Cuando todo arde
Pocos cineastas actuales pueden presumir de situarse, con el estreno de cada nueva película, en el ojo del huracán; Christopher Nolan es indudablemente uno de ellos. A este respecto considero pertinente precisar que pese a que las encendidas diatribas a que se prestan defensores y detractores del director británico no hacen sino reflejar la penetrancia del grueso de su filmografía en esa entelequia que definimos como espectador, y valoradas desde esta óptica serían una consecuencia tan estruendosa como deseable, no por ello adolecen de escaso sentido: apelando a criterios estrictamente técnicos, o séase de conocimiento e implementación del lenguaje cinematográfico, el firmante de Following (id., 1998) ha devenido con el transcurrir del siglo XXI en uno de los incontestables de su oficio… pero el cine es algo más que la aplicada utilización de determinadas destrezas, ¿verdad? Ante todo, un canal de comunicación en el que nosotros, receptores, asimilamos una variada gama de estímulos, visuales y auditivos, que aglutinamos bajo la etiqueta de fílmicos. Ni que decir tiene que cada uno de los millones de potenciales depositarios tiene nombre y apellidos. Biografía. Subjetividad.
El ‘affaire’ Christopher Nolan
Algo más tiene que haber en la filmografía de un director al que se despacha habitualmente con epítetos tales como cerebral, frío o formalista para generar en torno a su figura antagonismos tan marcados, por no decir beligerantes. Con franqueza, dudo que ello pueda explicarse apelando exclusivamente a los experimentos narrativos, la disolución del concepto de realidad per se como principal elemento vertebrador de su obra y, por descontado, el atrevimiento —¿imperdonable?— de situar su visión del (anti)héroe por antonomasia de la contemporaneidad en la estela del ensayo moral, en unos años en que la disneyzación aguda del cine de superhéroes amenaza con erigirse en paradigma exclusivo —y excluyente. La clave excede pues los márgenes de lo argumentativo para situarse de lleno en el terreno de lo visceral: la poética del responsable de Memento (íd., 2000) genera emociones encontradas, constituyéndose en propiciatorio caldo de cultivo para encendidas polémicas donde la reflexión, de haberla, acostumbra a no exceder los 140 caracteres de vellón.
Lo fascinante del affaire Nolan es que la evolución de la obra del susodicho se ha venido impregnando, en un crescendo inexorable desde El truco final (El prestigio) (The Prestigue, 2006) de cualidades dionisíacas, discutiendo desde el interior la primacía de lo apolíneo en su cine. Veamos; tanto Memento como Insomnio (Insomnia, 2002) parten de esquemas noir para desarrollar alambicadas tramas condicionadas por las limitaciones neuropsicológicas de sus protagonistas, que se relacionan precariamente con un entorno hostil, carente de contornos definidos. El punto de vista, en todo caso, pondera los requerimientos narrativos de género relegando a un segundo plano el acercamiento digamos intimista a las complejidades personales de Leonard Selby (Guy Pearce) y Will Dormer (Al Pacino). En Batman Begins (íd., 2005), a su vez, el relato canónico de iniciación es enfocado desde una óptica sobria, realista, con lo que si bien en el periplo vital que lleva al joven Bruce Wayne (Christian Bale) de niño bonito de Gotham City a justiciero enmascarado tienen cabida las emociones —hacia su amor de la niñez, el mayordomo/padre, el maestro devenido en principal antagonista— estas constituyen tan sólo un elemento más del conjunto, galvanizadas por una puesta en escena tan medida como distante. A la vista del resultado más bien átono de su primera aproximación al arco temático dedicado a Batman —convertido en auténtica columna vertebral de su filmografía— resultaba difícil presagiar lo que llegaría tan sólo tres años después…
Claro que, como jalón previo a El Caballero Oscuro (The Dark Knight, 2008) asistiremos, como espectadores de excepción, al paroxístico enfrentamiento de dos ilusionistas londinenses macerado en odio, envidia y desconfianza mutua: si el malsano antagonismo entre Robert Angier (Hugh Jackman) y Alfred Borden (Christian Bale), devenido conforme avanza el relato en demencial tour de force alucinado y cruel, no nos desestabiliza profundamente es porque la pulida superficie del retrato de época contrarresta el potencial emotivo inherente al entramado argumental, dando lugar a un pulso desigual que acabará decantándose del lado del raciocinio, tramoya y golpe de efecto. En consecuencia, el más difícil todavía que se apodera de la película no va más allá de provocar una mezcla de incredulidad y estupefacción en el espectador, pero asentará una premisa temática a partir de la cual se articulará igualmente El Caballero Oscuro, elevando exponencialmente ambiciones éticas y formales; en palabras del mismísimo Alfred Pennyworth (Michael Caine): «Hay hombres que sólo desean ver el mundo arder». Arrojándose de cabeza a la hoguera encendida por el Joker (Heath Ledger), ya nada será igual en el cine de Christopher Nolan.
