Intimidades congeladas
Can only feel this way
When silence comes
— Maps, To the Sky
14 de octubre, esa es la fecha. Un minúsculo porcentaje de la población mundial desaparece sin explicación alguna, como si nunca hubiese estado allí. Padres, hijos, amigos o amantes, se desvanecen sin dejar rastro. La televisión solo puede mostrar el vacío: la puerta abierta de un coche, un carrito de bebé abandonado, una bicicleta tumbada sobre la acera. Apenas en un instante varios millones de personas han dejado de existir. A algunos los teníamos a un palmo de distancia y quizá con otros hacía años que no nos cruzábamos. Tras ese momento, la vida se empeña en convencernos de que se puede continuar, cada cual recuerda las cosas a su manera. Los colectivos religiosos sostienen que se trata de un rapto divino, los elegidos a los que Dios ha llevado al paraíso; las sectas lo interpretan como una llamada a congelar ese acontecimiento, porque si no hemos desaparecido con el resto es, precisamente, para que no olvidemos lo que sucedió.
Tom Perrotta es uno de esos escritores interesados en las vidas que tienen su lugar en los suburbios, en las comunidades de vecinos o en los pequeños grupos humanos. The Leftovers*, en el fondo, es un intenso retrato de esa necesidad tan propia de contarnos las cosas; de compartir nuestros relatos y memorias, nuestras heridas y emociones. Ante el impacto de aquella tragedia, cada uno se refugia donde puede, sin estar del todo seguro de si se trata de la mejor elección posible. La realidad se desintegra tan rápido que intentamos guardar a buen recaudo algunos de sus pedacitos por si no vuelven a repetirse. A diferencia de otras familias de Mapleton, los Garvey no han perdido a ningún familiar directo. Y, sin embargo, tres años después, el tiempo ha pasado como un ciclón sobre ellos, pues de la fotografía original con los cuatro miembros solo quedan dos, el padre y la hija. La madre ha ingresado voluntariamente en la secta que monopoliza el residuo culpable de la población, y el hijo le sigue el juego a un presunto santo que ha fundado una agrupación de abrazos curativos.
Ante este panorama, no resulta extraño que Damon Lindelof encontrase elementos en común con la visión suburbana de Perrotta. Como en Perdidos (Lost, Abrams, Lieber y Lindelof, 2004-10; ABC), The Leftovers (íd., Damon Lindelof, 2014-¿?; HBO) lidia con personajes rotos que intentan arreglarse, con relatos íntimos que pintan un vasto mosaico de una realidad que tritura nuestro sentimiento de pertenencia al mundo, o con la manera que tenemos de reaccionar, y revelar nuestras convicciones y deseos, ante situaciones extrañas. Y, sin embargo, la visión de Perrotta casi parece arrancar allí donde la serie termina, como si su vocación pasase por rellenar todos los espacios vacíos que la apuesta fantástica de Lindelof esparce alrededor de la narración. Porque en la novela no hay un padre demente o un vecino que organiza cacerías de perros rabiosos, Kevin Garvey es el alcalde y no el jefe de policía, e incluso el propio Wayne es un estafador que reconoce su propio timo cuando lo ponen a disposición judicial. Lo importante, precisa Perrotta, son las palabras que nos sirven como cobijo, a las que nos agarramos para no perder el equilibrio, que calientan las intimidades congeladas tras ese 14 de octubre.
Si en algo coinciden novela y serie es en el profundo dibujo que le proporcionan al personaje de Nora Durst, la mayor víctima de aquella fecha, la mujer que perdió a toda su familia. Perrotta narra su historia desde el hastío vital de alguien que apenas roza los cuarenta y no encuentra un estímulo para seguir adelante. Cuánto deseaba que su marido y sus dos hijos desapareciesen y la dejasen en paz; cuán proporcional es el dolor que siente por haberlo pensado. El dolor que le lleva a preparar el desayuno para cuatro, a revisar obsesivamente cada episodio de Bob Esponja y anotar un comentario en su libreta, a saber y sentir que una parte de su pasado también ha desaparecido; ahora está incompleta, le falta una pieza irreemplazable y le sobra la sensación de que nunca la va a recuperar. Lo explica muy bien un pasaje en el que Tom, el hijo mayor de los Garvey, le cuenta a un compañero de la universidad la anécdota de Verbecki. Aquél era un amigo de la infancia, uña y carne hasta que un buen día decidieron tomar caminos separados. Quizá, de haberse cruzado el 13 de octubre, ni siquiera se hubiesen reconocido. Pero Tom es incapaz de dejar de pensar en él, de repetir su nombre obsesivamente, porque en el fondo es alguien que tuvo un papel importante en su vida y que ha dejado de existir.
