Segunda oportunidad catódica para Damon Lindelof
A la mierda el espectador medio
— David Simon
El fenómeno popular en el que, actualmente, se han convertido las series estadounidenses –ojalá inventáramos menos epítetos gratuitos como lo de la «Edad de Oro de la televisión», y profundizáramos más en hasta qué punto la pequeña pantalla ha sabido asimilar ese demográfico adulto que el cine convencional lleva años descuidando– es indisociable del papel preponderante que han tomado las producciones de cadenas de cable como HBO, AMC o Showtime. No sólo porque han tenido la inteligencia de garantizar mayor libertad de acción a sus creadores –y dejarles desplegar sus respectivos universos creativos sin tener que preocuparse (demasiado) por los designios de las audiencias–, sino porque, además, han alterado las reglas del juego a base de transgredir los códigos televisivos más rígidos. No tanto en lo moral, que también, sino sobre todo en la abolición de estructuras genéricas premarcadas. Ya no hay que seguir una métrica determinada para respetar la colocación de los anuncios, ni unas fórmulas argumentales que garanticen la fidelidad del público: los autores tienen más libertad que nunca para jugar con los límites expresivos del formato –¡cuánto hemos ganado en lo visual gracias a la imposición de los televisores panorámicos! –, y se le exige al espectador cada vez más atención, más concentración.
El hecho de haber nacido antes de esta pequeña revolución le pesaba, y mucho, a Perdidos (Lost, 2004-2010; J.J. Abrams, Jeffrey Lieberg, Damon Lindelof; ABC). Engullida por su propio éxito de público, estaba atada a las servidumbres de unos fans devotos que, en su inmensa mayoría, demandaban que se incidiera más en la vertiente aventurera, en los tropos de género reconocibles –¿alguien se acuerda hoy en día del lamentable e infructuoso enfrentamiento entre jaters y skaters?–, y no tanto en los apuntes reflexivos, en la exploración moral y anímica, que se filtraban dentro de la bulimia de sus temporadas de 24 capítulos, excesivos para una historia que se hubiera beneficiado de una mayor concreción. A diferencia de un artista más coherente, más personal, como David Lynch, que prefirió dinamitar su Twin Peaks (íd.; 1990-1991. ABC) antes de dejarla hundirse en la banalidad, tanto Lindelof como el otro showrunner de la serie, Carlton Cuse, aceptaron la servidumbre de lo económico, ignorando lo que John Carpenter le decía a Jason Zinoman que había aprendido de la obra de Samuel Beckett –en su imprescindible Sesión sangrienta (Shock Value, 2008)–: «Quería que en el centro de la película, allí donde suelen estar las respuestas, hubiera un espacio vacío. Le definía la ausencia de significado». Los misterios que planteaba Perdidos eran mucho más atractivos que sus posteriores explicaciones, sencillamente, porque ese espacio vacío del que hablaba Carpenter estimula nuestra imaginación, nuestra capacidad de teorizar, de fabular –y nos abre un espacio potencialmente infinito–… Nos devuelve, en cierta manera, la creatividad de nuestra infancia. En cambio las respuestas, las resoluciones, suelen ser insatisfactorias, así que nos llevan de nuevo a tocar con los pies en la tierra, a probar la amargura de la falta de magia de la realidad cotidiana. Así que, condicionados por la naturaleza de blockbuster de la serie, sus propios creadores acabaron vulgarizándola, restándole intensidad a base de resolver enigmas que no necesitaban ser revelados.