En el amor como en el caos
Tanto El Caballero Oscuro como la posterior Origen (Inception, 2010) afloran como puntales imprescindibles para aprehender el que ha terminado por constituirse en gran tema de la obra del director británico: la plasmación verosímil de ese antagonismo primordial, definido más arriba en términos nietzschianos, entre raciocinio y emoción, que se enseñorea de todos y cada uno de los elementos constituyentes de los últimos títulos de su filmografía. Así, en el filme que desarrolla de forma magistral la faceta moral y arquetípica de Batman como Héroe/Justiciero, la visión más estereotipada del cine de superhéroes que caracterizara Batman Begins se ve trascendida por una mirada hiperrealista hacia el thriller policiaco clásico, desarrollando con generosidad escenarios y personajes afines al género, pintando a pequeños y grandes trazos una urbe del siglo XXI con cuyos habitantes —sean policías, fiscales o abogados— resulta difícil no sentirse identificado. De ahí que la brutal intromisión de un psicópata homicida carente de la más elemental escala de valores se lleve por delante todos los ideales y certezas que se han ido desgranando con parsimonia, en diálogos primorosamente escritos y declamados, emponzoñando el clima del relato de impotencia, desconcierto, inquietud… miedo. Una pléyade de desestabilizadoras emociones que explosionan en el encadenado de secuencias que, tras el arresto del Joker, desembocan en su huida de la comisaria, enmarcado su rostro sanguinolento trasmutado en mueca desafiante, triunfal. Contra la encarnación del caos nada puede hacerse, y la congoja de aquellos que lo padecen en primer término será la nuestra.
Con nuestro héroe emocionalmente devastado, arrasadas sus convicciones más profundas —y herido psíquica y físicamente—, El Caballero Oscuro: la leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012) consigue ser a la vez demoledora expansión de los postulados de su predecesora y conclusión triunfal de toda una saga, lo que la aboca ya desde su propio planteamiento a una manifiesta —se diría que asumida— irregularidad. De atmósfera definitivamente enrarecida, elegíaca, la crónica de la inmolación de Batman/Bruce Wayne a manos del terrorista Bane (Tom Hardy) que encarna, en su hipertrofiado corpachón, los modos y motivaciones tanto de Ra´s al Ghul (Liam Neeson) como de Joker se enmarca de manera convincente en un escenario de anarquía social, con Gotham City trasmutada en símbolo mundial de la idolatría al Becerro de Oro. Claro que, más allá del discurso, tan maniqueo como efectivo, de cómo la demagogia populista enmascara la pretensión de manipular —cuando no amedrentar— a la colectividad, el verdadero interés de Nolan y su equipo parece ser amplificar arteramente las resonancias del postrero sacrificio del defensor de la urbe, renacido para salvarla de la destrucción total: aunando con suma brillantez plástica y misticismo, la prodigiosa secuencia en que Bruce Wayne lleva a cabo el catárquico salto de fe que le permite escapar del pozo/prisión donde estaba confinado, excelsa conclusión de todo un ciclo heroico, demuestra a las claras la razón por la que Christopher Nolan es, por encima de todo, un grandísimo cineasta. La atropellada sucesión de peleas, excesos referenciales y codas finales posteriores parecen pensadas para cargar de razones a la legión de detractores que le tachan de grandilocuente y discursivo, pero sin entrar a valorar su idoneidad remiten inequívocamente a la yuxtaposición de líneas argumentales que encierra Origen.
Obra fundamental para guiarse a través de la compleja dicotomía en que se ha instalado el cine del firmante de Insomnio, lo que apunta en inicio a culterano homenaje a Misión: Imposible (Mission: Impossible, Bruce Geller, 1966-73) tenuemente Sci-Fi —con ecos de la literatura cyberpunk y generosas dosis de la serie Bond— implosiona mediado el metraje, una vez que el determinismo con el cual se ha pretendido constreñir una realidad carente de reglas como es la onírica cede al empuje del inconsciente de Dom Cobb (Leonardo Dicaprio), rebatiendo desde dentro del relato su propia naturaleza genérica; el pulso a que se somete Origen consigo misma, oscilante entre seguir siendo fiel a su condición de thriller o bien dejarse arrastrar a las cenagosas aguas del psicodrama termina decantándose del lado de la expiación de la culpa, que además es doble: la del protagonista aceptando al fin la muerte de su esposa (Marion Cotillard), la de Robert Fischer (Cillian Murphy) regresado del limbo para ser perdonado por su padre moribundo (Pete Postlethwaite). En el continuum de emociones fuertes encuentra finalmente la película su razón de ser, arrastrando al espectador a un espectáculo total que confunde, agota y maravilla a partes iguales; pero es en su esplendorosa concreción fílmica, que vuela muy por encima de farragosas explicaciones y reiteraciones narrativas, donde la labor de Nolan y su núcleo duro de colaboradores —con mención especial para la magistral B.S.O. de un Hans Zimmer que, tanto cuando se mira a sí mismo como al legado musical de John Barry contribuye de manera decisiva a amplificar exponencialmente las resonancias sensitivas de las imágenes— brilla con luz propia: todas y cada una de las secuencias en que la trama de Cobb y Mal cortocircuita la principal se encuentran entre lo más bello y sugerente que ha filmado su director.
No es de extrañar entonces que cuando el protagonista despierte, a punto de llegar a L.A. y encontrarse con sus hijos o bien pasar el resto de sus días en la cárcel, la emoción experimentada, que seguramente haya empezado a desbordarse ya por nuestros ojos, sea la misma que trasmiten las miradas de sus compañeros de viaje, tras una experiencia vital que les ha cambiado para siempre. Toda vez que el legado de Origen pervive en El Caballero Oscuro: la leyenda renace, y a la vista de las primeras impresiones que ha generado Interstellar (íd., 2014) se enseñorea igualmente de su visión, épica e intimista, de la ciencia-ficción pura, parece que lo dionisíaco ha llegado a la obra de Christopher Nolan para quedarse… o al menos, para seguir generando tensiones de diversa índole en el seno de sus ficciones, que al ser mostradas sin ambages explicarían, ahora sí, las encendidas polémicas que generan. Abriéndose a una emoción que no esperábamos, se diría que Mr. Nolan ha terminado sucumbiendo a una idea fuertemente implantada en su mente cartesiana: si el cine tiene un inabarcable potencial para hacernos sentir, ¿por qué no aprovecharlo?