“El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento” (Maestro Yoda)
Un verano caliente
Cuando durante la primera semana del mes de junio empezamos a barajar la posibilidad de abordar un estudio sobre el cine israelí, no teníamos entonces ni idea de lo que comenzaría a los pocos días. Siempre existe la posibilidad de que, en cualquier momento, las hostilidades entre israelíes y palestinos se reanuden con mayor o menor vigor. Que un terrorista suicida o un cohete casero —cada vez menos artesanales, cada vez más profesionales— siegue la vida de algún ciudadano de Tel-Aviv, invitando al gobierno israelí a tomar medidas preventivas en forma de ataque indiscriminado, de tal crueldad que los miembros de Hamás se vean en la obligación de responder con la mayor contundencia que sus precarios medios —pero igual de letales, pues la muerte es un estado absoluto que no permite medias tintas— les permitan. Y vuelta a empezar, en una rueda sin fin que no para de girar, atrapando a las dos sociedades en una vorágine de dolor y odio que les radicaliza, perpetuando generacionalmente la falta de entendimiento.
Las imágenes de la masacre vistas por televisión durante el verano de 2014 invitan tanto al pavor como a la indignación. Son píldoras de una realidad insoportable, presentes a tiempo real en el televisor de cada salón y en cualquiera de los dispositivos digitales de los que hoy en día disponemos. Incluso a pesar de la suspicacia dominante y la falta de credibilidad de los medios de comunicación, un sentimiento generalizado se ha apoderado de la opinión pública mundial, que ha respondido en las calles y en las redes sociales a los vanos intentos por parte de la diplomacia israelí de influir en la perspectiva informativa. Como siempre, el audiovisual como campo de batalla entre la represión y la libertad de expresión.
El cine también ha estado atento a este conflicto que amenaza con hacerse interminable, prestando atención al carácter de víctima y verdugo con el que ambas partes se definen a sí mismas y a los otros, y cómo elementos como el miedo y la violencia pueden incapacitar lo racional al mismo tiempo que precipitan que una parte de estas sociedades en conflicto logre definir su estatus. El terror como fenómeno paralizante, pero también como detonador para la acción. Un tema complejo y poliédrico, repleto de rosas y espinas, capaz de generar filias y fobias, pero también lugares de encuentro.
Para ello, hemos decidido aplicar dos parámetros con los que seleccionar aquellos ejemplos que nos permitan desarrollar un discurso coherente e interesante sobre dicho tema: por una parte, establecer como punto de partida el comienzo de la Segunda Intifada (septiembre de 2000), pues la consolidación del terrorismo suicida ha instaurado un nuevo estado de relaciones entre ambos pueblos, ampliando la separación física al instalarse la paranoia como factor que modifica lo cotidiano y la forma de observar al vecino; por la otra, trazar un amplio mapa del miedo y la violencia en el que se insertan ambas comunidades (Israel de Francisco) para centrar el foco posteriormente en los actuales recursos cinematográficos del nuevo género de terror israelí (Aarón Rodríguez), aproximándonos así a un panorama dominado por las particularidades, pero que no por ello deja de reflejar aspectos que conciernen a inquietudes universales.
El miedo como identidad grupal
Solo hace falta darse un breve paseo por algún manual de historia para darnos cuenta de cómo el pueblo judío ha sido maltratado a lo largo del tiempo. Prácticamente no existe ninguna sociedad, nacionalidad o ideología que en los últimos 4.000 años haya tomado medidas contra los hebreos. Desde el Mediterráneo al norte de Europa, pasando por los países eslavos y el continente americano, el antisemitismo se ha manifestado de múltiples formas: expolios, expulsiones y, por supuesto, pogromos, han sido herramientas habituales a lo largo de los siglos, utilizadas por la colectividad dominante para contrarrestar la influencia que los judíos ejercían sobre su economía o, simplemente, para distraer la atención sobre su propios errores, utilizando a la comunidad judía como cabeza de turco.
Raul Hilberg, en su magna obra La destrucción de los judíos europeos, estableció el patrón de respuesta del pueblo hebreo ante tales agresiones: resistencia – alivio – evasión – parálisis – cumplimiento. Fue la táctica que, a lo largo de las generaciones, sus líderes políticos y religiosos instituyeron como la mejor manera de capear el temporal, maximizando la supervivencia del grupo y minimizando las pérdidas humanas y materiales. Así hasta la llegada del III Reich, impecable ejemplo de minuciosidad depredadora, sistematizando al máximo su finalidad destructiva. Auschwitz como punto de no retorno, donde más allá de sus alambradas nada volvería a ser lo mismo. Ni para la humanidad en general, ni para los judíos en particular.
