Fargo. Vivir para contarlo

Ext. Fargo – Nieve

Lorne Malvo no es el único, las ironías y casualidades de la ficción televisiva norteamericana también se cobran sus propias víctimas. En ocasiones para nuestro bien, o eso debemos pensar por el momento. El proyecto de una serie de televisión inspirada en Fargo (íd., Joel Coen, 1996) estuvo presente durante un largo periodo de tiempo en los despachos de las más importantes cadenas, pero hasta ahora no había encontrado el tiempo correcto ni probablemente tampoco los espectadores apropiados, viendo la luz en una época idónea para albergar su complejidad moral y de tono, siendo esas y no otras las principales diferencias entre cine y televisión que parecen haberse volatilizado gracias a que ficciones de carácter subversivo y repletas de imágenes convulsas como Los Soprano (The Sopranos, David Chase, 1999-2007. HBO), True Detective (íd., Nic Pizzolato, 2014-?. HBO) o Homeland (íd., 2011-?. Showtime) se han hecho masivas.

Porque el de FX no es el primer intento de adaptar Fargo a la pequeña pantalla. En 1997, un año después del estreno del film, los productores Robert Palm y Bruce Paltrow llevaron a cabo un episodio piloto para NBC protagonizado por Edie Falco que nunca tuvo luz verde, no siendo emitido hasta 2003 en una ya desaparecida cadena de cable. Finalmente, en lugar de un cineasta prestigioso o un showrunner consolidado, tenía que llegar precisamente (y con precisión) un espectador atento, un escritor repleto de curiosidad –Noah Hawley, hasta entonces guionista y productor de Bones (íd., Hart Hanson, 2005-?. Fox), entre otras series– a constatar y convencer que en Fargo no había una historia que adaptar. Fargo era un concepto, un estado de ánimo, un género en sí mismo.

Acostumbrado a escribir ficción en cadenas generalistas, cuando desde FX le propusieron llevar a cabo algo más oscuro y moralmente ambiguo al respecto de lo que les había propuesto, Hawley agradeció la misiva como si de una misión se tratara, dando el todo por el todo en la difícil tarea de comprender y absorber el tono del original sin calcarlo. ¿El resultado? Aunque parezca imposible de creer, exactamente igual que el de los hermanos Coen en fondo y forma, pero completamente distinto.Y pese a que en el guión podemos encontrar reflejos que reverberan diversos personajes y momentos principales de la película, ecos que sin lugar a dudas hacen crecer la propuesta y atrapan al espectador habitual del universo Coen desde el primer minuto, la reinterpretación de los mismos resulta tan enriquecedora precisamente porque se fundamenta en nuestra percepción, no en su reconstrucción.

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Asentando el concepto de la primera temporada con un ojo cinematográfico a gran escala, diez episodios próximos a la hora de duración con la sensibilidad inicial de una obertura operística que, tras el fundido a negro y los títulos de crédito, no deja de recorrer plena de fatalismo nuestro subconsciente. Hawley se nutre del personaje interpretado por Frances McDormand, aquella policía sin ninguna otra destreza especial que un sentido común desarrollado por encima del resto, y del hombre de familia incapaz de huir de sus infiernos, aquel patéticamente soberbio William H. Macy. Porque, aunque su razón de ser y posterior desarrollo no puedan ser más dispares, los personajes de Allison Tolman y especialmente Martin Freeman, aportan su propio ideario y registro, profundamente humano en el caso de ella, cercano a un slapstick cruel en el caso del actor británico, pero en el fondo sus roles siguen describiendo y confrontando una manera de ver la vida en la tranquila Fargo.

El desencadenante, y en este caso principal motor de la trama, que tan solo en su primer episodio asume mayores riesgos argumentales que temporadas enteras de otras series, surge con la llegada circunstancial al hospital de la ciudad de Lorne Malvo, al que da vida Billy Bob Thornton, un encuentro que mediante la confusión y la cobardía no es sino el inicio del cruce de casualidades del que está compuesta la serie. Un fatalismo que entra en contraste con la irrisoriamente apacible vida de los lugareños del estado de Minnesota, así como con diversos y ridículos personajes de marcado carácter regional, cuyas tramas se entrelazan episodio tras episodio, evocando un enfrentamiento entre bien y mal en un lugar donde nadie nunca lo hubiera pensado. El espesor de la nieve como ambiguo telón de fondo se traduce en un tono que impregna las secuencias de un enorme calado trascendental, filosófico e incluso bíblico. Quizá este sea una de los mayores méritos de la adaptación de Noah Hawley, condensar la esencia del relato criminal, y dar más importancia al fondo humano para multiplicar el relieve existencial de sus elementos.

Porque mientras en la película no deja de ser la propia debilidad humana la que genera el caos a través del contacto con unos matones a sueldo, en la serie, el Mal llega al encuentro sin previo aviso y sin cobrar, porque al causarlo ya lleva implícito su parte de beneficio. Solucionarlo está fuera de nuestro alcance, por ello pronto llegamos a la conclusión de que ningún personaje puede ser igual después de enfrentarse a ello, a mirar al Diablo a los ojos. No fueron pocos los espectadores que llegaron a creer que Lorne Malvo era el mismísimo Satanás. La creación de Billy Bob Thornton, exponente habitual del universo característico de los Coen, es probablemente el mejor personaje coeniano que nunca han escrito, formado como un puzzle imposible de sus carácteres más reconocibles, capaz de transmutarse y añadir capas a su rol hasta el punto de descolocar por su psique camaleónica, fugaz como una sombra, presente hasta en el aire.

Pero aunque la primera temporada está repleta de brillantes secuencias aisladas e inspiradas set pieces, probablemente sea en el sexto episodio cuando mejor se aúnan todas ellas en torno a un aspecto fundamental: la nieve. Esta nunca fue un elemento más de la ambientación, forma parte de la trama, es una herramienta conceptual. Durante una terrible nevada, tres hechos se desencadenan sin solución de continuidad, y todos están marcados por una nieve espesa, casi sobrenatural, remarcada por el uso de efectos digitales, que acoge su imposible redención, difumina los actos y su moralidad, intercambia culpables. El blanco ciega la pantalla y muestra las consecuencias de sus acciones, que comprobaremos tan frágiles e irreversibles como correr sobre un lago helado acercándose la primavera.

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El propio «basado en hechos reales» con el que los hermanos Coen jugaron vuelve a funcionar de resorte: la adaptación recuerda la función que aquella impresión jugaba de manera simbólica. Y aunque nunca lo hizo, todo aquello sucedió, fue real en nuestro imaginario colectivo gracias a los Coen. Estos hechos vuelven a ser la oportunidad de enfrentarnos al abismo, nos recuerdan que Fargo no es un lugar: de hecho la serie expande su territorio geográfico, es un estado mental. ¿Saben del instante en el que una turbulencia sacude el avión en el que están viajando? Eso es Fargo, vivir para contarlo. Fargo es recordar que vas a morir y que te susurren al oído cuándo.