Vigalondo vs. Internet Hype
Al menos, de momento, no hay ningún otro director de la generación de Nacho Vigalondo al que se le dé tan bien ejercer de media darling como a él. Tiene gancho y carisma cara al público, es un entrevistado agradecido, se maneja bien en las redes sociales, tiene conexiones populares —Álex de la Iglesia, los chanantes, Mark Millar, Jordi Costa…— y (excepto deslices) controla bien su imagen… Podría considerarse un equivalente generacional de otros media darlings de nuestra industria, como Pedro Almodóvar o Santiago Segura, si no fuera por un detalle: el gran poder de convocatoria que tiene —o, como mínimo, parece tener—, sobre todo, entre los medios y los internautas, no se corresponde con la respuesta en taquilla que reciben sus largometrajes. Pese a las expectativas comerciales que, sobre el papel, despertaron tanto Los cronocrímenes (2007) como Extraterrestre (2011), uno diría que, o bien su público potencial se agotó en sus pases previos en festivales, o bien la respuesta de este se quedó corta, y las películas no generaron suficiente «boca a boca» como para atraer nuevos espectadores… Lo que, inevitablemente, nos lleva a otro tema: las imperfecciones intrínsecas de lo que, en realidad, eran proyectos arriesgados, fuera de lo común, en una industria tan tendente a lo conservador como la española. Los cronocrímenes tenía uno de los mejores guiones de género que se han escrito en nuestro país en los últimos años, pero su puesta en imágenes no tenía la misma fuerza; en cambio, Extraterrestre estaba mejor equilibrada a ambos niveles, pero su propuesta se quedaba algo corta respecto a su suculento punto de partida. Era complicado, pues, que convencieran a un público tan despreciativo hacia sus propios cineastas como el español.
A Vigalondo le falta, pues, una película sobre la que sostener su fama como cineasta, que explote al máximo sus virtudes como creador —su amor por el género, su habilidad como guionista, su mano para la dirección de actores— y que realmente logre convencer al espectador medio, más allá de sus propios (y fieles) fanáticos. Y esa película, permítame el lector que sea claro desde el primer momento, no creo que sea Open Windows (2014). Cierto es que, como siempre en el cine del cántabro, la misma parte de un concepto base muy atrevido —y sobre el papel, también muy sugerente—: narrar un thriller con aires a De Palma exclusivamente a través de la pantalla de un portátil. En el fondo, la idea no deja de ser un giro conceptual al formato found footage —al menos, tal y como está planteada en el filme—, que desarrolla ideas narrativas interesantes, sobre todo los saltos visuales entre ventanas, pero al final, intentando oxigenar el relato, acaba recurriendo a demasiadas ideas ya explotadas —p.ej. la grabación rebobinada que interrumpe el metraje principal de [Rec] (Jaume Balagueró, Paco Plaza, 2007), o el portátil como cámara en movimiento de Paranormal Activity 4 (íd.; Henry Joost, Ariel Schulman, 2012)— y, lo que es más grave, no tiene problema en saltarse las limitaciones expresivas que, en teoría, el director se había autoimpuesto. Si Vigalondo quería hacer, con todas las lógicas diferencias de estilo, una versión de La ventana indiscreta (Rear Window; Alfred Hitchcock, 1954) para la generación Twitter, al menos tendría que haber intentado ser tan atrevido, o como mínimo tan fiel a su propio concepto principal, como Rodrigo Cortés en Buried (íd., 2010), y pulir el metraje de ruido ajeno, de elementos sobrantes.
Sin embargo, uno tiene la sensación de que esos altibajos de puesta en escena no responden más que a la necesidad de ilustrar el que es, sin lugar a dudas, el peor guión que ha escrito el director. Frente a la férrea construcción narrativa de Los cronocrímenes, claramente reflexionada al milímetro, en el que cada elemento encajaba a la perfección con los demás —incluso (y sobre todo) en los revisionados— y apenas sobraba ni un solo elemento, en Open Windows ha llevado a cabo un juego de prestidigitación que se desmorona a medida que se va complicando por momentos —a veces, de forma innecesaria—, y que llega a contradecirse a sí mismo a cada giro argumental que desarrolla. De hecho, su principal problema es que está construido en función del impacto que quiere provocar en el espectador, y eso le hace perder de vista tanto la construcción de los personajes —que acaban siendo meros esbozos sin profundidad dramática alguna: los actores poco pueden hacer para aportarles algo de brillo— como, lo que es más grave, algunas de las sugerencias temáticas que la historia parecía querer desarrollar. Siendo, de hecho, uno de los directores jóvenes que mejor ha explotado su presencia en internet y la publicidad (viral o no) de sus proyectos, Vigalondo era, probablemente, una de las personas más indicadas para reflexionar sobre el peso de la fama digital, sobre la angustia de vivir de forma continua bajo el escrutinio público —algo que Sasha Grey representa muy bien desde lo personal, pero no tanto desde lo interpretativo—, pero a la hora de verdad, no incluye más que meros apuntes anecdóticos, superficiales, que no van mucho más allá de lo decorativo. Supongo que puede argüirse que todo es intencionado, y que lo que el director pretendía era elaborar una metáfora sobre las formas audiovisuales contemporáneas, pero permítanme expresar el convencimiento de que puede lograrse lo mismo con un producto mejor equilibrado y más atractivo.