Dinamismo y equilibrio
La 52 edición del Festival Internacional de Cine de Gijón (FICXixon 52), que se ha celebrado la última semana de noviembre, ha supuesto la consolidación del equipo de Nacho Carballo, que hace tres años sustituyó en la dirección del certamen a José Luis Cienfuegos en medio de un mar de polémicas de corte político. Calmadas las aguas, y pese a la lluvia intermitente que arreció durante gran parte del festival, se puede constatar que el saldo ha sido razonable. La veterana semana de cine asturiano mantiene un dinamismo envidiable en su apuesta por combinar una muestra de cine arriesgado y diferente. Ahí están por ejemplo sus saludables secciones de cine de animación —Animaficx—, y de cine para niños y no tan niños —Enfants terribles—, que conectan el festival con su identidad histórica como Certamen Internacional de Cine para la Infancia y la Juventud. Pero también sus variados ciclos de convergencias entre cineastas novísimos, independientes y experimentales.
Además, se observa un equilibrio loable entre el tamaño y la identidad del festival y la organización sencilla pero efectiva de sus eventos, que se ajustan perfectamente a esa idiosincrasia. En este sentido, el festival tuvo un primer fin de semana lleno de ambiente, con mucho público joven, largas colas (derivadas de algunos problemas logísticos) e invitados de primera línea: los homenajeados Terry Gilliam e Yvonne Blake —que lanzó un brillante y divertido alegato feminista en uno los mejores discursos de agradecimiento que se han podido escuchar recientemente—, o el veteranísimo y jubilado Richard Lester. La semana fue avanzando con un desarrollo algo más plomizo y desangelado, en lo que junto a la lluvia, tuvo que ver fundamentalmente el carácter de una sección oficial que se mantuvo en una línea de cierta grisura, con pocos films de verdadero interés, salvo alguna pequeña excepción como Hill of Freedom (Jayueui onduk, 2013) de Hong Sang-soo. No hubo grandes despropósitos, pero tampoco apareció ningún film que hiciese saltar la banca, como ocurrió el año pasado con la notable Ida (íd., Pawel Pawlikowski, 2013). Fue en las muestras paralelas en dónde pudo hallarse un abanico de propuestas más enriquecedor, tanto en recopilatorios de otros festivales y misceláneas varias, como en los ciclos dedicados a los otros dos homenajeados del certamen: el animador norteamericano Bill Plympton, y el polémico director de culto filipino Brillante Mendoza. A continuación, las reseñas de las películas.
Hill of Freedom (Jayueui onduk, Hong Sang-soo, 2014). Sección Oficial
El último film de Hong Sang-soo es un brevísimo rompecabezas narrativo (apenas sobrepasa la hora de metraje) que resulta más bien delicioso. El espectador puede tratar de organizar las diferentes posibilidades que parecen adivinarse en el desorden temporal de la historia, o simplemente rendirse a la juguetona manera de contar una sensible e intimista historia de amor, tan poética como poco subrayada. Al principio del film, una mujer lee una carta, escrita por un antiguo amante japonés que ha ido a buscarla a Corea. En este diario redactado que da paso a diversos flashbacks, el protagonista le hace saber que tras buscarla afanosa y tímidamente, apostándose todos los días en el mismo restaurante frente a la puerta de su vivienda, ha iniciado una relación con la bella camarera de uno de los cafés que le sirve como refugio. Esta trama, que he reordenado de modo simplificado, es la excusa para que el cineasta coreano construya un retal de pinceladas naturalistas, que basculan entre el humor tranquilo y el relato romántico, aquí sí deudor de un cierto estilo rohmeriano, que siempre se le adjudica, pero que yo nunca había encontrado (lamentablemente), al menos con tanta intensidad.
