Elogio de la diferencia
Resulta evidente que el cine de superhéroes ha terminado por conquistar a las grandes audiencias, a razón de cuatro o cinco producciones anuales con réditos económicos que van de lo aceptable a lo estratosférico; dada esta innegable evidencia, no está de más recordar el carácter pionero de X-Men (íd.; Bryan Singer, 2000), el título que posibilitó la eclosión de un fenómeno llamado a pulverizar todos los records. Si bien son obras tan celebradas como los dípticos dedicados a Superman y Batman por Richard Donner/Richard Lester y Tim Burton, respectivamente, las primeras en acudir raudas a la memoria del aficionado, su concepción menos permeable a la generación de macro-universos ficcionales susceptibles de ser replicados indefinidamente refuerza un estatus propio —sin olvidar, por descontado, su calidad cinematográfica—ajeno además al frenesí hiper-tecnológico del nuevo milenio, en el que sí se inserta, si bien de manera ciertamente embrionaria, X-Men. Para trasladar de manera convincente a la gran pantalla las hazañas de un grupo de héroes y heroínas con todo tipo de superpoderes se hacía imprescindible perseverar en el avance de los efectos visuales CGI, que vivirán su particular edad de oro con el transcurrir del siglo XXI. Y que en el subgénero de superhéroes han encontrado, en aras de la elicitación de experiencias audio-visuales progresivamente más verosímiles —y avasalladoras—, terreno abonado.
X-Men no destaca por la calidad de sus set-pieces, pero ofrece en contrapartida otras excelencias: la impronta de un cineasta especialmente dotado para dirigir repartos corales y generar jugosos antagonismos personales —patente en su filmografía previa— aflora en la conceptualización arquetípica de Xavier (Patrick Stewart) y Magneto (Ian McKellen), cuyo duelo de voluntades sustenta con firmeza el armazón dramático del relato, dos modelos irreconciliables de hacer frente al hecho diferencial mutante. Con Lobezno (Hugh Jackman) y Picara (Anna Paquin) como anclaje para las grandes audiencias, y un nutrido grupo de héroes y villanos a ambos lados del ring, la película funciona porque aúna claridad expositiva con una lúcida reflexión sobre la diferencia y ese temor, tan humano, al predador que puede sustituirnos en la escala evolutiva. El que esta cualidad no se diluya entre combates y explosiones es cortesía tanto de la elegante puesta en escena de Bryan Singer como del sólido guión de David Hayter, pleno de sutilezas y maledicencias: atención al rostro de un espléndido Ian McKellen cuando, en pleno fragor de la batalla en la estación de tren, apunta a los policías con sus propias armas; todo un alarde de suprematismo nextgen.
Quedaba por ver si la apuesta, no exenta de riesgos, sucumbía —o no— al dictamen de la taquilla. El éxito de público y crítica refrendó la visión de Singer y su equipo posibilitando la llegada, tres años después, de X-Men 2 (X2; 2003) —en mi opinión el mejor título de la saga hasta la fecha, y uno de los mejores del subgénero superheróico. A partir del sólido guión firmado por David Hayter y Michael Dougherty, entre otros, la secuela prosigue con la exploración del universo X-Men poniendo el acento en Lobezno y Jean Grey (Famke Janssen), pero sin descuidar dramáticamente a ninguno de los mutantes restantes, inclusive los más jóvenes, que son sobre los que recae el grueso de la carga metafórica del relato —sumamente ilustrativa es la secuencia en que varios protagonistas visitan el hogar de Iceman (Shawn Ashmore), y la reacción de su familia cuando les confiesa que es… mutante. La clave de bóveda que sustenta todas estas tramas subsidiarias, la cruzada emprendida por el Coronel William Stryker (Brian Cox) contra la amenaza encarnada en su propio hijo recapitula modélicamente el principal leit motiv de la saga, propiciando una obligada entente (poco) cordial entre las huestes de Xavier y Magneto, macerada en pasiones y desconfianza mutua, que confluirán en un climax final —apoyado, esta vez sí, en unos convincentes efectos visuales— arrebatado, majestuoso, finalmente trágico. X-Men 2 no se conforma con ser un vibrante espectáculo cocinado al gusto de las legiones de fans del célebre original literario, lo que la convierte en una espléndida película de género que gana enteros con cada nueva revisión.
