El tiempo, Dios, la mirada
Para Óscar Brox. Porque llevaba razón y siempre escribimos mejor cuando queremos decirle algo concreto a alguien. Esa es, después de todo, la Verdad del texto.
01. Un plano que funciona como un pórtico
Sería lícito comenzar por el ejercicio de la escritura. Por ejemplo, desde tres planos:
Se dice que un personaje llamado Robin Wright acude —las partículas at en la versión inglesa y dans en la francesa ofrecen la clave— a un congreso. Y que ese congreso es, además, una película de Ari Folman. El uso de la fórmula de apertura, no por conocida, es menos aquí menos importante. Robin Wright, a la que conocemos, se ha comprometido con el espectador mediante las huellas escritas de la enunciación, a permanecer durante un espacio y un tiempo ante nosotros, o mejor aún, a formar parte de esa película que aparentemente pertenece o está firmada por Ari Folman.
Y tal y cómo se ha prometido, la Wright comparece ante nosotros:
La suya es, sin embargo, una mirada difícil de descifrar. Clavada sobre el eje óptico de la cámara, se ofrece en su sufrimiento a nuestra mirada. Pero a la vez, sin embargo, reclama algo de nosotros. Su frialdad, su angustia, están congeladas en ese único plano inicial. De pronto, una voz en off emerge desde el contraplano en off.
“Robin”. Pero, ¿qué Robin? ¿Se trata de la Robin Wright que se anunciaba en el crédito inicial? Ese nombre es tan capital, después de todo, que abre el universo de la cinta dos veces: en el crédito y en la palabra que nombra. Y es que, ya lo sabemos, para que las cosas existan es necesario nombrarlas, o en el caso del cine, escribirlas en el interior del relato. De hecho, la voz del contraplano exige: «Mírame, Robin».
Pero Robin, sin embargo, aparta la mirada. El cuerpo que habla, que exige su mirada, está situado a la derecha del encuadre y por lo tanto, el espectador recupera su posición ausente, flotante, en el interior del espacio fílmico.
Como flotante es también casi todo lo que parece estar afuera en ese mundo que se despliega mientras la cámara se aleja dulcemente hacia atrás: cometas, aviones, tiras de plástico que juegan al viento. El encuadre es un prodigio de disposición espacial entre la interioridad (esa mujer llamada Robin que llora por culpa de sus malas decisiones) y la exterioridad (ese universo hermoso, sugerido gracias al fuera de foco, prometido a través del ventanal). Un espacio que posibilita la mirada: cualquiera podría asomarse para ver a esa mujer llorar, y sin embargo, ella ha comenzado la cinta llorando para nosotros, ofreciéndose a nuestra mirada.
En el plano/pórtico de El congreso, Robin Wright llora.
02. Escisión
El congreso tiene al menos dos escrituras. La primera corresponde a eso que se ha venido llamando “imagen real” —habría mucho que discutir al respecto— y está compuesta principalmente por movimientos de cámara suaves, planos prolongados y largas conversaciones construidas generalmente sobre la disposición del eje de miradas. La segunda se dispone en fragmentos de animación, y entonces la forma fílmica se expande, aprovechando mucho más el uso de puntos de vista inverosímiles para la cámara, o una mayor violencia mediante un montaje sincopado, y por supuesto, un uso cromático mucho más violento. La brecha entre los dos mundos compone, por supuesto, la experiencia del espectador.
En la escena anterior Robin Wright lloraba por su pasado, o quizá por la furia que le provocaban las palabras de Al (Harvey Keitel), o puede incluso que por la enfermedad de su hijo. Tanto da. Lo importante es la huella que sus lágrimas imprimen sobre la pantalla y que, de una u otra manera, supusieron la base de las teorías fílmicas del realismo de los años cincuenta. Dicho brutalmente: André Bazin y Sigfried Kracauer estaban en esas lágrimas.
En esta misma dirección, hay que recordar que Kracauer escribió explícitamente en su Teoría del cine contra la animación, considerándola un medio ineficaz —prácticamente anticinematográfico— para hacer justicia a un arte cuyo verdadero compromiso era con la vida, y por extensión, con la verdad. Para Kracauer, el cine debía servir como el mecanismo para mejorar nuestro entendimiento del mundo, para dar cuerpo a lo cotidiano mediante la potencia del punto de vista, hacer emerger la sorpresa que encierra el mundo que nos rodea. El cortocircuito en la teoría de Kracauer, por supuesto, es el poder de la simulación, de la máscara, la fantasmagoría. Es decir: el cine como máquina desveladora no tanto de la verdad, sino de lo vivido en el tiempo a través de la mirada.
