Todo está inventado» —dicen aquellos que no son capaces de inventar nada. Si quisiéramos ser justos para con la creación, con el hecho de cada día se inventa algo nuevo, deberíamos matizar uno de los lugares comunes más absurdos del arte para, al menos, pulir su evidente ambigüedad: existen arquetipos de los cuales todo se deriva. Es diferente que todo esté inventado a que todas las bases sean las mismas. Aunque es cierto que existen arquetipos, patrones regulares que se repiten de forma constante a lo largo de la historia por servir de reflejo del mundo, lo importante es, en último término, lo que se logra hacer partiendo de ellos; podemos tener un protagonista que personifique «el héroe», con un interés romántico en forma de «la doncella en apuros» y enfrentado a «el villano», pero dos historias con esa triada conceptual no son la misma historia: no es lo mismo Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) que Balada triste de trompeta (Alex de la Iglesia, 2010), por más que pudiéramos reducirlos a un esquema arquetípico compartido. Endeble, lejano, tan lejano que resultaría risible, pero compartido al fin y al cabo. No tiene sentido afirmar que no existe la posibilidad de originalidad, porque lo original es lo que se construye partiendo de bases comunes.
Borgman (Alex van Warmerdam, 2013) supone para la cartelera actual un soplo de aire fresco, incluso cuando no deja de ser una revisitación de un arquetipo muy querido en todas las culturas humanas. La historia de un vagabundo que entra en la vida de una familia, o cualquier otra clase de comunidad, para desbaratarla y acabar destruyéndola a través de actos absurdos nos remite hacia una figura mitológica muy conocida: el trikster, el pícaro, el embaucador. Si queremos buscar referentes para hablar de la película de Warmerdam haríamos mejor en mirar a la mitología bien sea clásica (Loki, Coyote, Anansi) o contemporánea (El Joker) —partiendo, entonces, de que los cómics son nuestra particular narración mítica: iteraciones constantes de arquetipos que evolucionan y cambian de piel adaptándose a las creencias y necesidades de cada tiempo—, que en cualquier película de la cual podamos buscar referentes inmediatos. Aunque podríamos, y deberíamos, disparar en dirección a Juegos divertidos (Funny Games, Michael Haneke, 1997) y no erraríamos el tiro, sería quedarnos con un parecido, en primera instancia, superficial: ambas películas tienen a tricksters por protagonistas, pero en superficie no guardan más similitud entre ellas. Donde Haneke asume el mito para reinventarlo a través de hacerlo un «tramposo divino» de orden cinematográfico, haciendo un uso brillante de la metaficción, Warmerdam nos hace dudar, incluso, de si ha comprendido la esencia de sus personajes.
El pícaro Camiel Borgman se infiltra dentro de una familia acomodada para destruirla desde dentro, pero sus motivaciones no quedan claras. Arropado por una cuadrilla de compinches, no socava «el orden burgués» tanto como los límites de la lógica: su orden de acción es aleatorio, no se sostiene bajo un plan consistente —salvo, quizás, el de hacer involucrarse al máximo de individuos posible en una «opera bufa» que sólo él comprende—, y por ello puede hacernos perder interés. Como thriller, pierde intensidad por la aletoriedad de los actos; como comedia, es difícil conectar cuando no parece haber nada detrás de las risas. Cualquier pretensión de leerlo como una crítica hacia la vida burguesa parte de querer ver algo en un lienzo vacío: no hay razón para pensar que hay nada detrás, salvo una gran broma a la cual, quizás, ni siquiera estemos invitados. O, quizás, somos el objeto de la broma.
Cuando somos conscientes de que es una gran broma y que todo lo que podemos hacer es proyectar, aceptar o no unirnos al juego, es cuando descubrimos la auténtica dimensión de la película: es tan buena o mala, tan llena o vacía de significado, como nosotros queramos proyectar en ella. No existen símbolos ni referencias, sólo un trickster jodiéndolo todo. Como thriller funciona en la medida que podamos proyectarnos como aterrorizados, como parte del orden roto —porque defender la situación como verosímil, o siquiera posible, es aceptar una irracionalidad excesiva para ser humano civilizado alguno—, como comedia funciona en la medida que podamos proyectarnos como riéndonos, como parte de quienes rompen el orden; la película deja en nuestro tejado la posibilidad de ser algo o nada, también de en que lado situarnos, pero en cualquier caso siempre es una broma privada de proporciones mitológicas. La diferencia es que depende del espectador asumir la posibilidad de compartir la broma o no encontrarle la gracia, descargándose el director de culpa en el proceso; Borgman se introduce en nuestra zona de comodidad, la enrarece y nos ofrece una experiencia sin pies ni cabeza que debemos disfrutar por sí misma. Por rareza.
Por más que pese, Borgman ni deja indiferente ni es reductible a uno de los dos polos éxito/fracaso, porque dependen, en exclusiva, de los ojos de quien lo observa. Como broma, todo depende de lo que queramos involucrarnos en ella. Es por eso que Warmerdam se personifica en Borgman, tanto la película como el protagonista, al hacer de sí mismo el trickster que juega con nuestras vidas; es una broma tan excesiva y racional que la película es la broma. Que su director es el pícaro cósmico. Al fin y al cabo, en eso se parece a Juegos divertidos en el fondo: ambas acaban por entender sólo en tanto tricksters jugando al metacine con el cine mismo.