Xenia (Panos H. Koutas, 2014). Sección Oficial
La dualidad entre tradición y modernidad que se halla en la médula de este film griego —Premio Especial del Jurado en el palmarés—, se refleja en cierto modo en su naturaleza a medio camino entre las referencias genéricas a La Odisea homérica en la estructura, y sus desvíos extravagantes, cuando no oníricos, en el desarrollo. La película, que ha sido una de las propuestas más interesantes de la Sección Oficial, narra el periplo geográfico y vital de dos hermanos —esencialmente de uno de ellos, adolescente y gay—, que viajan desde Atenas hasta Tesalónica. Su objetivo es participar en un concurso de talentos y, de paso y fundamentalmente, encontrar a un padre que les abandonó en la infancia. Esta trama le sirve al director para describir el paisaje social y emocional griego, que parece atravesar, además de por la consabida crisis económica y política, por una especie de paradoja identitaria entre sus raíces y su avance hacia el progreso. El film, que se centra especialmente en la relación entre estos dos hermanos, a veces casi incestuosa, varía entre un enfoque tan pronto emotivo y experimental, con cierta tendencia al tono viscontiniano pero postmoderno que regía Yo soy el amor (Io sono l’amore, Luca Guadagnino, 2009), como de fuerte compromiso social. En este sentido, durante el episodio que refleja la represión de la extrema derecha contra inmigrantes y homosexuales, pareciera por momentos que el film va a circular por los derroteros de Z (íd., Costa-Gavras, 1969). La aventura compleja, interior, surrealista (en un momento dado el adolescente habla con un conejo gigante, transfiguración de su mascota), dura y blanda al mismo tiempo es algo larga, irregular, bizarra, pero original y bastante interesante.
Melbourne (Nima Javidi, 2014). Sección Oficial
Curiosa por no decir insólita pieza de cámara iraní algo artificiosa y un poco desaprovechada, pero con una premisa de suspense costumbrista interesante: una pareja que está a punto de mudarse a Australia, se hace cargo del bebé de un vecino. De repente se dan cuenta que ha muerto, pero al no saber muy bien cómo ha ocurrido, deciden ocultarlo, pese a la multitud de visitas que tocan a su timbre durante la jornada. El film juega a crear constantemente situaciones embarazosas y opta inteligentemente por no derivar la trama hacia un caso criminal convencional. Precisamente, la estructura tiene por un lado ese esquema de whodunit clásico, que combina con cierta habilidad situaciones de diversos films de Hitchcock, al utilizar un escenario cerrado y único, y una incógnita rocambolesca a resolver, que procura puntualmente momentos de tensión e incluso de soterrado humor negro. Pero, por otro lado (de mayor interés), la trama encierra una perspectiva más compleja, que apunta elegante y elusivamente a la descripción de una sociedad oprimida y sin salida incluso en sus estratos más cotidianos y populares. El desenlace ayuda de hecho a apuntalar esta vertiente gracias a un cierre abierto y sin concesiones, claramente metafórico, que expresa la imposibilidad de que los protagonistas puedan encontrar un futuro en su propio país. El film, que se proyectó casi al final del certamen, fue recibido positivamente y obtuvo tanto el premio del Jurado Joven, como los galardones oficiales al mejor director y al mejor guion, ambos para el cineasta novel Nima Javidi.
Aguas tranquilas (Futatsume no mado, Naomi Kawase, 2014). Gran Angular
Presentada en una sección paralela, Still the Water, que en su día se estrenó en Cannes dividiendo la opinión crítica, es una bella narración sobre el amor adolescente, filmada cámara en mano con una fuerza visual notable. La niña protagonista, hija de padres separados, vive junto al mar y pasa el tiempo en compañía de un amigo de la misma edad, nadando desnuda —el film está lleno de imágenes submarinas de gran belleza—, o visitando a su anciano tío pescador. Un cadáver aparece en la playa, pero no para abrir ninguna trama policiaca, sino para recordar el aspecto duro de la vida, como sucederá también cuando la madre muera de una enfermedad terminal, o el tifón arrase la costa. El film adolece de una mayor estructuración y resulta un tanto largo. A veces el fluir de la cámara parece no querer contar nada más que el paso del tiempo. Pero en su favor, la película cuenta con un puñado de escenas sencillamente memorables: los paseos en bicicleta de los niños filmados en travelling; la secuencia en que con toda naturalidad se besan por primera vez; la de la muerte de la madre, rodeada de seres queridos que cantan una canción de despedida; o el impresionante final, con el niño en medio de la tormenta (real) buscando a su madre desaparecida. Lamentablemente, la directora no consigue engarzar ese ramillete de escenas impagables en el conjunto, que resulta algo inconcreto.