Tomaré un ejemplo. En la primera visita de Robin y Al a los estudios de Miramount, la actriz se detiene a observar uno de los carteles colgados en la pared.
La enunciación propone una rima mediante dos travellings de acercamiento sobre el rostro tomados desde la angulación opuesta: Robin Wright mira su imagen dibujada que, a su vez, mira a Robin Wright. El canal que permite ese mecanismo es un espectador al que quizá se le presupone el recuerdo emocional de La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1987). Tampoco es necesario identificar la cita para experimentar el temblor de lo que hay: un espejo quebrado, una visión imposible del ser desde un tiempo congelado (el pasado, ese “antes de las malas decisiones”) hasta la dolorosa actualidad de estar aquí, presente.
El cartel funciona como un espejo acusador entre dos tiempos. Una superficie que refleja un rostro herido de ahora. Y es que El congreso está literalmente saturado de espejos terroríficos. Espejos que, literalmente, arrojan a quien los mira a la locura. Por ejemplo, el delirio animado de la protagonista comienza en un espejo mediante un plano duplicado.
La animación se filtra a través del espejo infectando todo el tejido del mundo: las colinas devienen océanos, los bosques se asemejan a criaturas delirantes, la carretera es un arcoíris. Se trata de una preciosa metáfora visual de la quiebra de la realidad. Pero podemos encontrar más ejemplos. El espejo de la habitación de Robin en el Hotel se convierte en un pozo sin fondo que muestra su cuerpo cada vez más envejecido y enfermo, cuerpo herido de tiempo incluso allí donde los trazos de la animación podrían cambiarlo todo.
¿Cómo podemos leer el arrebato de Robin de intentar romper el espejo “a cabezazos”? ¿Atravesarlo? ¿Negar sus efectos sobre el presente? ¿Detenerlo? La locura está escrita en ese espacio fílmico desde el que miramos y que nos mira —recordemos el plano/pórtico—, y la virtualidad tiene mucho que ver con sus mecanismos sobre nosotros.
El congreso es una cinta especialmente compleja en su disposición temporal. Además de las tres elipsis principales que puntean la cinta, hay agujeros negros en su interior —los sueños de Robin, sus intoxicaciones, el episodio de su congelación— que desafían cualquier lectura confiada en lo lineal. El interés, por supuesto, reside en que Folman destruye con total intencionalidad las relaciones entre tiempo y verdad. Si la primera parte de la cinta avanza sobriamente, con una elegancia formal intachable, según la película se desarrolla más y más fácil es notar cómo se distorsionan los engranajes contextuales. La animación trae consigo la sensación de deriva, de montaña rusa estética en la que cualquier cosa puede suceder en el interior del encuadre. Y sin embargo, en un gesto irónico, se cuida muy mucho de otorgar ningún estatuto a la imagen real, sea del signo que sea.
Concretamente, nos referimos a otro de los “espejos temporales”. En esta ocasión, Robin se asoma a su habitación para contemplar a su alter ego virtual ofrecer una entrevista absolutamente imbécil con respecto al estreno de su última película.
La imagen conjurada ahora es la televisiva, con su deplorable insistencia en dar cuentas a la verdad —ese “compromiso con la actualidad”, esa “objetividad informativa”— cuando quizá se trate del género audiovisual más esquizofrénico y feo que existe. El rostro de la protagonista aparece bañado por los flashes, reenmarcado sobre ese ojo de buey que genera otra dinámica interior/exterior. Si volvemos al plano/pórtico, la naturaleza vibrante y desenfocada que bañaba a Robin se ha transformado ahora en un fondo virtual, en una belleza imaginaria cuyo balbuceo sobre una hipotética temática social —el equivalente futurista a la paz mundial que pregonan las misses— lo invade todo.