Resulta lógico, en ese sentido, que Lindelof, tras retirarse a la industria cinematográfica durante unos cuantos años, se sintiera atraído por la posibilidad de adaptar para la televisión la novela original de Tom Perrotta a partir de la que se ha construido The Leftovers (íd.; 2014. HBO). Al fin y al cabo, no deja de ser una inversión dramática del punto de partida de Perdidos: si allí el foco narrativo se colocaba sobre los desaparecidos, el libro del autor de Juego de niños (Little Children, 2004) se centra en los que se quedan atrás, los que se ven obligados a asimilar, sin aventuras selváticas de por medio, una pérdida para la que no hay explicación racional posible –más allá de las elucubraciones sobre el aspecto bíblico del fenómeno–. Liberado de las servidumbres de la televisión comercial convencional, Lindelof, con la ayuda como showrunner del propio Perrotta, desarrolla una ficción que hace de los huecos, de las ausencias narrativas, su característica diferencial. No hay explicaciones porque no aportarían nada a lo que se nos está contando. Porque los misterios, esos momentos carentes de toda lógica que, por momentos, parecen salidos de una alucinación lynchiana, están ahí para que comprendamos, para que conectemos mejor con la sensación de desamparo de los personajes. El público no puede ir por delante de los protagonistas, simplemente, porque no hay delante, como tampoco lo hay en la vida real. The Leftovers no es una aventura, pese a sus detalles «fantásticos», sino una crónica del sufrimiento, de la pérdida y del duelo, de ahí que sea una serie tan áspera, tan asfixiante, por momentos agotadora. Como si Lindelof le hubiera quitado a Perdidos todo su envoltorio genérico, sus fórmulas de crowdpleaser, y la hubiera desnudado hasta dejar al descubierto, en su expresión más pura, su nervio dramático.
De forma consciente, The Leftovers le da la espalda a la estructura dramática no lineal, repleta de saltos temporales, de Perdidos. Solamente en un capítulo, el noveno, «Lo mejor de los Garvey», la historia se gira hacia su propia espalda, dejando entrever, durante su intensísimo metraje, todo aquello que apenas se nos había insinuado sobre los personajes. Un episodio que rompe lo que creíamos saber hasta ese momento, que redimensiona lo que habíamos visto, y nos permite encajar las claves de determinados comportamientos, determinadas actitudes. Hay que recordar que una de las características diferenciales de la primera temporada de Perdidos era cómo las impresiones que nos había dejado el piloto sobre su grupo de protagonistas se iban matizando, e incluso virando de forma radical, gracias a los episodios que desarrollaban sus respectivas historias; así que no deja de ser lógico que, en la serie que nos ocupa, Lindelof y Perrotta jueguen a algo parecido, si bien yendo unos pasos más allá. Porque, si bien el centro dramático de la ficción está colocado sobre el sheriff Kevin Garney Jr. (Justin Theroux) –un héroe torturado con muchas concomitancias con Jack Shephard (Matthew Fox), sobre todo por la idea del destino marcado, de la inevitabilidad de cumplir un papel determinado, aquí mucho más difuso e inconcreto–, alrededor del cual van girando el resto de habitantes de la inexistente ciudad de Mapleton, Nueva York, en realidad lo que a los showrunners les interesa es ir desviando el relato, ramificando su desarrollo, para darle voz a personajes inicialmente secundarios, por momentos casi marginales, que añaden complejidad, enfoques divergentes, enriquecedores. Pienso, por ejemplo, en el reverendo Matt Jamison (Christopher Eccleston), que da un paso al frente en «Ayuda divina» para luego volver a diluirse en segundo plano, pero sobre todo en su hermana Nora Durst (Carrie Coon), protagonista del que seguramente sea, a día de hoy, el mejor capítulo de la serie, «Invitada», tras el que se convierte en el interés amoroso del personaje de Theroux.
Precisamente, el interés del mencionado episodio está en la crudeza, en la absoluta desnudez, con la que aborda el tema principal de la serie: la necesidad del ser humano de superar los procesos de duelo, y el dolor que conlleva, a pesar de la falta de explicaciones. Ya no basta con la redención que necesitaban, desde sus perspectivas únicas y singulares, los personajes de Perdidos: la complejidad del universo que Lindelof y Perrotta desarrollan en The Leftovers parte de que, en lo absurdo, lo irracional, de su configuración, no hay forma de liberarse más allá del esfuerzo emocional de seguir adelante. De ahí la presencia constante de la secta de los Culpables Remanantes, lo más parecido a un antagonista que hay en la serie –en realidad, no lo son: sería simplificar la complejidad de lo que aquí se narra–, precisamente, porque consideran que nadie tiene derecho a pasar página, y se centran en evitarlo recordando la pérdida, hurgando en la herida, ignorando que el dolor no se superar, solamente se atempera. Que las ausencias dejan una huella imposible de borrar, por más que nos acostumbremos a ellas, que escojamos vivir, mirar hacia el futuro con (cierta) esperanza, en lugar de reconcomernos. De eso trata, más allá de un punto de partida que se diría salido del Apocalipsis bíblico, The Leftovers: del día después de haber perdido una parte esencial de nosotros.