Guardianes de la Galaxia

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Si tuviéramos que definir nuestra época con una sola palabra esta podría ser «ironía». El humor ha sido derrotado, la seriedad se considera pecado mortal —o, en el peor de los casos, se considera que la seriedad debería salvarnos, asimilando de forma equívoca «ironía» con «humor» y «diversión»— y todo discurso debe ser irónico, repleto de segundas lecturas, un «yo sé que tú sabes que estoy de broma»; cualquier acercamiento directo, o sin pretensiones secundarias, se mira con la lupa de la sospecha propia del que cree que nada se puede tomar como verdad, que todo acercamiento a la cultura debe ser una apreciación grupal, consensuada. La ironía detrás de la distancia irónica es que esa distancia ha creado una situación en la que nos resulta imposible comunicarnos con los demás, nunca somos capaces de llegar a desentrañar algo auténtico detrás de nadie ni nada: es imposible conocer los gustos de los demás, no apreciamos nada por lo que es, todo es una perpetua mascarada de apariencias y aprobación social superficial. O peor aún, un eterno subrayado de oscura gravedad.

Aunque nuestro tiempo se conduzca en direcciones contradictorias, Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, James Gunn, 2014) tiene la cualidad de haber purgado toda posible ironía dentro de su propio discurso, abrazando con amor el humor y la fantasía en su estado más puro. No es algo que le sea ajeno a su director, James Gunn. Slither: La plaga (Slither, James Gunn, 2005) es una descerebrada epopeya de terror donde la atmósfera malsana se deja abrazar por un humor brutal y directo —heredado de su paso por la Troma, productora poco sospechosa de dejarse llevar por la ironía posmoderna—, del mismo modo que Super (íd., James Gunn, 2010) haría una brillante deconstrucción del género superheroico donde la ironía no acaba devorando el mensaje; sus películas tratan sobre perdedores situados en una posición heroica que les viene grande, cuando no directamente enorme, de la cual sólo consiguen salir enteros cuando aceptan su propia inutilidad. Inútiles, quizás, pero los únicos que pueden salvar el día. Donde otros explotaron la ironía y el «yo sé que tú sabes que esta gente son unos losers de mierda» —obviando que esos losers no son los otros, sino nosotros—, como es el caso de Kick-Ass: Listo para machacar (íd., Matthew Vaughn, 2010), en el cine de Gunn encontramos algo que muchos parecen haber olvidado por el camino: el amor, sincero y absoluto, por los referentes culturales que se manejan o parodian.

Si tuviéramos que definir Guardianes de la Galaxia con una sola palabra esta podría ser «amor». La película es un dechado de amor hacia los 70, desarrollado en una banda sonora imbricada a la perfección en la narración y la historia del personaje principal; hacia la space opera, haciendo la ola al sentido lúdico e impertinente que hemos olvidado que contenía La Guerra de las Galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977); hacia los superhéroes, gente que cuando no se dan de hostias en muy coloridas páginas están confrontando su propia incapacidad para armonizar su poder y su humanidad; y hacia el cine, que es celebrado en cada insensatez que los críticos menos flexibles querrán ver como fallos e inconsistencias cuando son pequeños tanteos de los límites establecidos.

Hablamos de pequeños tanteos, no de un asalto a las bases mismas del medio (el cine) y el género (la space opera y el superheroico), porque, aunque estemos acostumbrados al James Gunn de bajos presupuestos y libertad creativa absoluta, aquí nos encontramos con la alargada sombra de Marvel asegurándose de controlar sus excesos. Nadie va a acabar reducido a pulpa sanguinolenta por una explosión fortuita en esta película. Ahora bien, estar controlado no implica estar castrado; la película es una space opera de corte clásico, donde predomina «El valor de la amistad» y el sacrificio heroico sobre el chiste grueso, irónicamente plagada de chistes basados en los efectos de las carencias físico-emocionales de sus personajes —haciendo hincapié en lo brillante que resulta Dave Bautista como Drax El Destructor, perteneciente a una raza que no entiende las metáforas; o cómo Star Lord acaba adelantando por la izquierda a su referente estético-moral, Han Solo, a través de una mix tape con grandes éxitos de los 70 y una infinita caradura—, y un sentido de la maravilla que no habíamos visto antes en ninguna otra película del estudio. Guardianes de la Galaxia es, en esencia, todo aquello que hemos venido pidiendo desde Star Wars y no nos han sabido, o querido, dar hasta el momento.

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En ese sentido podemos entender por qué toda comparación con cualquier otra película de superhéroes es injusta, porque de entrada sus personajes no entrarían, stricto sensu, dentro de esa categoría. La película juega en el mismo campo que el actual reboot de Star Trek (íd., J.J. Abrams, 2009), John Carter (íd., Andrew Stanton, 2012) o Space Pirate Captain Harlock (Uchû Kaizoku Kyaputen Hârokku, Shinji Aramaki, 2013),pero se distancia de ellas por el único rasgo que ninguna de ellas ha sabido imitar de los clásicos del género: la creación de una cosmogonía para su universo. No es sólo que el único humano del grupo sea Star Lord —el cual vive en unos anacrónicos años 80 mentales, lo cual lo emparenta con el protagonista de la única producción de los últimos años con la que parece dialogar de forma abierta la película: Futurama (íd., Matt Groening, 1999-2003; 2008-2013)—, sino que los personajes son definidos tanto en su situación dramática como en sus particulares como especie dentro de un universo que respira singularidad en cada plano. A diferencia de (casi) cualquiera de las otras producciones contemporáneas adscritas a la space opera, aquí podemos intuir que aún no se ha rascado ni la superficie de la superficie de todo lo que contiene su vasto universo.

Amor, decíamos, porque es la cura contra la ironía posmoderna. Al final triunfan en su propósito de salvar el universo a través del poder del amor, de la amistad que se ha generado entre ellos y los ha llevado a permanecer unidos, el mismo amor que lleva a James Gunn hasta el punto de articular un guion obsesivo donde todo está hilado de forma espectacular en un tapiz riquísimo donde, irónicamente, aún no podemos ver hasta dónde llega; sabiendo que vienen secuelas en camino, que aún quedan infinitos mundos y especies por explorar, que existe al menos un Awesome Mix Vol. 2, ¿cómo podemos no ilusionarnos como niños porque nos han devuelto, después de años de distancia irónica o gravedad oscura, la posibilidad de mirar con ojos incrédulos algo que resulta, en alguna medida, nuevo, fascinante, vibrante?

Quien necesite ponerse serio o irónico para verlo, ¿qué ha ganado olvidando que el gran cine es, también, aquel que crea su propia cosmogonía cultural? Un humano conectado con la tierra sólo a través de clásicos de la música de los 60-70, un mapache cyborg, un árbol antropomórfico que sólo sabe decir una frase, un gigantesco hombre verde que no entiende las metáforas y una asesina hija adoptiva de un genocida intergaláctico son el caldo de cultivo perfecto para un clásico. ¿Llegará a serlo? De momento, calma: sólo dejémonos llevar por el sentido de la maravilla que destila.