Si los hechos acaecidos durante la II Guerra Mundial, sobre todo a partir de las deportaciones masivas iniciadas en 1942 que dieron paso a los campos de exterminio, son de sobra conocidos y percuten en nuestra memoria colectiva como una vergüenza que forma parte de nuestra memoria reciente, es en parte por obra y gracia de un medio de masas como es el cine. El Holocausto se ha convertido en espectáculo patético —en términos etimológicos: “algo que impresiona”—, representando determinadas imágenes que, para no convertirlas en clichés, han ido recurriendo paulatinamente a la vorágine de la verosimilitud, concentrando la atención de los espectadores ante el horror. Una forma de espantar para que la historia no se reproduzca, pero también quizás de distraer sobre lo que ocurrió posteriormente, marcando un hito difícil de desplazar, enraizando el juicio sobre el proceder semítico posapocalíptico.
Y es que muy poco se sabe de la creación del Estado de Israel a nivel popular. Las imágenes tienden a ser difusas y los datos de los manuales remiten a algo poco conciso. Los fotogramas de ficciones como Éxodo (Exodus, Otto Preminger, 1960) pesan más que los de los documentales de aquel proceso, que se desperdigan y confunden en la memoria colectiva debido al intenso discurrir de los acontecimientos. El sufrimiento del pueblo judío —tanto en Europa como en tierras palestinas, donde la población árabe y la administración colonial británica llevaban tomando desde principios de siglo medidas cada vez más drásticas sobre los inmigrantes hebreos— estaba tan fresco que la comunidad internacional echó la vista hacia otro lado en aquel momento. La historia estaba reservando a los judíos un lugar para establecer su futuro, y no era momento de negar nuevamente su identidad a una comunidad que tenía tan frescas las cicatrices del desastre. La solución pasaba por el silencio del dejar hacer.
La consecución del Estado hebreo fue uno de los últimos chispazos de siniestra lucidez del colonialismo decimonónico. Una especie de obligación con la que la comunidad internacional forzó a los británicos para limpiar su mala conciencia. Pues si en los años 30 a casi nadie le parecía mal el faraónico proyecto hitleriano de transportar a los judíos a la isla de Madagascar —que se hubiera convertido por derecho propio en el mayor campo de concentración de la historia de la humanidad—, el miedo a ser tachado de antisemita llevó a numerosos Estados a darle el visto bueno al proyecto de dar una tierra a los supervivientes de Dachau y Treblinka. Una forma, quizás, de enmascarar cierta cómplice desidia con la que actuaron durante la guerra.
Sin duda alguna, la voz más ecuánime y autorizada para hablar sobre la identidad de Israel, con sus luces y sus sombras, viene de dentro de su misma comunidad, pues el realizador Amos Gitai lleva 40 años tratando de desentrañar los misterios, defectos y virtudes de su pueblo, sobre todo en relación a su historia reciente. A través de la independencia que le otorga su subjetivad militante, producto de cuestionar su experiencia vital como hijo del sionismo y veterano de la Guerra del Yom Kippur, Gitai reivindica sus raíces al mismo tiempo que cuestiona la mitificación divina predominante en la conciencia colectiva judía, litigando contra un discurso oficial empapado de ortodoxia, lo que provocó que tuviera que escoger el camino del exilio a Francia debido a las polémicas suscitadas en su país.
Un ejemplo de lo dicho lo podemos encontrar en Disengagement (2007), donde el periplo de una francesa acomodada (Juliette Binoche) por encontrar a su hija, quien vive en una colonia israelí a punto de ser desalojada debido a los compromisos políticos adquiridos por su gobierno, convierte su viaje en una odisea en pos de la patria olvidada, enfrentándola con sus raíces perdidas. Asistir de primera mano a la dolorosa expulsión, habiendo convivido —aunque haya sido brevemente— con aquellos que habían encontrado un lugar en este mundo, reconcilia a esta mujer con unos orígenes arrinconados en su memoria, removiendo en su interior traumas personales, familiares y grupales. Gitai resuelve con esta poderosa fórmula uno de los elementos que suelen dominar cualquier debate sobre el juicio aplicado a comunidades lejanas: la distancia permite una mayor objetividad e imparcialidad, pero el contacto directo rescata emociones e identidades que son necesarias para comprender a la otra parte. Pues los que a priori pueden aparecer como verdugos y usurpadores, también son víctimas de una violencia que les conduce al desarraigo.
