Nocturna 2014

Introducción

Transcurrido un año desde su alumbramiento volvemos a uno de los eventos cinéfilos más agradecidos del panorama patrio: el Festival Internacional de Cine Fantástico de Madrid Nocturna. Agradecido por una buena parte de sus espectadores madrileños, hasta el año pasado sedientos de una apuesta sólida por el fantástico en nuestra ciudad, pero también por otros públicos cuyo acierto en la planificación de los pases compensara las molestias del desplazamiento.

Hago hincapié en la importancia de elegir las sesiones porque, como era de esperar, se han mantenido rasgos de la edición anterior que continúan apuntando a una identidad fragmentada del festival. Por un lado filmes de escaso pedigrí y diversa procedencia, incluyendo directos a soporte digital y plataformas VOD; también algunos títulos fuertes y premieres como The Raid 2: Berandal o Al filo del mañana, los cuales permiten exhibir músculo mediático; y completando el cuadro abundantes reverencias al canon del cine de género, con homenajes que unen a aficionados como restan huecos para propuestas más arriesgadas en el reducido panel de sesiones (apenas unos cuarenta pases) impuesto por la economía de medios del festival, que admirablemente sigue sin contar con subvenciones públicas. Un criterio disperso que lleva a programar en horarios estrella del fin de semana cintas tan accesibles como Invasores de Marte de Tobe Hooper o Mientras duermes de Jaume Balagueró —cosechando esta un fracaso de asistencia inmerecido por su calidad—, o proyectar a la misma hora en distintas salas las películas más esperadas —por ejemplo, Found y la citada The Raid 2…— por no desplazar a la morralla de su franja.

Ante la disparidad de objetivos Nocturna debe considerar dos alternativas: o bien pretender cubrirlos todos y engordar como otros festivales-espejo de las administraciones que nos gobiernan, pastoreando expectativas y tentando bolsillos del contribuyente, o bien definirse y apostar por la vía del riesgo y el descubrimiento que, afortunadamente, ha mantenido esta edición de forma transversal a las distintas secciones, todavía subsidiarias del caduco modelo de Sitges de fantástico estabulado en categorías comercial/de autor/friki. Porque si hay que elegir entre contentar a niños y mayores con reposiciones de Los Goonies y Rojo Oscuro, o sacudir la indiferencia con películas incomprendidas (Extraterrestrial) o incluso suicidas (Lord of Tears), un evento cultural digno de tal nombre no debería ni planteárselo. Y es que hay público agradecido y público agradecido.

Inauguración

The Zero Theorem, de Terry Gilliam (EE.UU.-Rumanía-Reino Unido)

Hay directores cuyas señas de identidad son tan marcadas, específicas y reiterativas que se asemejan a una enfermedad genética incurable. Una vez toman conciencia de sus limitaciones, en lo relativo a su producción futura solo pueden optar por dos caminos: el silencio de J.D. Salinger o la gira interminable de los Rolling Stones. Terry Gilliam, como la mayoría, ha elegido el movimiento perpetuo, quemando en The Zero Theorem los restos mortales de aquellos rasgos que hace dos o tres décadas le identificaban como visionario. Lo vemos en la descripción histérica de una distopía extemporánea —hija de aquel Brazil (1985) orwelliano en un mundo que se intuye más próximo a Huxley—, en la narrativa alborozada de anécdotas con estructura de sketch o en los picados, tomas angulares y planos inclinados que dibujan una geometría de agresión sistémica al individuo y su libertad. La obsolescencia de la crítica social de Gilliam, no obstante, cobra interés si la consideramos parte de un retrato más complejo, el de un exilio interior equiparable, por ejemplo, al cierre de filas de David Lynch en la solipsista Inland Empire (2006). Aun carente de la bula crítica de aquella, la forma y el fondo de The Zero Theorem se ven igualmente desbordados por el miedo a crear, a vivir y, tristemente, a morir. A la par que Christoph Waltz se desnuda también la concepción del fantástico de Gilliam, revelando en ambos casos a un vulgar ser humano.

