Quiso el azar que cuando Israel de Francisco me proponía escribir al alimón una colección de textos sobre la situación actual del thriller y el género de terror en Israel, estalló la crisis de la Operación Margen Protector. Mientras intercambiábamos correos buscando referencias o nos intercambiábamos subtítulos de aquel título casi desconocido, ambos éramos conscientes de que el latido, el temor y el temblor de Tierra Santa, se manifestaba en lo real, en lo material, en el cadáver elocuente y el pánico concreto. Como mis lectores ya saben —no tienen más que remitirse al histórico de esta misma revista— nunca he disimulado mis afinidades ni tengo especial interés por perfumarme de una cierta pose revolucionaria que, sin duda, cotiza a la alta en las redes sociales pero impide aceptar algunos matices frente a los análisis habituales sobre la cuestión.
De mi experiencia en Israel puedo esbozar dos detalles que creo importantes para los párrafos que siguen. En primer lugar, allí el terror es una experiencia con la que crecen los ciudadanos, se impregna en la piel y forma parte de los planes educativos, de la programación televisiva, de la omnipresencia de unidades militares que pasean por las calles. En segundo lugar, el ejercicio cotidiano de la convivencia entre palestinos e israelíes pende de una cierta calma tensa que no alcanza el odio furibundo que nos inyectan desde los medios y que, de hecho, está constantemente revisado críticamente por ciudadanos de ambos bandos. Terror y razón, crítica y esfuerzo, tensión y celebración, son polos que constituyen la paradoja de Israel, su máscara bufa y también su abismo más profundo. Por lo demás, Israel sigue preso de esa extraña incompatibilidad tan propia de nuestras sociedades del Siglo XXI y que tan bien conocemos en España: la tensión entre centro y periferia, el sueño de tener una identidad nacional poderosa y, a la vez, participar del juego de la economía global. Ser contundentes y verdaderos en lo local para poder participar plenamente en los mecanismos de acción planetaria. Ni Israel ni Palestina son entidades humildes ni sus estrategias de supervivencia son transparentes. Lo que, quiero aclararlo, no es un dato negativo sino simplemente una suerte de constatación de lo que hay. Todo lo demás es engañarse con respecto a los discursos y las intenciones.
En el ámbito concreto de lo cinematográfico, el cine de Israel se ha construido precisamente desde su nacimiento sabiendo que tenía al menos dos objetivos principales: servir a la construcción de la identidad nacional y, a la vez, dar voz a los sectores minoritarios que componían las distintas oleadas de inmigrantes que se han ido sucediendo. Generalmente, la historia del cine en Israel se traza desde dos coordenadas distintas. En la primera, se plantea un ejercicio de reivindicación de la modernidad fílmica que arrancó a principios de los sesenta con cintas tan estimulantes como Un agujero en la luna (Hor B´Levana, Uri Zohar, 1964) y que desemboca con toda claridad en la filmografía de Amos Gitai como el auteaur israelí por antonomasia, el gran narrador del desgarro íntimo. En la segunda, que es la que más nos interesa ahora, el cine israelí ha pagado sucesivos peajes al cine de género, entablando un extraño y personalísimo diálogo con la herencia hollywoodiense.
Tomemos como ejemplo casi paradigmático el gran éxito de Sallah Shabati (íd., Epharim Kishon, 1964), la cinta que inauguró el primer género propio de la cinematografía israelí, los llamados Bourekas o comedias locales. Consciente de la desconexión entre las distintas oleadas de inmigrantes y de las profundas divisiones sociales que experimentó el país desde su nacimiento, Kishon creó una fabulita amable en la que una serie de códigos visuales heredados del Modo de Representación Institucional de Hollywood servían para parodiar la idiosincrasia nacional, ofreciendo quizá por primera vez en el país el espejismo de una unión cultural sólida, posible, una suerte de hermandad (imposible) capaz de regodearse en su (inevitable) diferencia. Las salas de cine de Tel Aviv y Jerusalén no tardaron en llenarse de productos similares, delicadas piezas de ingeniería social que se apoyaban en los títulos de los Grandes Estudios pero con una cierta pátina local, identitaria, constructiva. Es bastante probable que más de un espectador español recuerde los dicharacheros pases a horas intempestivas que las por aquel entonces recientes cadenas privadas ofrecieron a propósito de las interminables entregas de la serie Polo de limón (Lemon Popsicle, Boaz Davidson, 1978), desternillante acercamiento israelí a la comedia de iniciación sexual norteamericana.