En sus filmes de los últimos años, Gitai recorre parte de la historia del pueblo judío, planificando unas secuencias fluidas a través del plano secuencia e intercalando pasajes en los que, recurriendo a la técnica de las transparencias visuales, el pasado y el presente, por una parte, y los conflictos personales y los comunales, por la otra, se mixturan en un todo omnipresente, convirtiendo el fotograma en testigo caleidoscópico, donde la luz y la oscuridad se reparten a partes iguales, dando como resultado un retrato complejo y singular sobre el devenir de la sociedad hebrea. El mejor exponente en este sentido es el retrato que ofrece en Carmel (2009). Partiendo de una recreación dramatizada de la lucha de los judíos contra los invasores romanos hace más de 2.000 años, Gitai establece aquí un cronograma basado en la memoria particular y colectiva. Sus recuerdos en forma de diario de múltiples formatos —imágenes de archivo, películas familiares, recreaciones, cartas, etc.— conforman un cuaderno de bitácora del pueblo judío, donde el tiempo es un fluido caprichoso formado por flujos y reflujos, por marejadas y calmas, por olas que rompen en la costa y profundidades insoldables. Su capacidad para componer este collage histórico resulta abrumador por su carga simbólica y emocional, conjugando distintas épocas que colisionan en el mismo espacio y al mismo tiempo, forjando fotogramas teñidos de ambivalencia —dolor y felicidad, amargura y esperanza, encuentro y pérdida, etc.— que representan el sentir de toda una comunidad, pero que el propio Gitai soporta sobre sus espaldas como una pesada carga, apareciendo en la mayoría del metraje para guiar con su presencia ese devenir histórico que confluye en un presente configurado por las medias verdades y las medias mentiras que conforman la realidad. Así, el pueblo de Israel aparece a un mismo tiempo como víctima y verdugo, como grupo condenado históricamente al éxodo y como usurpador, como dador y receptor de una violencia continua que condiciona su tormentoso presente, resultado de un parsimonioso e indefectible discurrir del tiempo. Caos y belleza, conviviendo en un mismo espacio. Mezcla de ficción y documental, de biografía y memoria recreada.
Represión israelí
Son tantos los largometrajes que nos hablan sobre este tema, todos ellos de forma muy crítica para con las fuerzas de ocupación de Israel, que tanta unanimidad podría —cuando incluso debería— conducir a la sospecha, pues la realidad es indudablemente más compleja que lo que nos puede ofrecer tal índice de concordancia en el juicio. Sobre todo cuando se hace desde la distancia, oteando desde la lejanía imágenes a golpe de píxel que deforman lo cotidiano al centrarse tan solo en el sufrimiento de una parte. Como Gitai nos propone, el acercamiento y la experiencia de primera mano condicionan y equilibran, aportando componentes emocionales que no podríamos adquirir de otra manera. Debido a ello, que existan realizadores israelíes que, como el propio Gitai, decidan sumarse a la condena de lo que su gobierno suele tildar como autodefensa o asuntos propios, resulta de un valor incalculable para poder certificar que lo que millones de personas piensan en todo el mundo tiene razón de ser, y que las dudas razonables que siembra el ejecutivo israelí en la opinión internacional son una cortina de humo que pretende ocultar al resto del planeta su siniestra y expeditiva metodología.
El documental es quizás la herramienta más cuestionable a la hora de ejecutar un juicio sobre algo, pues su carácter impresionista crea en cualquier espectador la sensación de que todo lo ofrecido es la verdad y nada más que la verdad, otorgando un plus de verosimilitud a lo mostrado. Y, sin embargo, la elección del tema, la selección de imágenes, el montaje, la banda sonora, etc., son cuestiones ideológicas que configuran y modifican la percepción de esa realidad, decantando hacia uno de los platos de la balanza el juicio de quien lo observa. Por otra parte, cualquier documental está compuesto por imágenes registradas, tomadas del natural, y su configuración como parte de la realidad es incuestionable. Sobre todo cuando en ellas predomina el discurrir sin cortes, disponiendo la vida en secuencias donde, al desaparecer la fragmentación del montaje, presentan un panorama cercano al que nuestra propia presencia podría recoger.
