Transcendence

Fronteras del conocimiento

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A lo largo de su historia, la ficción ha aprovechado los desafíos de la ciencia para armar relatos en los que despuntasen sus implicaciones morales, esos pactos fáusticos que todo investigador contrae cuando intenta traspasar las fronteras del conocimiento. Mientras Karl Popper redactaba, al calor de los ensayos nucleares, una exhortación a la responsabilidad del científico, numerosas películas trasladaban esa exigencia a esquemas sencillos donde el mad doctor pagaba cara su ambición creadora. Sin embargo, el cine siempre ha sido lo suficientemente pícaro como para fintar las cuestiones morales de la ciencia y proponer toda una imaginería alrededor del progreso y del porvenir del hombre. Sin duda, la inmortalidad o la continuación de la vida por otros medios son dos de los retos que más ficciones han inspirado. Preservar la conciencia, diseñar un espacio en el que mantener esa identidad que tanto nos ha costado construir, alcanzar una nueva etapa dentro de la condición humana; todas ellas son aspiraciones que la ficción ha colmado en novelas, series, películas o videojuegos en los que, de la manera más elemental, se apelaba a esa raíz profunda que cualquier persona estaría dispuesta a proteger ante su eventual desaparición. Porque nos cuesta aceptar que en algún momento dejaremos de ser.

Transcendence (íd., Wally Pfister, 2014) recoge el espíritu del anterior párrafo con el ánimo de un alumno aplicado que quiere construir un relato que lleve un poco más allá las premisas sobre las que se ha cimentado el género. De ahí que la película se mueva en dos direcciones: como thriller tecnológico que toma a Internet como modelo para crear una utopía digital y como narración íntima de su protagonista, incapaz de aceptar que la vida, tarde o temprano, deja de ser. Ambos caminos se encuentran en un punto determinado del filme, cuando la frustración del personaje interpretado por Rebbeca Hall propicia la construcción de un entorno virtual gobernado por la conciencia descargada en la Red de su fallecido esposo. Sin embargo, Pfister siempre tiene un ojo puesto en el pequeño drama del matrimonio, no tanto en una acción a la que se acerca con paso torpe y ritmo asmático, con la sensación de pisar un terreno en el que demasiados directores han dejado su impronta. Quizá porque, como señalaba Spike Jonze a propósito de Her (íd., 2014), todo ese entorno tecnológico es contextual. Lo importante corresponde al conflicto que agita a la protagonista cada vez que observa hasta qué punto su rechazo a la pérdida ha alimentado ese mundo que empieza a devorar a aquel otro que conocía.

En la película de Pfister se nota un clima de vigilancia y necesidad, de todo lo bueno y lo malo que achacamos a la tecnología y que, en cierto modo, proviene de nuestras propias relaciones humanas. He ahí esa escena en la que Evelyn Caster cena frente a la pantalla que proyecta la imagen digital de su marido Will. Atenazada por el miedo a que este no sea más que una proyección informatizada de aquellos elementos que lo definen superficialmente, la mujer reprocha al ordenador que imite el ruido de platos y cubiertos como si aquel estuviese cenando a solo un palmo de la mesa. De repente, la necesidad de tener a Will junto a ella se ha convertido en la vigilancia que nota al pensar que la computadora pueda perfilar una versión de su esposo a partir de las reacciones que Evelyn siente cuando interacciona con él. Por un momento, Pfister se distancia de la pequeña escena matrimonial para mostrarnos el entorno, un cubículo hipertecnificado en el que cada recuerdo de la pareja aparece replicado con la frialdad de una memoria que se desvanece lentamente. En ese preciso instante en el que Evelyn siente el temblor de una realidad que se desmorona ante el empuje de otra, ante esa trascendencia que su marido propuso como utopía que, tarde o temprano, alcanzaría el grado de realidad.

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Como expone Black Mirror (íd., Charlie Brooker, 2011-?. Channel 4), no estamos lo suficientemente preparados para continuar la vida por otros medios. El conflicto nace de esa incapacidad, no de la tecnología; de las frustraciones que volcamos sobre ellos al no encontrar el error, el titubeo, el paso en falso o el no lo sé, al no saber vivir sin eso. Sin lo elemental. Ante la enfermedad de Will, Evelyn actúa de manera egoísta; quiere preservar al hombre, no tanto al científico. El problema, lo sabe, es que no hay forma de separar una cosa de la otra. Quizá sin pretenderlo, Pfister consigue que todos los personajes del filme sean tan unidimensionales que la única diferencia que abra una brecha entre ellos pase por esa debilidad humana que sacude cada decisión que tomamos. Como cuando Evelyn palpa el rostro de su marido en la pantalla, un gesto del pasado que ya no tiene comunicación con el presente, que ha perdido su raíz. Es ahí donde Transcendence lleva a cabo su ambicioso salto de longitud, al mostrarnos ese dolor que no podemos encajar en la utopía digital que está larvándose. Porque aquella todavía no ha alcanzado el estadio en el que sepa responder al error, al titubeo, al paso en falso o al no lo sé, que nos convenza de que se puede vivir sin eso.

Frente a la trascendencia, el pequeño gesto de aceptación. Mientras tiene lugar el ataque de los humanos a la inteligencia artificial, un matrimonio lleva a cabo el ensayo final para su despedida. Gracias a la nanotecnología, Will ha conseguido sintetizar su mente en un cuerpo que reproduce su aspecto original. Evelyn lo observa, tal vez preguntándose si olerá como su marido. Para ambos, el dilema moral de la historia se concentra en el rechazo que sentimos ante la réplica de lo humano; ¿ha logrado Evelyn hallar esa raíz de la conciencia de Will en su formato digital? ¿Ha logrado Will preservar su identidad a medida que crecía desmesuradamente a través de Internet? En Transcendence siempre se repite un gesto hermoso, un momento de duda, cuando Will resucita en el interior de un ordenador o cuando Evelyn se inclina a besar al que reconoce como su marido. La sencillez de ambos instantes no oculta el tremendo salto que Pfister confía a la historia, como si cruzar al otro lado del espejo o plantar la mitad del cuerpo a cada lado no fuese tan difícil. Es su manera de expresar esa frontera del conocimiento que la ciencia siempre aspira a acercar. Por eso elige concluir el filme con la promesa de otra utopía, esta vez, emocional. Frente al thriller tecnológico con final aparatoso, Transcendence gira por última vez la vista hacia el drama íntimo que ha punteado cada tramo de la película.

Tras eso gesto conmovedor con el que retrata la desaparición del matrimonio protagonista, la película nos desliza eso que su contexto tecnológico ha camuflado durante el metraje: que siempre hay en las emociones más elementales una aspiración de eternidad, una pregnancia y un poder de contagio que logran que lo que ha dejado de ser, a veces inexplicablemente, siga manteniéndose con vida. Porque nos cuesta aceptar que eso que ha sido tan importante, una memoria compartida, el detalle más minúsculo o el amor más rotundo, no pueda continuar por otros medios. Esa es la verdadera utopía que Transcendence se empeña en construir.