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Oficial Fantástico

Chimères, de Olivier Beguin (Suiza)

A diferencia de la literatura, abundante en clásicos e incursiones exitosas, las historias de vampirismo constituyen en sí un problema cuando se trata de recrearlas para la gran pantalla, con una alta tasa de fracasos. No pocas veces la imaginería vampírica desborda a autores que, aun seducidos por su atractivo, no son capaces de definirla en una estética consistente con los propósitos del relato. Afortunadamente no es el caso de Olivier Beguin, quien apuesta todo a la emoción como sustento de unas imágenes atrevidas. Atrevidas por su descaro expositivo —digámoslo una vez más, es más difícil mostrar que sugerir— y su insistencia, consecuente con la obsesión que acarrea la transformación sufrida por el protagonista. El director suizo contextualiza su desdicha en una Europa cada vez mejor retratada en el fantástico actual como escenario de tranquila soledad, ajena a los apocalipsis a sus puertas y con bocas del infierno en cada esquina ocultas entre la indiferencia. Es en el momento de cruzarlas cuando cobra sentido el amor o, para ser más exactos, el romance como la locura de la empatía, un cuadro del vampirismo que ya prefiguraba la incomprendida Thirst (2009) de Park Chan-wook. Al igual que en la película del director coreano, el último tramo de Chimères abandona las trazas psicológicas de la pesadilla para aplaudir ese sacrificio sin asomo de sutilidad, con herramientas comerciales de género que no permiten resultados a la altura del metraje anterior. Lo cual, a su manera, es también una forma de venganza.

Extraterrestrial, de Colin Minihan (Canadá)

Inopinadamente, el tándem creativo The Vicious Brothers se ha apuntado dos tantos con una cinta irregular como Extraterrestrial. El primero, evitar el callejón sin salida al que les conducía insistir en la línea de Encuentros paranormales (Grave Encounters, 2011) y un subgénero de found footage ya entonces condenado a la industrialización. El otro acierto, menos tangible, ha sido urdir un relato consistente con el panorama post La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2012), demostrando que para no caer en la normalización no es necesario apartarse radicalmente de las figuras clásicas del género, sino ser consciente de su papel respecto a las propias intenciones. Extraterrestrial ofrece una mezcla tonal entre la comedia y los terrores emanados de arquetipos del survival, del subgénero de zombis o, claro está, el de invasores, y que empieza a tomar altura cuando suelta el lastre nostálgico —Michael Ironside en un prescindible papel-guiño— y pierde el miedo a dejarse llevar por lo que le pide su cuerpo de serie B. En ese estadio de libertad no hay problemas en traicionar fríamente expectativas creadas en torno a los personajes o en abdicar la sátira política en una historia de amor, como obedeciendo a cada momento a convicciones fuertes pero transitorias, arrancando resoplidos y aplausos al público en unos pocos minutos de diferencia. Toda una cura de humildad para el aficionado exigente como un bebé hasta que consigue su biberón.

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Wolf Creek 2, de Greg McLean, Australia

Concederá el lector que para cualquier aficionado al cine de terror de la última década sobra la presentación de Greg McLean. Ahora bien, que el autor de Wolf Creek (2005) y la menos icónica El territorio de la bestia (Rogue, 2007) sea conocido no quiere decir que su obra haya alcanzado un status de culto. Son malos tiempos para su prosa de desierto y carnaza, y transcurridos los años en ciertos festivales no queda de telúrico más que la autocensura, el buen gusto y los clientelismos definitorios del terruño donde se celebran. De momento no es el caso de Nocturna, donde lo último de McLean se alzó con importantes premios de la sección oficial que hicieron justicia a una película más relevante de lo que parece. Detrás del viraje de la saga a la comedia de terror —con un highlight de gore marsupial que pasará a los anales del género— hay un cinismo inédito en sus incursiones anteriores por los parajes australianos y sus horrores sugeridos. El autor parece consciente de que no hay solución de continuidad entre aquella sensibilidad y este sentido contemporáneo, y en un alarde exhibicionista nos enseña la morada del monstruo y su tramoya para después escupirnos de vuelta a nuestro mundo, indiferente a manglares, desiertos y hasta los putos canguros que acaban de ser sacrificados en el altar de nuestra diversión.