En The Leftovers conviven dos gestos de una humanidad descarnada. Por un lado, el que representa Kevin Garvey, alguien que pone todo su esfuerzo en continuar, aunque tenga que bregar con las secuelas de la tragedia y achicar, una y otra vez, los efectos del naufragio de la realidad. Por el otro, el que representa Nora, incapaz pese a reconocer en ese otro hombre los brotes de una felicidad abandonada; incapaz de compartir el mismo lenguaje y la misma intimidad, esa que siente casi como una traición sobre su memoria, que desearía extirpar para así disponer de un nuevo comienzo. Porque le cuesta decirse a sí misma que todo aquello que tuvo un papel importante en su vida ha dejado de existir; le cuesta dejar que Kevin se acerque, que la ame o que simplemente quiera estar con ella, formatear el disco y reelaborar su propia historia personal. A Kevin, en fin, le gustaría reunir a su familia, volver a escuchar la voz de Laurie, su esposa, ensayar algún pase en el jardín con Tom o que la melena de Jill acariciase su barbilla cada vez que la abraza. Pero sabe que no puede, que para él también esos son pensamientos de algo que se ha desvanecido, que no ha sabido cómo adaptarse al ritmo de estos tres últimos años, que se ha marchitado como tantas otras cosas.
Pase lo que pase, nunca sabremos reaccionar ante el dolor, si acaso de una manera aproximada. Cuando Tom y su mejor amigo asisten a un encuentro con Wayne, les asombra esa sacudida interior que notan tras el abrazo con aquel hombre de mediana edad que perdió a su hijo. El Sr. Gilchrest ha absorbido una pequeña porción de su dolor, él puede tolerarlo. Es cuestión de ellos (y de nosotros) aprender a controlar el resto. The Leftovers, en ese sentido, puede que sea una de las obras que más tenazmente enfrentan lo íntimo con la soledad, la pena y la pérdida. Recordar, al fin y al cabo, es un gesto natural, por eso inventamos historias, herramientas o situaciones para prolongar su efecto, como si se tratase de un mausoleo en el que la memoria siempre es protagonista. Sufrimos demasiado al olvidar, no sabemos ser felices, nos dice Perrotta, no creemos tener fuerza de voluntad para enfrentarnos a esa melancolía que se instala ahí dentro y nos devora lentamente; que nos exige más de un abrazo para absorber cada pequeña porción de dolor que disemina.
Cuando intimamos, casi como un acto reflejo, tendemos a enseñar nuestras heridas de guerra, a compartir las pequeñas anotaciones a pie de página que acumula nuestro relato vital. Un toma y daca, un nuevo mundo, la sensación de encontrarnos menos solos. En uno de los episodios de The Leftovers, Kevin y Nora mantienen una conversación en el coche de aquel antes de entrar en la casa de la mujer. Se conocen tan poco que ambos están sorprendidos de ese débil vínculo que tienen en común; aún no han aprendido a hablarse o a quererse, a confiar en lo que cada uno puede ofrecer al otro. Y, sin embargo, hay algo muy tierno en esa torpeza, en ese titubeo entre dos personajes maduros que dilatan la escena antes de mantener su primera relación sexual. Para Tom Perrotta, esa, y no otra cosa, es la medida que nos acerca entre los restos del naufragio: ese desconocimiento, esa falta de nombre, experiencia o uso, esa primera vez en la que conocemos a alguien, besamos a alguien o amamos a alguien, cuando lo acogemos en nuestras vidas.
Repartidos en bares, en el campo de sotfball o en el porche de casa, en ruta hacia Ohio o enclaustrados en un edificio en Gingko Street, cada personaje de The Leftovers trata de establecer un nuevo contacto, una nueva realidad, que le salve de los escombros de su pasado. Tan débiles como vulnerables, unos y otros se dejan arrastrar (¿acaso no es lo que hacemos?) por aquello que les promete un síndrome de abstinencia corto, un pinchacito que mitigue la ansiedad de todas las desapariciones. Es lo más humano, por mucho que la novela lo encarne en una secta de fumadores o en un falso profeta de turbio presente. A nadie se le da bien tolerar la frustración. Por eso el recorrido de serie y novela resulta tan ingrato, a ratos excesivamente amargo, y a la vez tan apasionante. Nos invita a descongelar esa intimidad, dañada de forma casi irreparable, y a encontrar una manera de sentirnos, de reencontrarnos, cuando llega el silencio. Como un abrazo que, esta vez sí, puede absorber el dolor a grandes tragos o esa primera señal de amor que intuimos tras un baile. Nos enseña a comprender cómo, a pesar de todo, la vida siempre se abre camino.
* La edición que he utilizado de The Leftovers ha sido publicada por Edicions del Periscopi, con traducción de Marta Pera Cucurell.