Fuego (Luis Marías, 2014). Sección Oficial
En su segundo largo, trece años después del primero —X (2001)—, Luis Marías se sumerge de nuevo en el thriller. El director y guionista se coloca en la perspectiva de las víctimas del terrorismo vasco, a partir de la venganza proyectada por un policía (un solvente José Coronado) que al principio del film sufre un atentado: su mujer muere y su hija queda mutilada. Salvando el prólogo que narra el estallido del coche-bomba, algo efectista y artificial, hay que reconocer que la subtrama ambientada en Euskadi es impecable. La frialdad y ambigüedad del protagonista, que toma contacto con la esposa del asesino y con su hijo con síndrome de Down, genera un tenso relato de doble cara, algo literario pero muy complejo, en el que todos los personajes tienen sus motivos. De hecho, la atmósfera tiene un conveniente aire chabroliano —en la línea de Accidente sin huella (Que la bête meure, 1969), por ejemplo—, que engancha sin fisuras al espectador. La subtrama de la hija paralítica (Aida Folch), cuidada por un rumano pagado por su padre, es blanda y algo artificiosa, aunque un enfoque ciertamente sensible la hace aceptable. Lástima que en el punto de giro del desenlace, cuando todas las tramas convergen, la reacción violenta del protagonista esté mal construida y resulte dramáticamente incongruente e inverosímil, tirando por tierra los logros previos reseñados.
The Cut (Fatih Akin, 2014). Sección Oficial
Fallido intento notablemente pretencioso del director turco-alemán Fatih Akin por narrar en tono épico la aventura de un represaliado armenio (Tahar Rahim) a la manera de una epopeya. The Cut es una coproducción entre innumerables países, que intenta emular un ambicioso corpus de obras maestras —desde América, América (America, America, Elia Kazan, 1963), hasta Los emigrantes (Utvandrama, Jan Troell, 1971), pasando incluso por Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976)—, y que trata de tomar prestado el estilo de Leone (planos amplios en scope, escorzos sobre el paisaje, tiempo de plano estirado, etc.), y determinados tics de los epics de Scorsese. En la primera parte se narra la separación del protagonista de su familia, el holocausto armenio y la represión contraria. Se suceden las escenas con atrocidades —hasta el punto de que dejan de importar—, y en general hay un problema importante de ritmo. Posteriormente, el protagonista se convierte en un refugiado y descubre que sus hijas siguen vivas. Aquí comenzará un periplo en su búsqueda que le llevará primero a Cuba y luego a Estados Unidos, atravesando diferentes paisajes y aventuras. El film —coescrito por Mardik Martin que no firmaba un guión desde Toro salvaje (Raging Bull, M. Scorsese, 1980)—, resulta insatisfactorio en casi todo momento, aunque mejora formalmente en la parte norteamericana. La película tiene momentos aislados que le otorgan cierta fuerza, como aquel en que los refugiados armenios ven El chico (The Kid, 1921) de Chaplin en un cine, y la película —como en Vincere (íd., 2009) de Bellocchio— sirve como metáfora para reflejar los sentimientos del padre. Pero en general, su principal problema, incluso superior al del ritmo o al del realismo (tanto por cierto academicismo, como por el inverosímil envejecimiento del protagonista con su cara de niño intacta), es la sensación de que a la película le falta el pulso de un gran cineasta.