Dark Visions

Lord of Tears, de Lawrie Brewster (Reino Unido)

Y llegó la película del festival. Que, por supuesto, no era The Raid 2: Berandal, ni tampoco la ganadora de la sección oficial La cueva, la cual servidor no tuvo más remedio que perderse al coincidir con el pase de la ópera prima de Lawrie Brewster. Las otras citadas llegaban a Nocturna precedidas por entusiastas recepciones de público y crítica en otros eventos. Eso ya no es suficiente. Ahora lo que decide la película del festival no son semejantes avales, propios del mundo 1.0 o prehistoria cultural, sino una masa (a)crítica de tuits capaz de crear un estado de expectación partiendo de la nada. Y si de la nada partimos, a la nada llegamos. Lo mejor que se puede decir de Lord of Tears es que no es una película, sino una pieza audiovisual bastarda de una imaginería sugerente —en torno a mansiones góticas y deidades paganas— y de una concepción clásica del género. La sangre azul de la obra, es decir, aquello que imita al cine, proviene de un guion, sobre el papel, con crescendo dramático y giros que deberían mantener en vilo al espectador. Lo que vemos, por el contrario, es una dirección amateur desde el concepto a la ejecución, basada en la fe en unas pocas ideas visuales que se repiten sin que el conjunto llegue a cuajar, y cuyos efectos secundarios incluyen delirantes set pieces que probablemente disfruten los exégetas de cineastas como Jess Franco. En cierta manera la obra sí que proporcionó la experiencia del festival: ver al público estallar en risas como si reventara una colmena en la cara de la guionista Sarah Daly, aguantando el tipo por Brewster en la oscuridad sin estrellas de la sala 2 del cine Palafox.

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Madness

Savaged, de Michael S. Ojeda (EE.UU.)

Acabado el ciclo natural del torture porn —bastante más tarde de lo que hubieran deseado los conservadores clásicos y los conservadores de vanguardia— la corrección política se ha adueñado de las sesiones golfas de los festivales, dominando un espíritu de transgresión controlada con productos inofensivos como Bicho malo (Bad Milo!, Jacob Vaughan, 2012) o A Little Bit Zombie (Casey Walker, 2012). Sin embargo, películas como Savaged abren una vía de renovación que no solo no desprecia el legado, sino que edifica sobre el mismo la aproximación que necesita nuestro presente. Su trama se asienta sin complejos en el subgénero de rape & revenge, describiendo el calvario que sufre su heroína sordomuda a manos de unos rednecks y su posterior venganza como no-muerta animada por el espíritu de un guerrero Apache (sic). El logro de Michael S. Ojeda (ayudado por la vitalista interpretación de Amanda Adrienne) consiste en ir más allá de las emociones primarias de empatía por la víctima o desprecio por los asaltantes, y dejarnos intuir al personaje cuyo infortunio no nos permitirá conocer. Los secundarios en su ayuda se engranan en el relato invitándonos a salvar la distancia del espectáculo grandguiñolesco y ponernos de su lado, es decir, del lado del Bien. Con toda coherencia Ojeda rubrica el filme con una magia más propia del Spielberg de los ochenta que de un festín de casquería, lo que le valió el Premio del Público con merecimiento y, rara avis en la era post torture porn, dignidad.

Panorama

Delivery, de Brian Netto (EE.UU.)

Un festival de cine de terror sin el típico film derivativo de la saga Paranormal Activity es como una boda sin un cuñado impertinente: muy deseable pero poco representativo de un panorama desgraciado. Porque si solo consideramos Delivery para tomar el pulso del subgénero de found footage, el diagnóstico es clínicamente muerto. Eso sí, un muerto viviente. Mientras haya productores que emulen a Herbert West y traten de reanimarlo con el elixir de las taquillas pasadas, tocará volver a hablar de personajes odiosos, realización plana con la excusa de mostrarnos su filmación sub-amateur y minutos desperdiciados en amagar sustos ante el desconocimiento de otras herramientas para sobrecoger al espectador. Delivery carece del valor artesanal de obras mejor facturadas como El heredero del diablo (Devil’s Due, Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillet, 2014), y tampoco asume el factor riesgo que caracteriza a la saga V/H/S, por ejemplo. Como antes hiciéramos con los slashers de los ochenta, tanto para las bodas como para el metraje encontrado de esta ralea es recomendable aplicar la mirada rigurosa del etólogo, la cual nos permite extraer lecciones de tales retratos de la vulgaridad y el conformismo social. En este sentido la película de Netto es transparente en lo que respecta al discurso institucionalizado acerca de la familia y la maternidad, y sobre lo que estamos dispuestos a hacer para que estos valores coincidan con los que proyectamos ¿cuando todo sale mal? No, cuando todo sale normal.