Folman, con extrema paciencia, parece ir extirpando las capas que la teoría tradicional ha otorgado a la lectura de las imágenes éticas y políticas: todo es susceptible de convertirse en simulacro, en puesta-en-abismo, todas las imágenes funcionan como espejos narcisistas que atraviesan al sujeto simple y llanamente porque ya han ocurrido. ¿Se trata de una nueva formulación de la ontología baziniana? Sin duda, pero leída en su desesperación más extrema. Ya no se trata únicamente de que las imágenes momifiquen. Ahora además apresan, insultan, destruyen y conducen directamente a la locura. Quizá sea difícil encontrar una formulación en plano tan maravillosa de lo que quiero sugerir como el visionado que realizan sobre las pruebas del software de clonación de actores: lo que falla, lo que impide creer en las imágenes y en la verdad que ellas transmitirían es, precisamente, del orden de la mirada. Un tic en el ojo. Un gesto que sugiere no ver y ver a la vez, o ver erróneamente, o no saber cómo ver.
Y sin embargo, como veremos al final, hay otras imágenes que son la garantía de la salvación mediante su (desesperada, por verdadera) mostración del mundo.
03. El pasado es el tiempo del Ser
Vemos, sin embargo, una extraña paradoja en todo esto. Uno de los grandes méritos de El congreso es que una cinta tan extraordinariamente asentada sobre su personaje principal, dispuesta como un juego de espejos constante y con una estructura laberíntica no acabe convertida en un despropósito narcisista. La construcción de la identidad —y sus quiebras— pasa tanto por la exploración del pasado como por la manera en la que nuestra fantasía se desliza por los posibles horizontes de sucesos.
En El Congreso el pasado es entendido como narración, pero sobre todo, como herida. El tema del envejecimiento se plantea con tanta dureza precisamente porque se entiende no tanto como un sinónimo de la decadencia física sino como un inmisericorde conjunto de experiencias ya vividas. Folman sortea el problema del cuerpo a golpe de animación —la Wright dibujada es capaz de hacer el amor, volar, correr, deshacerse del impedimento de lo matérico— pero únicamente a costa de quedar atrapada, cortocircuitada, en las deudas contraídas en su propio pasado.
Ahora bien —y esta es una característica central en toda la película, por mucho que se deslice en sordina—, lo único que nos permite enfrentarnos a nuestro propio pasado es su ordenación mediante la palabra (el hacerse relato) y su don a un tercero. Ese era el corazón de la magnífica Vals con Bashir (Vals Im Bashir, 2008) y el centro sobre el que se sostiene todo el viaje de Robin. Para demostrarlo, no hay más que acudir a la escena central sobre la que se asienta toda la cinta: el escaneo.
04. Escaneo (A): Un pasillo
Hay un plano que antecede al momento en el que la Wright le vende su cuerpo a los estudios Miramount. Se trata de un prodigio de la puesta en forma dividido en tres momentos diferentes: la espera del técnico (un antiguo director de fotografía), la conversación con el mismo y la entrada en el vestuario.
La segmentación del espacio es fascinante por su capacidad expresiva, pero a su vez, por el profundo entendimiento narrativo de la crisis que va a estallar que nos ofrece. En el primer momento, el espacio fílmico está dividido en dos zonas que escinden el cuadro por la mitad: un pasillo remarcado en profundidad por las cristaleras del fondo y una zona neutra en la que Al y Robin descansan, tensos, acompañados por sus sombras. La luz es clave para entender la tensión de la espera: las líneas que componen el pasillo —reforzadas por varias luces situadas en la parte superior— están quebradas, generan extrañas diagonales de sabor expresionista que riman con esas columnas torcidas que marcan la profundidad: parecería que se trate del corredor delirado de un manicomio. En contraposición, Al y Robin esperan distanciados, sin mirarse, casi empequeñecidos por la escenografía.
Lo interesante de la planificación es que Folman prescinde del plano contraplano y de cualquier tipo de lucimiento innecesario del espacio con un simple movimiento de acercamiento que coincide con el encuentro entre Robin y el técnico. El movimiento tiene una portentosa resonancia emocional: son dos cuerpos desplazados por la nueva concepción del cine, dos antiguos combatientes de una guerra estética perdida que, durante apenas un segundo, comparten la angustia de lo vivido. El acercamiento del plano es riguroso y humano en tanto permite que ambos cuerpos hablen para después, simplemente, acompañar a Robin hacia el vestuario mientras el universo a su alrededor se desenfoca.
