¿Quién quiere vivir para siempre?
Who Wants To Live Forever?, así invocaba el himno de Queen en Los inmortales (Russell Mulcahy, 1986), exaltando la necesidad humana de vivir y de amar eternamente. Pero para Jarmusch la inmortalidad, ese fin metafísico al que aspira desde su genoma cualquier humano, en realidad resulta ser un derviche giratorio, un cíclico devenir sin sentido, como el giro perpetuo del vinilo de la vacua subsistencia.
Sólo los amantes sobreviven, la última película de Jim Jarmusch, es una oda vitalista, una experiencia absorbente, fascinante para la vista y los oídos; todo un festín para los sentidos, a pesar de su presupuesto nietzscheano del «eterno retorno». Posee todos los ingredientes de los platos que cocina nuestro elogiado Jarmusch (pasión por lo underground, exaltación de lo excéntrico, melomanía, romántica fotografía, diálogos ingeniosos y plagados de un humor inconfundible, como ese rico blood ice-cream), pero a su vez esta pieza es un menú diferente, único, como los personajes jarmuschianos. El deleite que provoca es solo comparable al que experimentan Eve y Adam al beber su exquisito elixir sanguíneo, ya que estos elegantes y consecuentes chupa-sangres viven acordes con su moral, intelectual y refinada, y se proveen de esa substancia vital sin causar sufrimiento, saboreándolo como si fuera un Vega Sicilia o un Chardonnay.
Adam, un vampiro inmortal, se encuentra en plena crisis existencial. Eva, en cambio, vive su carpe diem vital en Tánger. Son dos seres nocturnos, separados e interconectados a la vez, enamorados entre sí, pero presos de su propia concepción de la existencia: lo que para uno es hastío y desasosiego, para otra es vitalidad, fortaleza y pasión.
La lucha entre los contrarios es el principio universal que gobierna el ser, según Heráclito, un filósofo griego presocrático. Esta lucha se manifiesta también para Jarmusch a través de una atracción-repulsión constante entre los opuestos: Adam-Eva, mujer-hombre, optimismo-pesimismo, luz-oscuridad, blanco-negro, Tánger-Detroit, moderno-nuevo. Y nada como el género de vampiros para reflejar la permanencia del ser a través del tiempo, en este pastiche perfecto (“nada es original”), que solo un nostálgico como Jarmusch sabe congeniar a la perfección, aunando un fotograma con un iPod en el sempiterno Tánger con otro a continuación de un Detroit post-industrial. Aquí ha compuesto toda un elegía a sus fetichismos y rarezas: las antigüedades en general, sean una guitarra antigua, una bala de madera o un estetoscopio sesentero. Pero estos son tan solo los subterfugios estéticos que rodean y embellecen el contenido: un drama existencial sobre la vida, sus cuitas y las inevitables actitudes personales opuestas ante ella; los que ven el vaso medio lleno y los que lo ven medio vacío. Ella no puede cambiar su optimismo, él tampoco puede dejar su esencia, su angst permanente, por más siglos que viva, por más que ella le muestre que la vida no tiene sentido, que solo puede intentar disfrutar de la amistad, de las pequeñas cosas de la vida: su esencia le conlleva a la insoportable levedad del ser. Y es precisamente en esas realidades contrapuestas donde radica su atracción infinita, pero también su verdadera imposibilidad de convivencia.
Puede que el exceso de evidentes metáforas, que el propio realizador reconoce («quizá me pasé un poco»), sus múltiples referencias culturales (su elogio a Marlowe, Dr. Strangelove, Dr. Watson, Dr. Caligari, Fibonacci, Basquiat, Kafka, Twain o Poe), y su obsesión por desmitificar la figura de Shakespeare («no creo que él escribiera nada»), le confieran cierta pretenciosidad al conjunto, si se toma demasiado en serio el filme. Pero el incombustible y soterrado humor de Jarmusch —al estilo de Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985)—, convierte a esta película en algo más allá del subgénero romántico-vampírico: en una exquisita delicatessen cinematográfica de aspecto baladí, la mejor manera de tomarse en serio tanto el cine, como la vida.