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The Apostles, de Joe Chien (China)

El director de la primera (al menos en alcanzar cierta notoriedad) película de muertos vivientes taiwanesa, Zombie 108 (2012), vuelve a la carga con la mejor opción que le dejaba su desastroso resultado: la huida hacia adelante. Esta vez con producción de China continental, reparto hongkonés punk de la talla de Josie Ho o Lam Suet y una temática no tan clara. En el cartel y en las primeras escenas vemos a alguien con una cabeza de cerdo blandiendo un gran cuchillo, imagen que remite sospechosamente a la coreana The Butcher (Kim Jin-won, 2008) o a la estética Saw en general. Pronto se revela como un reclamo comercial al comprobar que ni la película mantiene dicha estética ni mucho menos está dispuesta a cargar las tintas en la violencia; en cambio chapotea en las aguas del thriller psicológico, las historias de fantasmas y la ciencia-ficción antes de revelar su esencia de fantasía psicotrónica total. De no ser por la autocensura y el manierismo de género que asolan a las producciones chinas de tiempos recientes, The Apostles no hubiera desentonado en un videoclub hongkonés de los años noventa. Su pobre factura unida a una proyección con calidad de screener configuraron una sesión idónea para la mañana de domingo, cuando al salir de la sala uno ve que luce el sol, la gente lee el periódico, los niños juegan en los parques y, en general, todo tiene aún menos sentido que unos minutos atrás, a oscuras frente a una pantalla descalabrada.

Premiere

La mujer que hablaba con los muertos, de César del Álamo (España)

Es difícil para un festival español librarse de la sospecha de anteponer el colegueo al control de calidad cuando se trata de la exhibición de producciones patrias. Pero si en Nocturna 2013 el interés de Omnívoros (Óscar Rojo) y Otro verano (Jorge Arenillas) justificaba su presencia (dejando aparte la pompa de las premieres), en esta edición tampoco hay motivo para dudar del encaje del film de César del Álamo en la programación. Hablamos de un director alineado con la idiosincrasia del festival en su entusiasmo por los clásicos (ver entrevista de Tonio L. Alarcón sobre su anterior trabajo) y con un enfoque muy directo del género dentro de la precariedad de medios. La mujer que hablaba con los muertos a priori se presenta con un enfoque fresco dentro de la difícil temática de la comedia de terror, un arranque bien construido y la jugosa premisa de una sesión espiritista con misteriosos y estrafalarios participantes. Al cabo de los minutos, no obstante, el interés decae por un guion presa de una sobreescritura que denota inseguridad, y se percibe la dificultad del autor para jugar con las dinámicas entre personajes más allá de la voluntad de sus intérpretes. La naturaleza episódica de los acontecimientos contradice la evidente ambición narrativa y las ganas de divertir al público, al cual, no obstante, trata con mayor respeto que otros productos con la etiqueta-excusa de “gamberros” o “desenfadados”. Un paso insuficiente pero no en falso para un director al que esperamos ver arriesgarse todavía más.

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Clausura

The Raid 2: Berandal, de Gareth Evans (Indonesia-EE.UU.)

Si en 2013 Nocturna se llevaba el gato al agua con la premiere de la película de terror más redonda de los últimos años, The Conjuring de James Wan, este año repetía jugada con la secuela de The Raid, aquella brutal cinta de acción y artes marciales que sacudió el panorama de decadencia sostenida en su género. Curiosamente el salto de Evans como autor en esta película tiene algún punto en común con el de Wan. Decepcionando a los que deseaban una reedición sin riesgo de su obra anterior, el director de origen galés expande el concepto de The Raid llevando la puesta de escena al estado del arte. No se trata de que los combates sean más largos o las coreografías más complicadas. Como Wan, Evans descubre la belleza de formas aún más abstractas de la caligrafía del género, revelándola en unidades artísticamente autónomas dentro de un mismo cuerpo poético y narrativo, como segmentos de un ballet. Para colmar semejante ambición hubiera sido incoherente mantener el esquema de videojuego de la entrega anterior, apostando en su lugar por desarrollar una trama de infiltrados que expande la corrupción de las peleas a todo lo humano. La violencia no es una singularidad del universo, parece decir Evans, sino parte del orden que lo regula. Si The Raid se podía comparar a una montaña rusa, su secuela es un tren que avanza a ritmo constante pero inexorable, permitiéndonos observar la belleza del mundo y sus crueles paisajes.