Apenas a unos cuantos pasos del metro Plaza de España, o Ventura Rodríguez, es lo mismo, en una acogedora sala de los cines Princesa se proyectó el viernes 19 Dos metros de esta tierra (Metran Men Hada Al-Turab, 2012) de Ahmad Natche. Fue una sesión única; en todos los sentidos. Después, a partir del día 24, seguirá su carrera —prescindo de “comercial” porque no quisiera parecer sarcástico—, a su suerte, en el Cinestudio del Círculo de Bellas Artes. Y lo será, más allá de por el hecho eventual de que un filme de sus características rebase (simbólicamente) su nicho de exhibición -festivales y muestras, Filmoteca, instituciones culturales y, con suerte, algún canal de televisión-, aunque sea solo por espacio de una hora y media, lo cual es ya un triunfo, porque les dará a los madrileños la posibilidad de conocer Palestina, durante una plácida tarde de verano, ahora que el otoño se nos vienen ya encima, más allá de la imagen de los telediarios. Esta película no pretende probar ni demostrar nada, solo narrar —le tomo prestadas unas palabras a Truffaut— «al ritmo del tiempo que pasa, que gasta, que transforma, al ritmo del tiempo inexorable». El cine como quien se asoma a mirar por una ventana. Absténganse por lo tanto los asiduos a los multicines de los centros comerciales y los devoradores de palomitas. O mejor no, vengan, prueben algo distinto.
Tanta simplicidad de propósitos es sospechosa, y, tras ella, se esconden sin duda muchas intenciones secretas. Dos metros de esta tierra, como la vida misma, está hecha a base de momentos aparentemente débiles, de esperas relajadas, de encuentros fortuitos y fugaces. En ella pasan muchas cosas, sin que ninguna resulte en el fondo demasiado importante: se prepara un festival de música popular al aire libre, la gente trabaja, espera, charla, observa. Unas chicas se preguntan cuándo empezará la escuela, otras charlan sobre lo que les deparará su futuro, una pareja encuentra un hueco en los ensayos para visitar la tumba de un poeta admirado y recitar un fragmento de uno de sus versos… Un tono atemperado que nada nos impone, que lo somete absolutamente todo a la transmisión de una experiencia sensorial tan leve como los encuentros suscitados por aquel acto que le sirve de base. El cine no es tan sencillo, por supuesto. Si no, cualquiera (con una cámara en su poder) sería cineasta. El papel principal de Natche parece haber sido el de la puesta en orden (selección y “combinación”) de las imágenes. Antes de embarcarse en las películas que imaginaba, Jaime/Ahmad Natche escribió cosas como esta: «La película —en el momento en que ya solo es acetato de celulosa— llega a un punto donde no puede avanzar o retroceder, y arde como consecuencia de la exposición al calor de la bombilla. La combustión material revela una forma más en que la película puede consumirse, sin terminarse, para preguntarnos por lo que es». Hablaba del final de Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971) de Hellman, pero sus palabras iban más allá, reflexionaban sobre los cambios del cine en las últimas décadas. Esa forma de interrogarse sobre el cine y su sentido, de especular acerca de él ha dado paso, ahora, desde hace ya algún tiempo, a una especulación con el cine, a través de él. De gigante o no, un paso, y, a juzgar por Dos metros de esta tierra, uno provechoso.
¿La simple alternancia lineal de imágenes dispares es suficiente para crear un filme? ¿Qué lazos casi imperceptibles sirven de unión a unas imágenes sin otro vínculo entre sí que su relación respecto a ese acontecimiento motriz? ¿Por qué esas imágenes, esos momentos precisos, y no otras, justo un instante antes (o después)? ¿En qué medida las personas filmadas se transforman en actores que representan un papel? Consciente o inconscientemente, Natche se hace estas y otras muchas preguntas no en su película sino mediante ella. Hay solo una pequeña diferencia entre las dos opciones, pero él la conoce.