Fuera por el cansancio acumulado tras dos entregas seguidas dedicadas al universo mutante, fuera por un ataque de cinefilia aguda, la renuncia del director, con la pre-producción muy avanzada, a concluir el ciclo argumental recreado para hacerse cargo de Superman Returns (íd.; 2006) llevándose consigo a Warner Bros Pictures gran parte del equipo técnico, dejó la producción en la cuerda floja, dando lugar a un rosario de re-escrituras de guión, cambios en la silla de dirección y divismos made in Hollywood —a todo ello alude el compañero Tonio L. Alarcón en el capítulo dedicado a los X-Men de su ilustrativa aproximación al cine de superhéroes— que dieron al traste con la posibilidad de una conclusión sino a la altura, al menos en la estela de los filmes precedentes. Bien al contrario, X-Men: la decisión final (X3 (X-Men 3: The Last Stand); Brett Ratner, 2006) constituye un armazón hueco, tan aparatoso como derivativo, en el que comenzando por el propio Ratner, y siguiendo con cada uno de los integrantes del elenco interpretativo, los implicados en el proyecto dan sobradas muestras de no creerse en absoluto lo que están haciendo, ni siquiera intentarlo. Visto el muy mediocre resultado final, un correctivo en toda regla para aquellos aprendices de brujo de la industria empeñados en minusvalorar la labor de dirección y/o escritura de guión, uno no puede sino fabular con el aprovechamiento visual y emotivo que todo un Bryan Singer hubiera obtenido de la confrontación final en la isla de Alcatraz, con esa Fénix (Famke Janssen) vengativa y cruel que antaño fuera Jean Grey arrasándolo todo a su paso, incluido su visceral objeto de deseo. Ímpetu terminal, melodramático, que lamentablemente brilla por su ausencia.
Lo viejo y lo nuevo
En el año de estreno de X-men: la decisión final la marca cinematográfica de Marvel Comics pergeñaba su cacareada Fase 1, con lo que no es de extrañar que Fox Pictures se prestara encantada a seguir exprimiendo la gallina (mutante) de los huevos de oro, valiéndose para ello del ínclito Lobezno, previsible banderín de enganche para las grandes audiencias. Tras los discretos resultados de X-Men orígenes: Lobezno (X-Men Origins: Wolverine; Gavin Hood, 2009) a la que suceden un buen número de proyectos que se quedaran en el cajón, X-Men: primera generación (X-Men: First Class; Matthew Vaughn, 2011) recupera a Bryan Singer —que cerca estuvo de dirigirla— en labores de producción, y con su figura el norte geográfico: la compleja relación entre dos juveniles Charles Xavier (James McAvoy) y Eric Lehnsherr (Michael Fassbender) se enmarca en el contexto histórico de la crisis de los misiles, estableciéndose un inteligente juego de espejos entre el descubrimiento —por parte de los bloques a ambos lados del Telón de Acero— de la amenaza mutante con la paranoia nuclear, encarnada en el maximalista Sebastian Shaw (Kevin Bacon). Una premisa de la que este excelente entertainment saca el máximo partido, apoyándose en una espléndida ambientación —¡qué bien le sientan los sixties al universo X-Men!— y el ritmo, se diría que juvenil, que imprime un inspirado Matthew Vaughn al conjunto, especialmente patente en sus dinámicas secuencias de acción.