Hay un parlamento del técnico que funciona como la bisagra narrativa para la evolución del personaje: «No me compadezca. Los otros [directores de fotografía] están en su casa, desempleados (…) ¿Sabe qué? Al menos todavía trabajo con los actores y con la luz». La suma de elementos es tan sugerente como necesaria para lo que va a ocurrir a continuación.
05. Escaneo (B): Los actores y la luz
El plató virtual en el que se escanea a Wright está compuesto, en cierta medida, como una gruta, como el corazón o la zona oscura que guardara en su interior ese dragón monstruoso que resulta ser Miramount. La trastienda de la creación artística, quizá una formulación visual del inconsciente: el espacio en el que lo fílmico se construye como lenguaje audiovisual, el espacio en el que colapsa el deseo (el cuerpo de Wright, atrapado en su fantasma imaginario y reducido a información alfanumérica) con lo real del dolor (puesto que se trata de un robo, el robo de la imagen, lo que ocurrirá en su interior) con la narración vital e histórica del sujeto.
Robin está situada en el interior de un círculo de luz, un ojo caníbal que parpadea y tiembla, que la escruta con toda precisión y al que no se le escapa ninguno de sus detalles. Su cuerpo está, literalmente, dentro de esa mirada circular que es también un sinónimo de tiempo congelado: en lugar de la linealidad del recorrido, la circularidad del eterno retorno de lo mismo. Sin embargo, ya desde el primer plano de la secuencia, algo se atora en su construcción:
El ojo cerrado de la gruta es controlado por ese ordenador que ocupa la izquierda del encuadre. La banda sonora se impregna de sus susurros, sus clicks, sus chasquidos. El ordenador, como si se tratara de un científico positivista, organiza los gestos, resume la presencia de la emoción en una serie de datos muertos que desfilan por la pantalla. No hay narración ni construcción de lo vivido: pura factualidad, información incomprensible que se apila en el fondo de un disco duro.
Y de pronto, el hombre que controla el ordenador, accionando un control que se nos escapa, actúa como ese Dios en el que hemos intentado creer con tanta fuerza, ese que era capaz de romper la circularidad del tiempo otorgando un sentido a nuestra existencia desde que pronunció las palabras clave: Hágase la luz.
La luz se hace, claro, pero a la contra del Génesis, la luz de El Congreso no otorgará una linealidad el tiempo —el comienzo de una Historia—, sino antes bien, la bloqueará y la condenará a quedar colapsada. El cuerpo de Robin comienza a ser fagocitado por el aparato tecnológico. No importa que el buen Dios/técnico intente mostrar su rostro más amable, ni siquiera cuando intenta penetrar en el fracaso de la mujer con apelativos cariñosos que remiten a su éxito perdido —«No quiero perderme ni uno de tus gestos, Princesa»—. El Dios/técnico está situado en otro lugar extraño, no previsto por la segunda tópica de Freud pero fácilmente reconocible en nuestras sociedades: la figura bondadosa que nos roba y nos viola, que impone sobre nuestro cuerpo su saber, que juega con nuestra nostalgia para penetrar en los rincones más profundos de nuestro deseo. La construcción escenográfica así lo muestra: suspendido en una mesa en una posición superior a la del ojo/mundo de Robin, habla con un micrófono que amplifica su voz parapetado tras una consoladora y confiable sonrisa.
Sin embargo, tras él, a su espalda, hay otro dios fuera de foco. Otro rostro del mismo Dios.
Al está en un segundo término, silencioso, sabedor de los secretos de Robin. Y hay un dato capital de la mayor importancia para entender por qué esta secuencia nos desgarra. Durante la primera parte de la misma, la cámara se mantendrá siempre fuera del ojo/mundo de Robin. Hay cuatro planos que focalizan sobre la protagonista: dos planos americanos y dos primeros planos. Todos están construidos como travellings circulares que se aprovechan de la estructura externa del ojo que escanea para mostrarnos al menos dos datos. El primero es la sensación de que Robin está literalmente atrapada, es un animal enjaulado al que nosotros contemplamos desde fuera. El segundo es que sus gestos son histriónicos, extremos, falsos.
