Bostezos frente al memorial
Ciertamente, God Help the Girl no es la película que habíamos soñado, si bien era la película que estaba, de alguna manera, encerrada entre los surcos de los discos planteados por Stuart Murdoch bajo el mismo nombre. Es una película extrañamente inexistente, una suerte de sesión de zapping que pasa sistemáticamente por la colección de lugares comunes que uno espera del proyecto: imágenes nostálgicas de sí mismas, pasados pop que nunca existieron, secuencias ordenadas caóticamente en una suerte de túrmix centrífuga en la que nada importa porque nada se sostiene.
Hay una cierta escuela del pop que nada quiere saber de la angustia, y para la que la angustia, simplemente, no existe. En su lugar, se limitan a realizar la posibilidad literaria de un ayer –estético, formal, fantaseado- en el que todo era posible. La quintaesencia de esta especie de nostalgia por el paraíso perdido y la eterna adolescencia almibarada se encarna en la prosa barbiponiente de, por ejemplo, un Kiko Amat o del peor Nick Hornby. Murdoch es capaz de llevar todavía más lejos esta lógica fotocopiando inmisericordemente al Truffaut citado en las postalitas hipsters del pensamiento rápido y al Godard de Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961). El problema, por supuesto, es pensar que desde la tiranía del recuerdo estético de los sesenta todo puede tratarse: los trastornos alimenticios, el suicidio, la depresión o la soledad. Resulta incomprensible contemplar cómo Murdoch realiza chistes a propósito de los esfuerzos que realizan los profesionales en los centros de atención a las adolescentes con problemas mentales y, sin embargo, se pone mortalmente serio para pontificar sobre la iconografía pop, la imposición de manos o las relaciones entre la música y su oyente. Como suele ocurrir entre los fundamentalistas ególatras menos dotados para la reflexión, lo más sencillo suele ser trazar una línea ortodoxa entre el bien y el mal, lo aceptable y lo inaceptable, lo patético y lo sublime, y así apilar juicios valorativos más o menos explícitos sobre la literatura, la docencia, y por supuesto, la lucha de clases. Lo importante para Murdoch no es lo que ocurre en el interior del encuadre, sino el encuadre mismo. De hecho, parecería que en su cinta lo único que cuenta es la dirección de arte y el vestuario, mientras que el montaje, la dirección de actores o el cuerpo de baile resultan simplemente bochornosas.
De ahí el desaguisado expresivo. Pongamos unos pocos ejemplos: señoritas hermosas bellísimamente vestidas en la última moda vintage —hermosa contradicción— que se mueven espasmódicamente en unas coreografías entre lo chapucero y la muestra de fin de curso de una escuela de pueblo. Más señoritas hermosas bellísimamente vestidas que aporrean un piano con gesto de gran inspiración, pero con tan mala suerte que ni sus manos atinan una sola de las notas que suenan en la banda sonora ni sus labios siguen correctamente la dicción del playback. Recursos expresivos cuyo único valor es la cita en sí misma —por ejemplo, el cierre de iris que concluye el viaje en canoa o los aburridísimos y previsibles fundidos encadenados que saturan los números musicales—, sin que en ningún momento se detecte una justificación narrativa o una cierta experimentación de ningún tipo. Todo es tan previsible que las lacónicas y supuestamente emocionales miradas a cámara de la protagonista con cara de cachorro abandonado acaban resultando tan tediosas que, en un gesto de agradecimiento, aceptamos la fealdad y el dolor con el que nuestro pasado retorna a nosotros. Es mejor tener claro que la adolescencia vivida fue una mierda que intentar salvarla a la desesperada usando una iluminación más cercana al Instagram que –pongamos por caso- a Sven Nykvst, o volviendo a copular con un cadáver plástico pop agotadísimo y ya de sobra demolido hasta la saciedad. El hecho de que hasta Russian Red haya abandonado en los últimos meses los tics cansinos y agotados de la casi-frígida modelo yeyé que lleva blusitas de segunda mano y gime gatunamente entre la libido agotada y el aburrimiento de la recepción pequeñoburguesa nos da la cifra exacta de lo aburrido que se ha vuelto el juego de la nostalgia pop.
Murdoch, por supuesto, no se plantea cambiar de rumbo. Pero ni él mismo puede escapar de su trampa y acaba citando a David Bowie y a los Beatles, reflejado en ese espejo confuso en el que nada importa y la vieja excusa tantas veces esgrimida por Amat —¿qué había de malo en aquellas canciones que hablaban de chicos y chicas que se enamoraban y tenían estribillos llenos de ripios?— se vuelve contra la película: allí donde nada importa, es imposible experimentar ningún atravesamiento. Allí donde se niega la reflexión y el placer de la superación del pasado, lo único que reina es la esclerosis, el agotamiento, la inmovilidad, lo infértil. Volver por enésima vez a escuchar los plañideros gemiditos de un artista que intenta compartir sus recuerdos maquillados de aquellos felices años en los que tanto se hacía el amor, tanta droga se consumía y tantos amigos brillantes jalonaban el camino ya no provoca ni náusea. Quizá simplemente la sensación de un vacío interior que invita directamente a salir de la sala de cine y, en justa venganza, vivir el presente. Negarse a participar de la fiesta de la elegía del cine, negarse a bailar con los fantasmas, dar un puñetazo en la mesa y gritar con Bob Dylan —sí, con Bob Dylan— aquello de: “Ahh, but I was so much older then/I’m younger than that, now!”.
Decía al principio que God Help the Girl es una cinta extrañamente inexistente, como siempre es inexistente el pasado que se recuerda y el dogma que se pregona. Pero si algo resulta definitivamente imperdonable es que sea aburrida. El hecho de que ni siquiera una canción con la potencia de Musician, please take heed pueda levantar un metraje ya encarado en sus propios vicios —esto es, en mirarse al ombligo pop balbuceando como un idiota— muestra que Murdoch no tiene el ritmo cinematográfico que se le podría exigir a un músico de su categoría, y por supuesto, que no sabe ni una palabra de narrativa. El hecho de que la mitad de planos que componen los números musicales sean simplemente subrayados visuales de la letra de las canciones demuestra que la cámara le sobra, le resulta problemática e inútil. Su película, por lo tanto, está muy lejos de ser cine y acaba convertida en una tediosa sucesión de batallitas de la abuela digna de ocupar un notable pie de página en la Historia de los Pequeños Fracasos Posmodernos.