Este espíritu naturalista es el motor que genera los fotogramas de Route 181: Fragments of a Journey in Palestine-Israel (Michel Khleifi y Eyal Sivan, 2004), un fluido e intenso documental —divididas sus cuatro horas y media de metraje en tres partes— que deriva de una experiencia muy concreta: el viaje que los realizadores llevaron a cabo durante el verano de 2002, recorriendo Israel de sur a norte a través de una línea imaginaria y ya perdida en la memoria, coincidiendo con la frontera señalada en la Resolución 181, adoptada por las Naciones Unidas el 29 de noviembre 1947 y que dio lugar a la partición de Palestina en dos Estados. Su recorrido resulta ser un itinerario por la multiplicidad de actitudes ante el conflicto entre judíos y palestinos, topándose al azar con todas las combinaciones posibles en cuanto al enfrentamiento y la reconciliación se refiere. La mezcla entre entrevistas arbitrarias y testimonios espontáneos transmite una potente sensación de verosimilitud, intensificando la credibilidad del experimento: escuchar de primera mano, evitando en su montaje aquellos cortes que mutilen la fluidez. Su mayor logro es conseguir el sinceramiento de los testigos, explorando en sus sentimientos y su memoria para configurar el mapa ideo-patológico de una frontera que nunca existió realmente más allá de las mentalidades de los dos pueblos. Su complejidad es tal que puede ser tomado, por derecho propio, como el mejor retrato sobre dicho conflicto.
Por idénticos motivos, el documental Checkpoint (Machssomim, Yoav Shamir, 2003) resulta ser una cinta valiente, pues el hecho de estar forjada desde el seno de la propia sociedad israelí —más concretamente, desde esa parte crítica con las decisiones imperialistas y coloniales de su gobierno, influido decisivamente por un sector radical del judaísmo que impone sus criterios incluso desde miles de kilómetros de distancia— resulta una aportación estimulante y reveladora a un mismo tiempo. Y es que en su carácter no hay nada maniqueo, pues entre todos los casos con los que la cámara se encuentra hay multitud de situaciones y actitudes en los puntos de control de carreteras dispuestos en la frontera o que conectan las distintas poblaciones palestinas: desde el joven que está cumpliendo el servicio militar obligatorio—seguramente muy a su pesar, pues esos dos años los podría aprovechar mejor de muchas maneras— hasta el convencido de la supremacía racial sobre los árabes —terrible el testimonio en el que un soldado se refiere a los palestinos como “animales”, despojando de humanidad a los ocupados para justificar el deleite que le produce el ejercicio de su sadismo—, el factor común a todos ellos es el sufrimiento de la población palestina, debiendo esperar interminablemente bajo el sol abrasador, la lluvia o la nieve, víctimas tanto del capricho del comandante que puede clausurar el paso en cualquier momento como de severos registros masivos donde no se discrimina por la edad o el género. Muy a pesar de la indignación que siempre está presente en el observador sensible, dos son las conclusiones que se pueden sacar de su visionado: el endurecimiento emocional de los reclutas que les produce convivir día a día con todas estas situaciones límite, y la creciente crispación de los ocupados al no poder disfrutar de una deseada normalidad. Pues está claro que la fórmula del miedo acaba atenazando a ambas partes: el control que proponen dichos puntos se basa en la sumisión —la disciplina militar en los unos, la humillación en los otros—, perpetuando el enfrentamiento y el odio mutuo al introducirse en sus vidas unas situaciones límite antinaturales que siegan la paz y el entendimiento.
Es, de hecho, este tema en torno a los puntos de control fronterizos entre territorios el que ha suscitado argumentos más interesantes en el cine, desarrollando historias que reflejan la realidad diaria de miles de familias divididas por muros y alambradas. Así, el drama que viven los habitantes de los Altos del Golán, conquistados por Israel a Siria durante la Guerra de los Seis Días (1967) y la Guerra de Yom Kipur (1973), sirve como excusa para denunciar en La sposa siriana (The Syrian Bride, Eran Riklis, 2004) las dificultades personales, administrativas y étnicas causadas por la arbitrariedad de unos límites territoriales trazados con escuadra y cartabón. La celebración de una boda será el detonante de una serie de afrentas, provocaciones y represiones, inculcando el miedo en toda una comunidad cuya vida diaria se define a través de las múltiples dificultades derivadas de la ocupación, desembocando todo el conflicto en el punto fronterizo por el cual la novia debe pasar a Siria, destapándose entonces la sinrazón de la burocracia con respecto a su especial situación: la decisión unilateral por parte Israel de cambiar el sello con el que se estampan los pasaportes provocará malestar e indignación al otro lado de la frontera, quedando la joven varada en una tierra de nadie, sin nacionalidad ni familia, sin pasado ni futuro, con un presente en forma de limbo vital que amenaza con condenarla tanto a la soltería como a la expatriación. Esa pequeña franja de territorio se convierte así en alegoría de lo que supone ese siniestro juego supraindividual, donde los anhelos de las personas son víctimas de los intereses nacionales e internacionales y las convenciones diplomáticas.