Lógicamente, Robin intenta zafarse de esa explotación de su mundo, de ese círculo vacío de significado en el que ha sido arrojada. Su petición no puede ser más clara: «¡Apague las luces!». Es el momento, por tanto, de que el segundo dios, el dios de la narración y de la angustia, entre en escena. Dios de la narración, del relato, potencia simbólica de la fábula que, como ocurre con las narraciones infantiles, acude directamente al tiempo de los mitos. El pasado. Pero no un pasado cualquiera, el pasado de dolor y de las “malas decisiones” que aparecían al principio de la cinta. Un principio que es el “Érase una vez” y, al mismo tiempo, la fórmula que otorga sentido: «Robin, ¿te he contado alguna vez cómo empecé en este negocio? ¿El negocio de agente? Quiero decir, la historia real…».
Dios empezó en este negocio —el de contar historias— con la fórmula Hágase la luz, pero además —y esto es estremecedor—, con la introducción de un ser que sufre. Dios nos regalará un pasado y nos hablará de la injusticia, y por eso, porque su palabra es el centro de todo lo que ocurre, vuelve a estar más cerca y perfectamente enfocado. Y además es un Dios que se ha comprometido a contarnos la historia real, es decir, lo real de su Historia:
Historia que, repito, habla de un único tema: la explotación del sufrimiento. Un sufrimiento que está más allá del lenguaje —«No puedo describirte lo que sufrió ese niño de ocho años»—. Un sufrimiento que, precisamente porque está mediado, distanciado, porque parece que se encuentra situado en otro tiempo y en otro lugar (el sufrimiento de los cuentos), nos habla directamente sobre nuestro horror inconsciente.
Robin, por supuesto, escucha.
El montaje es hermosísimo porque nos permite observar cómo el tiempo ha sido literalmente borrado por las palabras de Al: su rostro es el de la niña que escucha, el de la inocencia del relato —una inocencia siempre vinculada al sufrimiento, porque esa es la lógica de la que emerge la narrativa, y por supuesto, el cine—. Folman juega a contraponer dos rostros: el de Al, oscurecido y dominado por las sombras, convertido casi únicamente en voz que se desliza en el espacio, y el de Robin, sobreexpuesta e iluminada con la mayor frialdad que pueda imaginarse.
Sin embargo, la enunciación rompe todas sus reglas precisamente cuando el espejismo de la distancia comienza a rasgarse: precisamente cuando Al afirma «A los trece, era el agente de todos los perdedores» el cambio de plano nos sorprende al arrojarnos dentro del ojo/mundo de Robin.
La distancia escenográfica ya no nos protegerá más ante la verdad que Folman acaba de conjurar: el espectador es a la vez vampiro de Robin (después de todo, somos espectadores de cine) pero al mismo tiempo estamos tan heridos como ella. Momento que, a su vez, coincide con el final —trágico— del relato: Al capturado por la policía por exhibir a los menos favorecidos del Bronx.
«Abuso y maltrato de niños discapacitados». ¿Y no es esa, por cierto, una interesante fórmula para realizar la mayor teodicea que pueda imaginarse? ¿No somos nosotros los niños discapacitados de Dios, hipotéticamente creados a su imagen y semejanza, niños escaneados de la imagen y semejanza de Dios que, de pronto, hemos sido arrojados al universo de lo real? ¿No es el hijo de Robin, enfermo de Síndrome de Usher, el niño mal escaneado de Dios por antonomasia en el universo de El congreso? ¿Un niño cuyo dolor y cuyo sufrimiento simplemente no pueden ser explicados en términos de relato?
En esta dirección, es imposible que nos rasgue con más fuerza la quiebra del relato que el propio Al realiza para herirnos a todos. El cuento termina precisamente porque desemboca en nosotros, en el presente, en nuestro puto miedo. El Érase una vez es traicionado cuando no se cierra con un vivieron felices para siempre jamás. El Siempre jamás que es narración de un tiempo encapsulado (el tiempo del cuento), es aquí traicionado de manera explícita: «Pero en mi interior, sabía que tenía una ventaja sobre los demás: el poder para reconocer las heridas, las debilidades (…) y así fue como te conocí. Eras perfecta para mí. Encantadora como un ángel pero con el peor defecto que puede tener una actriz: El miedo».