Mil noches, una boda (Party Girl, M. Amachoukeli, C. Burger y S. Theis, 2013). Sección Oficial
Drama intimista con toques sociales de oscura estética impersonal, cámara en mano y vocación realista, salvado por el personaje principal: una cabaretera madura (Angélique Litzenburger, que se interpreta en parte a sí misma) que decide cambiar de vida para casarse. Lo más destacable de este film, por lo demás monótono y previsible, es el juego extrafílmico que se establece entre realidad y ficción. No solo la protagonista es realmente ella misma, sino que sus propios hijos también se autointrepretan. Se conforma así una especie de híbrido, que conjuga elementos de cinéma vérité con otros claramente dramatizados, situándose de alguna manera en la senda conceptual que presidía, en un registro más paródico, Carmina o revienta (Paco León, 2012).
Life Feels Good (Chce sie zyc, Maciej Pieprzyca, 2014). Sección Oficial
Drama polaco de superación basado en hechos reales que narra en un flashback (que conlleva todo el film) la historia de un parapléjico que no puede moverse ni hablar y que pese a que su inteligencia es normal, es considerado deficiente mental por todo el mundo. Esto permite (en una de las ideas más agradecidas del film) que todo sea contado en off por él mismo como narrador puntualmente irónico. El film describe su etapa infantil con una familia que le quiere pero que no le comprende (le trata un poco como una mascota) y su estancia posterior en una especie de manicomio. Aunque realizada con cierta corrección, la película no pasa de parecer un telefilm de qualité, con una historia mecánica, solo animada por los apartes más o menos poéticos en que el joven se enamora (primero de una vecina, luego de una cuidadora bastante extraña —sin duda el mejor personaje del film—, que le utiliza para provocar a su padre millonario). Pero incluso en estos puntos, el film carece de la fuerza suficiente, lastrado desde el planteamiento por una historia sensiblera y políticamente correcta que da para muy poco. Es destacable, aunque previsible, el esfuerzo interpretativo del actor protagonista, Dawid Ogrodnik, que obtuvo el premio del festival al mejor actor.
Halfweg (Geoffrey Enthoven, 2014). Sección Oficial (clausura)
Esta mediocre comedia belga, anodina, tópica y sin gracia, sirvió para clausurar la Sección Oficial participando fuera de concurso. Su trama, mil veces vista, propone el encuentro amable entre el protagonista —un cuarentón divorciado y en crisis (encarnado por un actor llamado Koen de Graeve, lleno de autosuficiencia y de tics, y sin la más mínima vis cómica)—, y un atormentado pero simpático fantasma, que resulta ser el previo inquilino suicida del caserón donde se desarrolla la acción. El film bascula entre la comedia sin inspiración y el drama blando de buenos sentimientos, con algunos guiños al género de terror en las primeras apariciones del espíritu. Lejos de asemejarse a algunos precedentes clásicos a los que copia en su trama y tono, como El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, Joseph L. Mankiewicz, 1947), o las más flojas pero dignas El fantasma de Canterville (The Canterville Ghost, Jules Dassin, 1944) y Un espíritu burlón (Blithe Spirit, David Lean, 1945), resulta un título absolutamente mediocre, realizado con una grisura total, que pone de manifiesto definitivamente la impersonalidad cinematográfica de su director, Geoffrey Enthoven, que con su anterior film Hasta la vista (íd., 2011), Espiga de Oro en la Seminci, lograba, pese a contar con los mismos mimbres tonales y limitaciones formales, una obra mucho más original e interesante.