Pese a que todo conocedor de la saga estaba al tanto de que el vengativo Magneto terminaría por apoderarse de Eric Lehnsherr, la concatenación de acontecimientos que desencadenan, en pleno fragor de la contienda cubana, su alzamiento como todopoderoso villano y, derivado de ello, el final de la amistad con el otrora compañero de armas impacta poderosamente al espectador, dado el cuidado con que previamente se ha definido la cualidad emocional de su relación. X-Men: días del futuro pasado (X-Men: Days of Future Past; Bryan Singer, 2014) se inicia en un apocalíptico pasado mañana, distopía de una ucronía, pero ubica temporalmente el grueso de su trama en el presente de los protagonistas, que para sus alter ego del futuro es, evidentemente, pasado. El guión de Simon Kinberg reincide con acierto en la difícil asimilación del hecho diferencial mutante en un momento histórico —los Estados Unidos del año 1973— en que aún eran desconocidos para el grueso de la humanidad, así como en las consecuencias que para su supervivencia tendrá granjearse la enemistad de la administración Nixon, espoleada por la doctrina del ataque preventivo del profesor Bolivar Trask (Peter Dinklage). Una pena que no se aprovechen igualmente las posibilidades dramáticas de ese futuro distópico donde nuestros todopoderosos héroes, por primera —y última— vez en su existencia, se enfrentan a un enemigo al que no pueden vencer.
Menos mal que con Bryan Singer de nuevo a los mandos, contando además con el presupuesto más holgado de toda la serie, X-Men: días del futuro pasado derrocha espectacularidad y excelencia visual por los cuatro costados. Resulta interesante valorar a este respecto como pese al cambio de papeles respecto a la entrega anterior —Vaughn figura en los créditos como productor y co-autor de la historia original, idéntico desempeño que Singer en X-Men: primera generación— se mantienen intactas fluidez narrativa y aprovechamiento óptimo de las convenciones temático-estéticas de la década revisitada, esos seventies contestatarios, horteras y lisérgicos que prestan varios de sus escenarios más reconocibles —Vietnam, París, el Washington de las altas instituciones— en aras de una contextualización óptima de los orígenes del conflicto mutante, de funestas consecuencias para todos los directamente implicados; claro que, pese a la gravedad de los acontecimientos en liza, los responsables creativos del asunto no olvidan en ningún momento su estatus de gran espectáculo (pre-veraniego), salpicando el metraje de sucesivas rupturas de tono que subliman delirio —la huida del Pentágono, a mayor gloria de un hilarante Peter Maximoff (Evan Peters)— y pose chulesca. Y es que la abrupta intromisión de Lobezno en una película que no es la suya conlleva un efecto secundario indeseado: alejar el foco de Magneto, inexplicablemente desdibujado en esta ocasión, para atraerlo hacia sí y Xavier, ofreciendo al menos a un espléndido James McAvoy la posibilidad de lucirse en un registro diferente; relegado a un ostracismo autoimpuesto, torturado y consumido por el dolor.
Un dolor propiciado por la traición de su alma gemela, convertida por obra y gracia del odiado némesis en la pérfida —sobre el papel— Mística (Jennifer Lawrence). El tercero de los debes del filme es hacer recaer en el penúltimo icono adolescente la centralidad de una trama que, pese a sus evidentes esfuerzos, le viene definitivamente grande —y sí, cualquier parecido con la voluptuosa malignidad de la añorada Rebecca Romijn es, pues eso, pura coincidencia. Ante los desequilibrios de un guión descompensado y determinadas insuficiencias interpretativas resulta aún más encomiable la labor galvanizadora del firmante de Superman Returns, que haciendo valer su magisterio en lo que a X-Men se refiere apela con elegancia a diversos iconos visuales —esa partida de ajedrez de poderosa impronta metafórica—, conjugando miniatura y espectáculo bigger than life a través de una unidad de estilo en la que confluyen desmesura y emoción, dramatismo e hilaridad. Así, tras un descomunal climax final, operístico de puro grandilocuente —en el que Singer ofrece una lección magistral de cómo aplicar cámara lenta y montaje paralelo amplificando exponencialmente la vibración en el espectador— el epílogo en un futuro alternativo refuerza el carácter recapitulador de X-Men: días del futuro pasado. Sea un guiño cariñoso hacia unos personajes que, resulta evidente, añoraba, sea la enésima muestra de marvelización —en palabras del compañero Álvaro Peña— con la vista puesta en X-Men: Apocalypse (2016) y lo que esté por venir, refleja como ningún otro pasaje previo la implicación personal del principal artífice de la saga, hito irrenunciable del cine de superhéroes del siglo XXI. Un motivo sobrado para incluir a Bryan Singer con todos los honores en el selecto grupo de autores, entre Christopher Nolan y Zack Snyder, del cine comercial contemporáneo.