Otros elementos, como la construcción de la barrera de separación con Cisjordania, han conducido al establecimiento de dos realidades muy distintas, con diferencias sociales, culturales, políticas y económicas divididas por un abismo, más que por un muro. Su presencia condiciona la cotidianidad de la población palestina, y su silueta es un recordatorio de la humillación que supone la ocupación. El fin último de esta construcción de hormigón ha quedado en entredicho por su parcial ineficacia ante la contención del terrorismo, permaneciendo en el horizonte como testimonio del poder y la impunidad de los ocupantes. Películas como Inch’Allah (íd., Anaïs Barbeau-Lavalette, 2012) y Omar (íd., Hany Abu-Assad, 2013) retratan cómo esta muralla imprime su robusta fisicidad en una población atemorizada, individuos asfixiados por su condición de refugiados en su propia tierra.
En el primero de los casos, a través de la mirada de una joven médica canadiense, cuya relación con una amiga que forma parte del ejército israelí se deteriorará debido a la divergencia de opiniones que suscita entre ellas la situación del pueblo palestino. La capacidad de la protagonista para pasar de un lado al otro del muro, que le hará conocer ambas realidades, chocará frontalmente con la perspectiva unívoca de su amiga, quien solo aprecia el martirio de los suyos al configurarse como su única experiencia. De esta manera, el muro se convierte en un elemento distanciador, en un aislante emocional para una parte de la población israelí, que prefiere pensar la realidad al otro lado de la tapia antes que experimentarla de primera mano. Quizás una forma de huir del miedo que provocan las acciones propias, cuyo efecto en los otros nos hacen cómplices de su sufrimiento.
El caso del protagonista de Omar será, sin embargo, el del joven palestino que, harto de soportar las humillaciones y los caprichos de los soldados que vigilan el perímetro del muro, decidirá participar como agente pasivo en un atentado contra una guarnición fronteriza. Al ser posteriormente capturado, deberá enfrentarse a un terrorífico panorama de futuro: permanecer de por vida en prisión o adoptar el papel de colaboracionista. Decidiéndose por esto último, su vida se convertirá en un tormento, viéndose condicionada por el miedo: volver entrar en prisión, delatar a sus camaradas, ser acusado de traidor por su comunidad y perder a su verdadero amor serán factores que le lleven a un peligroso juego de espía doble que le hará descubrir la parte más ruin del ser humano. Su existencia se transforma entonces en un siniestro tablero formado por callejones sin salida, convirtiéndose la ciudad árabe en un opresivo laberinto del cual trata de escapar con el ingenio y la habilidad atlética de un practicante de parkour. Sin embargo, todos sus intentos de escapatoria serán en vano, pues la red tejida a su alrededor termina por atraparle una y otra vez, decidiéndose entonces por realizar un acto tan suicida como inesperado que, al menos, le permita mantener intacta su dignidad.
Pero ha sido una película como Los limoneros (Etz Limon, Eran Riklis, 2008) la que mejor ha expuesto la falta de entendimiento y de voluntad de convivencia entre vecinos separados apenas por un par de metros. Al disponer en un espacio muy cercano a una mujer palestina —dueña de un antiguo limonar— y al ministro israelí de defensa —que se muda a una suntuosa casa al otro lado de la valla que delimita dicho terreno—, los espectadores asistimos al deterioro de la finca frutícola con la misma indignación que su dueña, que se ve impotente ante la maquinaria bélica del ocupante, que prima la seguridad por encima del patrimonio económico, cultural y familiar de dicha mujer. Las raíces de los árboles expresan la profundidad con la que se hunde la identidad del pueblo palestino con su tierra, mientras que las alambradas y las torres de vigilancia imponen el nuevo orden del recién llegado, conectando entre sí esos elementos de represión directamente con los tribunales que certifican unilateralmente el desalojo y la usurpación, factores inmunes al revuelo mediático que termina por cercar y aislar al ministro en cuestión con una resolución formal de gran impacto visual: a un lado del muro, el represor recluido en su propia paranoia, con las únicas vistas de su propia cárcel; del otro, un campo con la mitad de los árboles talados y la otra mitad en riesgo de morir, simbolizando así la situación de todo un pueblo. Un proceso de degeneración imparable donde ninguna de las partes puede declararse vencedora, y donde la perspectiva femenina, que hubiera podido salvar la situación con una solución de entendimiento, ha quedado desterrada.