Words with Gods (VV. AA., 2014). Rellumes
Típica obra de segmentos, con carácter de celebración, en la que nueve cineastas de prestigio de múltiples partes del mundo plantean en quince minutos una mirada sobre algún tema (como simple excusa) que en este caso es la religión. El proyecto está supervisado creativamente por Mario Vargas Llosa, sin que se sepa muy bien cuál ha sido su función, dada la heterogeneidad del resultado. Dentro de esa misma variedad —y de una concepción formal impecable a nivel general—, parece haber dos vías comunes y paralelas: la de aquellos cineastas que optan directamente por la trascendencia (el australiano Warwick Thornton, el japonés Hideo Nakata), y la de los que plantean una mirada sarcástica, como es el caso del español Álex de la Iglesia, que entrega una pieza ajustada perfectamente a su universo esperpéntico y excesivo; del iraní Bahman Ghobbadi, que filma una divertida pieza protagonizada por unos siameses (uno integrista y el otro obsesionado por el sexo); o de Kusturica, que parece reinterpretar él mismo a alguno de los mártires de Buñuel en un episodio no demasiado logrado. Reseñando la brillantez visual y magicorrealista del episodio de Hector Babenco, o la pretenciosa espectacularidad de la lluvia de sangre divina y digital de Guillermo Arriaga (promotor principal del proyecto), la entrega más destacable me parece la de Amos Gitai: un único plano secuencia circular que contrapone la lectura mecánica de un salmo sobre la fe por parte de un coro ortodoxo, combinada con una batalla campal entre el ejército israelí y los combatientes palestinos; un pequeño ejercicio de estilo que equilibra a la perfección forma y discurso.
Calvary (John Michael McDonagh, 2014). Sección Oficial (inauguración)
El plano con el que arranca el segundo filme de John Michael McDonagh, quizá el más largo de la película, contiene ya todos los ingredientes en los que su director confía para seducir al espectador: empieza con una confesión soez, luego confesor y confesado se entretienen un momento hablando de la conveniencia y la utilidad de confesarse, y también hay uno de esos guiños cómplices con los que el cineasta le dice al espectador: “sé que sabes que esto es una película, yo también lo sé. Haré algún que otro chiste al respecto luego. Oye, qué divertido, ¿no?”. Y tras ese plano del rostro de Brendan Gleeson uno, al menos, puede tener cierta curiosidad por lo que sucederá luego. El irlandés (The Guard, 2011), primer largo de McDonagh, era agradable: integraba la comedia negra à la Guy Ritchie en un paisaje melancólico, y funcionaba a ratos. Aquí supongo que pretendía hacer lo mismo, pero con más ambición, hablando sobre la fe. No le sale bien. Calvary es una película la mar de aburrida que se cree el colmo del ingenio, y nos cuenta su chiste sin dejarnos respirar, ni a nosotros ni a los personajes, a los que no llegaremos apenas a conocer porque rara vez se les dibuja en un espacio; rara vez, de hecho, los vemos haciendo cosas o simplemente estando ahí: la película consiste en ir montando conversación tras conversación sin estilo alguno, metiendo chistes, un tipo que mea sobre un cuadro, y una serie de reflexiones y lamentos que constituyen, se supone, el grueso de la tesis de McDonagh. Una tesis expuesta de tal forma que deja muy poco margen al espectador para pensar. A mí me irritó, aunque igual el problema fue mío y resulta que esta no era una película para pensar sino para echarse unas risas.
Red Army (Gabe Polsky, 2014). Gran Angular
Sin alardes ni complejos dispositivos narrativos, centrándose en dar voz a los protagonistas de la historia y usando el abundante material de archivo existente, Gabe Polsky logra que Red Army, su documental sobre el legendario equipo de hockey sobre hielo de la Unión Soviética, se dispare en múltiples direcciones. De entrada, conviene precisar que el tema central del filme es la descomposición de la URSS, vista a través de la peripecia vital de aquellos jugadores que deslumbraron al mundo con su hockey de fantasía; lo que entonces no se sabía cómo se sabe ahora es que a esos hombres se les había condenado a ser estatuas ecuestres vivientes de una realidad más bien gris, la de los últimos coletazos de la Rusia soviética. Polsky narra las penalidades con las que se toparon los jugadores cuándo decidieron dar el salto a los EEUU y, una vez lo logran, somos testigos de sus dificultades iniciales para encajar en otro relato, el de la competitividad y la fiebre capitalista norteamericana, en el que pasaron de ser héroes a ser extranjeros invasores. Su forma de jugar, además, era vista como algo de otra galaxia. Y es en el último tramo del documental, cuando varios de estos jugadores regresan a casa e incluso se reenganchan a la Rusia postcomunista, cuando podemos trazar un paralelismo con nuestra propia historia y evolución política: alguno de ellos dice literalmente que aunque sobre el papel las cosas en Rusia hayan cambiado algo, la falta de tradición democrática sigue estando ahí.
