Au revoir l’île

Rememorando el décimo aniversario de Perdidos

Siempre recordaré la madrugada del 23 de mayo de 2010. La excitación mezclada con el cansancio de estar viendo la series finale de Perdidos (Lost, 2004-2010; J.J. Abrams, Jeffrey Lieberg, Damon Lindelof; ABC) a las 6 de la mañana —como si hubiera salido de juerga y, en vez de rematarla con una bolsa de churros o una hamburguesa, lo hiciera tragándome el enfrentamiento climático entre Jack Shephard (Matthew Fox) y el que fuera John Locke (Terry O’Quinn)—, la nefasta calidad de los subtítulos de Cuatro —por no hablar por los seis minutos de metraje desaparecidos en el éter— o, sobre todo, ese debate a posteriori en el que Ana García Siñeriz y sus colaboradores se mostraron confusos y dubitativos, no sé si porque no habían entendido nada o, simplemente, porque arrastraban una resaca de campeonato… Pero sobre todo, me quedará grabado el momento de abrir el balcón, apagada la televisión, con mi camiseta de la Iniciativa Dharma puesta, y pensar, mientras se me formaba un nudo en el estómago, que ya no iba a poder ver más capítulos de Perdidos. Que era hora de pasar página. Que se acababa una etapa. Y así fue: algo menos de un año después, nació mi hijo Mateo.

Lo cierto es que jamás he vuelto a ver Perdidos de nuevo. Y juro que lo he intentado. Alguna vez he recuperado el pack de la primera temporada de mi estantería, más que dispuesto a reconectar con el universo de Cuse y Lindelof, y he acabado desistiendo después de unos cuantos capítulos. «Porque es una mierda de serie y ahora lo ves claro», exclamarán los escépticos. Pero sería injusto y simplista, dejadme que os lo diga. He de reconocer, eso sí, que frente a algunas de las ficciones que me han enganchado más tarde —pienso así, a bote pronto, en The Wire (Bajo escucha) (The Wire, 2002-2008. David Simon. HBO), Mad Men (íd., 2007-¿?. Matthew Weiner. AMC), Breaking Bad (íd., 2008-2013. Vince Gilligan. AMC) o incluso Hannibal (íd., 2013-¿?. Bryan Fuller. NBC)—, se queda corta, más que nada porque ni tiene su solidez ni su personalidad… Y aun así, no es eso lo que más me pesa. Veo las aventuras iniciales de los pasajeros del Oceanic 815 con mirada melancólica, consciente de los destinos de todos los protagonistas, y siento que, de alguna manera, todavía no estoy preparado para encariñarme de nuevo con ellos y, en determinado punto que ya conozco, volverlos a perder. ¿Hace falta que vuelva a ver a Michael (Harold Perrineau) traicionar a sus compañeros y no recuperar jamás su dignidad? ¿De verdad tengo que ver a Charlie (Dominic Monaghan) morir ahogado por salvar a Desmond (Henry Ian Cusick)? ¿Y a Jack morir solo en la isla, viendo cómo la mujer de su vida se pone a salvo junto a su rival amoroso? Cuatro años después de la gran finale, he pasado página, y no me veo con ánimos para volver a atravesar un proceso de duelo equivalente.

Claro que yo soy de esos tontos que se interesaba más por el heroísmo conflictivo y patológico del personaje de Matthew Fox que por el hansolismo –o dirtydancismo– un tanto forzado de Sawyer (Josh Holloway). Seguramente es cosa mía, por aquello de que en nuestra posmodernísima sociedad –líquida, sólida o vaporosa– se sigue reivindicando el cinismo y la ironía como postura vital, y yo continúo esforzándome en ser coherente, tratar bien a los que me rodean e intentar aportar algo, aunque sea poco, poquísimo, a los demás. O quizás no sea nada más que la consecuencia de haber empezado a verla antes de los 30 –recuerdo que fue un domingo, con toda mi familia, en su primera emisión en TVE–, arrastrando aún la esperanza y el positivismo de la post-adolescencia… Porque otra cosa no, pero si algo tenía Perdidos era infinidad de personajes con los que conectar, a los que comprender, más allá de Jack. Además, con una de las variedades étnicas más amplias que ha dado la televisión moderna, por aquello de tener a todos los targets contentos: ¡si hasta había un tinerfeño infiltrado en sus huestes, Richard Alpert (Nestor Carbonell), que resulta que se llamaba Ricardo! Es uno de tantos detalles de la serie en los que se deja entrever su voluntad de blockbuster, de éxito masivo predeterminado, que luchó, en demasiadas ocasiones, contra la personalidad de sus propios showrunners, que tuvieron que enfrentarse al dilema de alargar hasta las seis temporadas un producto que estaba diseñado para cerrarse en solamente tres.