Dicho con otras palabras: el cine israelí, paulatinamente, conquistó desde los setenta no sólo un espacio personal autoral e independiente, sino también una notable nómina de productos basados en los usos de los distintos géneros, con especial hincapié en la comedia costumbrista como joya de la corona. En pocas décadas Israel produjo melodramas —Ani ohev otakh Rosa (Moshé Mizrahi, 1972)—, comedias románticas —Dizengoff 99 (Avi Nesher, 1979)— o incluso delirantes películas de ciencia-ficción con viajes en el tiempo para sortear la III Guerra Mundial —Sheder Min Ha´Atid (David Avidan, 1981)—.
Sin embargo, la evolución del thriller, y ya no digamos del género de terror, fue notablemente distinta. Como señalábamos hace unos párrafos, la sociedad israelí tiene, por su propia casuista geopolítica, una constante relación con la violencia. La violencia forma parte de los programas electorales, de los ciclos de vida que rigen los hábitos de sus individuos, del paisaje urbano, de su escritura familiar. La sociedad judía ha quedado definitivamente atravesada por una violencia que se desliza desde el pasado (persecuciones, pogromos, matanzas y la inevitable parada holocáustico) y que se proyecta hacia el futuro inmediato. Por mucho que se quiera pensar de otra manera, la justificación del presente de Israel pasa obligatoriamente por un acercamiento continuo a la violencia.
De ahí que se pueda trazar una extraña pero estimulante línea entre la desconexión que generalmente ha tenido el cine de Israel ante el género de terror y su experiencia cotidiana de integrar el pánico en su tejido urbano. El cadáver, lamentablemente, está presente en cada palmo de sus ciudades. La antigua plaza de los Reyes de Israel en Tel Aviv está presidida por la ausencia del pacifista asesinado Isaac Rabin. Las puertas de la Jerusalem Eterna guardan las muescas de la metralla. El aullido de las alarmas en Yom HaShoah resucita cada año el recuerdo de los seis millones. Frente a una experiencia directa del cadáver, su mostración cinematográfica parece herida de un déficit, de una cierta distancia.
De ahí que incluso en sus ficciones bélicas la violencia siempre sea observada con una suerte de distancia, de respeto crítico. Si tomamos por caso la inconmensurable Kippur (íd., Amos Gitai, 2000), la descripción de los hechos de la Guerra del 73 sólo se entiende como un rumor lejano, una polaroid precisamente delimitada en la que lo que parece interesar al director es desvelar la angustia y la interioridad de una serie de personajes extraviados en mitad de su ideología y de su desazón ante las deudas que exige habitar la tierra prometida. Del mismo modo, más que contemplar cadáveres y acciones épicas de violencia más o menos explícita, Gitai se recrea en proponernos el trazado de una tierra amplísima, tierra que a ratos parece un lienzo, un sueño imposible y un infierno indescifrable. Lo mismo ocurre en una cinta anterior del director, Berlin Jerusalem (Berlin-Yerushalaim, 1989), en la que las acciones militares de los pioneros o los ataques de los SA urbanos en los primeros días de la República de Weimar se quedan siempre fuera de foco, elididos, situados en otra coordenada fílmica no retratada. Gitai demuestra en ambas películas una corriente generar del cine israelí hasta las últimas décadas: no poetizar la violencia, negarse a convertirla en un icono plástico para las masas, sumergirla en la elipsis.
De momento, quisiera detenerme en esta idea. En nuestro próximo texto tendré la ocasión de analizar algunos ejemplos del pasado y el presente del thriller israelí. Quizá a partir de sus ideas podamos realizar una topografía algo más precisa que nos permita explicarnos por qué su encaramiento fílmico ha tenido lugar precisamente ahora.