Acuerdos y desacordes
No me gustaría despertarme una mañana y descubrir que tú no eres tú
—La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956)
La primera película de James Ward Byrkit se desarrolla sobre una sugerente premisa: un grupo de amigos se reúnen para cenar la misma noche en que podrá avistarse desde la Tierra el paso del cometa Miller. Un total de cuatro parejas que, mediante algunas conversaciones aparentemente triviales e intrascendentes, constituyen una pequeña Babilonia en el primer tercio de la película.
Byrkit invita al espectador a que profundice en ese pequeño escenario sobre el que se relacionan sus personajes. Su primera propuesta consiste en dilatar ese espacio en el que algunos de ellos dan buena cuenta de las frustraciones y desengaños que han venido sufriendo a lo largo de su vida. Su segunda propuesta tiene mucho que ver con una cuestión meramente formal: la película se llevó a cabo en tan solo cinco noches y en apenas un único escenario (la sala de estar del propio director), por lo que casi todos los planos de la película se rodaron cámara en mano y con un alto nivel de improvisación en lo referente al guion y a la interpretación de los actores. Por último, y actuando como verdadera fuente motriz de la narración, irrumpe el aspecto fantástico y, con él, varía notablemente el punto de vista de los personajes, que es también el del espectador.
Este aspecto fantástico deviene en un argumento ciertamente estrambótico cuando el paso del cometa sobre la Tierra altera notablemente las pulsiones ya existentes entre los personajes. En la película se introduce una pequeña variante a la paradoja de Schrödinger que, básicamente, consiste en la posibilidad de que diversas realidades interactúen entre sí. Es entonces cuando la película gira de forma trascendental. Y es también cuando el propio espectador se formula preguntas tan elementales como en qué momento y a quién está contemplando realmente.
Haciendo uso de los elementos y objetos más comunes, Byrkit involucra hábilmente al espectador en una interminable espiral de fabulaciones que recuerda mucho a aquello que decía Borges del laberinto sin centro. Para cuando somos conscientes de este patrón narrativo (en forma de bucle temporal que siempre nos devuelve al punto de partida) ya es demasiado tarde para aplicar la lógica al relato. El propio escenario (que alguna vez pudo recordar aquel otro expuesto por Buñuel en El ángel exterminador [1962]) se desdobla en la casa de enfrente, donde coexiste el misterio y una posible solución ante aquellas frustraciones y desengaños que comentábamos al principio. Por tanto, gracias a la inverosímil coherencia cuántica de encontrarse con uno mismo y a pesar del desconcierto inicial, las alteraciones por el paso del cometa Miller suscitan una posible catarsis existencial para algunos de los personajes. Por momentos, muchos de ellos parecen aferrarse a aquella máxima de Paul Muni en el Scarface, el terror del hampa (Scarface, 1932) de Hawks: «hazlo antes, hazlo tú y sigue haciéndolo», tal es así que el instinto de supervivencia prevalece sobre el descontrol de la situación.
Coherence (íd., 2013) logra atravesar el umbral de la ciencia-ficción en el mismo momento en que sitúa a su personaje más carismático en el epicentro de la parábola. El paseo nocturno de Emily, cuyo contraplano evidencia los resultados de las distintas causalidades, suprime el concepto del tiempo y, de alguna manera, sirve como representación en pantalla del Eros contra Thanatos freudiano. Poco después, los primeros rayos de luz matinales actúan como elemento catalizador del relato, que solo en sus planos finales revela si la coherencia se consuma.
Si obviamos el hecho de que en ciertas ocasiones la narración avanza a trompicones (debido en buena parte a esa improvisación mencionada con anterioridad), la película, construida mediante una serie de repentinos cortes entre escenas que casi siempre se supeditan al diálogo entre los personajes, consigue replantear con cierta lucidez un tipo de cine similar. Entre los referentes más inmediatos encontraríamos películas como Los cronocrímenes (íd., Nacho Vigalondo, 2007), Jerome Bixby’s The Man from Earth (íd., Richard Schenkman, 2007), Triangle (íd., Christopher R. Smith, 2009) o, sobre todo, Primer (íd., 2004), la fascinante obra de Shane Carruth que, al igual que Coherence, parece llevar hasta límites paroxísticos el «nada exige más verdad que la ficción» de Cocteau.