Hace poco, El País se hacía eco de las palabras del crítico televisivo Alan Sepinwall, que afirma que Perdidos cambió nuestra forma de ver la televisión. No faltó quien saltó de inmediato, reivindicando las series de su infancia, como si de lo que Sepinwall hablara es de los productos que nos aficionaron a la pequeña pantalla –se diría que, si no nos atrincheramos en nuestra infancia y/o adolescencia cultural, de alguna manera perdemos nuestra identidad pública–, y no de la dimensión megamultimedia, ultrainteractiva, que adquirió la creación de Abrams, Lieberg y Lindelof. Y es que si hay algo que, hay que reconocerlo, la cadena ABC supo hacer bien es convertir la serie en un auténtico fenómeno audiovisual. Incluso cuando las audiencias bajaron, los fans eran tan terriblemente fieles, estaban tan ávidos del universo de la isla que consumían todo lo que les ponían por delante… Hasta el punto de crear sus propios contenidos. Gracias a Perdidos se desarrolló la cultura del spoiler, con páginas dedicadas única y exclusivamente a desgranar rumores, detalles de entrevistas, fotografías robadas: cualquier cosa que sirviera para apaciguar la adicción desatada del aficionado. Pero también se perfeccionó el engranaje de descargas alegales de capítulos más subtítulos desarrollados por voluntarios que han normalizado el consumo internacional de productos televisivos estadounidenses. Y, sobre todo, explotó la participación en directo de los televidentes a través de foros y Facebook, primero, y Twitter, después, llegando incluso, en algunos momentos, a condicionar la propia deriva de la serie –cfr. la fulminante muerte de personajes mal aceptados por el público, como Ana Lucía (Michelle Rodriguez) o Nikki (Kiele Sanchez) y Paulo (Rodrigo Santoro)–. ¿Hasta qué punto nuestra experiencia como consumidores de televisión no está condicionada, al menos, por una de esas innovaciones?

Es ahora, cuando el maremágnum mediático se ha calmado, y el fenómeno fan se ha desinflado hasta casi lo residual, cuando hay que valorar Perdidos como obra, y no como producto. Dejando atrás condicionantes, prejuicios, idiosincrasias, y, en general, puñetas, para apreciar el riesgo que corrieron Cuse y Lindelof al convertir una serie de aventuras con sello Abrams –es decir, que se basa en la teoría de la mystery box que tanto ha defendido el director de Super 8 (íd., 2011)– en una exploración de los sentimientos de culpa y de fracaso de sus protagonistas, así como de la senda de redención de todos ellos, proyectándola sobre el contexto fantástico de sus andanzas: ahí está la clave de que, irregularidades aparte, funcionara mejor que productos posteriores de la factoría Bad Robot como Alcatraz (íd., 2012. Steven Lilien, Elizabeth Sarnoff, Bryan Wynbrandt. Fox), Undercovers (íd., 2010-2012. Josh Reims. NBC) o Almost Human (íd., 2013-2014. J.H. Wyman. Fox) –y hasta que éxitos como Fringe (Al límite) (Fringe, 2008-2013. Alex Kurtman, Roberto Orci. Fox) o Person of Interest (íd., 2011-¿?. Jonathan Nolan. CBS)–. Lo importante es que sus showrunners se atrevieron a potenciar la dimensión humana del producto por encima de la genérica –de ahí ese característico uso de los flashbacks, luego tan imitado–, a costa incluso de los deseos de los espectadores, y dándole a su última temporada una dimensión trascendente cuya importancia, en mi opinión, todavía no se ha calibrado bien: ¿quién más se ha atrevido a ir un paso más allá de la series finale de A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2001-2005. Alan Ball. HBO) –otra obra que, no casualmente, tampoco he sido capaz de volver a ver… y en este caso, no se me puede negar su calidad–, calzándose un flashforward hacia el momento en que todos y cada uno de sus protagonistas estén muertos (y enterrados)?