El cuento termina y comienza la exploración de la herida. Como respuesta a sus palabras, se incorpora la fastuosa música que Max Richter compuso para la película, generando un río de cuerdas que flota dulcemente bajo el horror que conjura Al. El terror de Robyn, su debilidad, es el terror de conseguir sus deseos. Estamos en el centro mismo del funcionamiento inconsciente, en el corazón de cualquiera de los espectadores. La máscara de Folman se raja por la mitad y lo que queda es la soledad del sujeto con su propio deseo. Es la hora en la que la cinta apila en nuestro corazón las facturas sin pagar, la angustia, la impresionante tristeza que engloba una única palabra: el pasado.
Porque lo único que hace Al con su parlamento es activar lo que anteriormente sugeríamos: que el pasado no es esa plataforma vitalista que parece extrapolarse de los textos de Bergson, sino antes bien, un monstruo terrible que lo arrastra todo a su paso, que crece a cada minuto y que problematiza básicamente la vieja idea de los horizontes de sucesos. Cada minuto se apaga un horizonte. Cada minuto estamos más cerca de perder la posibilidad de encontrar/dotar de sentido a una existencia que mengua. De ahí que entremos de nuevo en el ojo/mundo de Robyn para ver cómo se desploma.
Las últimas palabras de Al («No te merecías esto. No te lo merecías») resuenan como un relámpago sobre la quiebra del personaje. Son el epitafio de un fracaso agónico tan brutal que el propio Folman se fuerza a incorporar una elipsis de veinte años en el interior del relato. La protagonista ha donado su cuerpo a la industria cinematográfica, pero a su vez, ha recuperado la visión más perfecta y desesperada de sí misma que un sujeto pueda imaginarse. En otras palabras: Al ha sido el único capaz de darle la única Verdad que realmente tenemos.
La Verdad de nuestro relato.
06. Anagnórisis final o el problema de la verdad
Antes de dar por terminado este sucinto análisis de algunas escenas, creo necesario proponer un encuentro entre dos escenas. Se trata del final de Vals con Bashir y el retorno de Robin a la realidad tras su penúltima estancia en el universo del ácido.
En la anterior película de Folman, un grupo de mujeres palestinas atravesaban el encuadre primero de izquierda a derecha, y más tarde, en profundidad hacia el foco de la mirada del propio autor. En ese instante, como si fuera un cortocircuito fílmico —y puedo dar fe de que su experiencia en una pantalla grande era simplemente demoledora—, todo el engranaje animado de la cinta se desvanecía como un castillo de naipes y la presencia de la imagen documental tomada tras las matanzas de Sabra y Chatila se imponía.
En cierto sentido, si llevo escribiendo obsesivamente sobre ese final todo un lustro es, precisamente, porque demuestra la capacidad brutal del aparataje cinematográfico para poner de manifiesto la insoportable precariedad de las relaciones entre nuestra mirada y el descubrimiento del dolor del Otro. Las imágenes desvelan, y pese a su impresionante subjetividad y su incapacidad para convertirse en definitivas, hacen lo posible para proponernos la necesidad de una Verdad.
Por eso nunca terminé de entender las críticas que acusaban a Folman de ser un director sesgado por valerse de su experiencia en lugar de intentar hacer la “Película Palestina Total”, como si tal cosa fuera posible, como si la visión crítica de un sujeto fuera despreciable únicamente porque no coincide con lo que el supuesto experto opina que deben decir todas las imágenes. A la contra, el verdadero sentido de esta propuesta es hacer un ejercicio de mostración sobre cómo miro el dolor del Otro.
De ahí también que, como decía anteriormente, El Congreso reescriba de alguna manera o amplíe el diálogo de esta decisión del director precisamente cuando Robin regresa del universo del ácido.
De nuevo, construcción de planos en profundidad y construcción escenográfica basada en la ruina, en el destrozo, en la masacre. El mecanismo de Folman funciona aquí como una repetición del cierre de Vals con Bashir: el poder de mirar más allá de lo aparente no garantiza la justicia en nuestra mirada ni la Verdad en sí misma. La Verdad siempre está en el Relato que uno le ofrece al Otro o que recibe del Otro, en el sufrimiento que se encapsula en ese flujo de comunicación, y sobre todo, en el silencio final que se impone en las relaciones entre desesperación, barbarie e imagen.