen a querer intercambiar a sus hijos. Para ellos siempre serán los niños que han visto crecer. Quizá es un tema cultural, sí. Aunque no hay nada como el final del film japonés, cuando el padre tiene que acabar pidiendo perdón a un hijo que siente, como un adulto, el abandono que ha supuesto el dejarle con la otra familia.
El sentido político: El Otro, mi enemigo
El hijo del otro, aunque no se trate de la intención de la directora, se centra mucho más en preguntarse qué pasaría con el conflicto cultural y político en el que irremediablemente se ven envueltas las dos familias que con la vida de los dos hijos. Y es que, paradójicamente, si algo ha conseguido la realizadora de El hijo del otro es fusionar la duda entre los dos matrimonios con el conflicto israelí. El hermano de Yacine, palestino, es el personaje con más odio, el extremista que enseguida repudia al que durante dieciocho años ha sido su hermano. Un personaje definido demasiado al límite y que parece creado con menos profundidad, pero en realidad será el que acabará desdibujándose intencionadamente de forma más paulatina, convirtiéndose en el personaje que experimenta las reacciones con más sentido de todos los que se nos presentan.
El emplazamiento está totalmente integrado con un film que convierte el lugar para su puesta en escena en un personaje adicional, obligando al espectador a tenerlo en cuenta en todo momento. Por los contrastes con la ciudad de Tel Aviv, por los edificios derruidos… familias con problemas normales en un entorno extremo, en el que ya ni se fijan porque es donde han crecido. Así que es este emplazamiento el que otorga emotividad, mucha más que la de la dramática historia personal entre las familias. A partir de aquí, cualquier alusión cultural (la relación de los sacerdotes judíos con el hijo en realidad palestino, o el carácter de los soldados en los pasos fronterizos), queda más que suspendida, otra vez, en el limbo de quien quiere abarcar mucho. Destacaremos, eso sí, el momento del rechazo del rabino a un joven comprometido con una religión que resulta no ser la suya, según le echan en cara. Una de las mejores escenas de la película.
Unos actores bien dirigidos destensan la recepción de una historia que si no fuese por el trasfondo político se quedaría en simple anécdota. Además, el cierre de la película, voz en off, precipitado y previsible, deja al espectador impotente ante sus propios pensamientos. Porque ve finalizar el film de forma tan atropellada que no le permite digerir la supuesta lección. En su defensa, eso sí, decir que, como mínimo, se aleja de un sentimentalismo que entorpecería la objetividad otorgada al conflicto, algo en lo que la japonesa De tal padre tal hijo sí peca en los momentos previos a su escena final, por otro lado mucho más creíble (o, al menos, eso pensamos) respecto a la reacción y evolución de las dos familias.