Hombres, mujeres y niños (Men, Women & Children, Jason Reitman, 2014). Sección Oficial
Le han llovido palos a lo último de Jason Reitman y yo me pregunto, primero, si a veces una cierta corriente de opinión negativa proveniente de ultramar o de dónde sea no nos predispone al linchamiento; y segundo, si no soy yo mismo una persona enferma y sin remedio, puesto que hubo momentos en los que me vi retratado en la película, en actitudes o situaciones que yo mismo he vivido en esa realidad ya no tan virtual de las redes sociales. Dicho esto, es cierto que a Hombres, mujeres y niños (Men, Women & Children, 2014) la perjudica, ya desde su comienzo, un tono solemne y sentencioso que Reitman no parece molestarse en rebajar: abre y cierra el filme con una voz en off que nos deja claro que se nos va a contar una fábula contemporánea. Hay, desde luego, algún personaje ridículo: la exagerada integrista interpretada por Jennifer Garner se lleva la palma. Sin embargo, aunque el conjunto pueda chirriar, la película funciona muy bien en las distancias cortas: me gusta especialmente la manera franca y nada afectada que tiene Reitman de abordar el diálogo, la comunicación, a la que no despoja de su componente de incertidumbre e incluso angustia. El 11-S, en la película, es algo sobre lo que, trece años después, sigue sin poder decirse gran cosa, más que balbucear y recordar lo que se estaba haciendo entonces. Quizá las conclusiones a las que llega el filme sí sean algo paternalistas, pero ahí quedan cosas como esa pequeña historia de amor entre dos de los jóvenes protagonistas, sutilmente narrada a base de instantes que ilustran cómo esos jóvenes logran ir dándole esquinazo a las trampas y a los espejismos de la a veces temible comunicación virtual.
O menino e o mundo (Alê Abreu, 2013). Animaficx
Una vez digerida esta agradable película de animación, a uno le queda la impresión de que las advertencias sobre el carácter engañoso y trágico del progreso que en ella dibuja el brasileño Alê Abreu suenan algo huecas y evidentes. Quizá su portentosa narrativa aérea, que sobrevuela cual pájaro omnisciente el paso de un chico (el menino del título) por el mundo, termina volando demasiado alto e impide que lleguemos a empatizar de una forma profunda con sus idas y venidas, con sus momentos de felicidad y de tristeza. A través del periplo de su protagonista, la película nos muestra en livianas pinceladas como la supremacía de las máquinas lleva a la destrucción de empleo y, a la postre, a la destrucción del mundo. Pero lo que realmente hace de O menino e o mundo una experiencia gratificante es la técnica, la pincelada en sí: Abreu hila con vivaz agilidad el fresco de toda una vida, un paisaje que no es ni sueño ni memoria sino memoria soñada, vuelta a vivir en el recuerdo. No estoy seguro de que la comparación sea pertinente, pero cuando el recuerdo se convierte en matemáticas, en líneas y formas que dibujan la vida como si fuera una maqueta inevitable, me acordé de los cómics de Chris Ware y de su gusto por empequeñecer a los personajes en el vasto laberinto de la existencia.
White Bird in a Blizzard (Gregg Araki, 2014). Sección Oficial
No ayudó a ver con buenos ojos la última película de Gregg Araki el que la calidad de la copia proyectada (no sé si era DCP o DVD) fuera un poco discutible, algo que se notaba sobre todo cuando la acción ocurría en las sombras. Ello acentuaba el deje a telefilme juvenil de sobremesa de un filme descocado y disfrutable pero definitivamente anecdótico. Todas las películas que se construyen en torno a la ausencia de algo o alguien, en este caso la de la madre de la protagonista, parten de entrada con un elemento que, bien utilizado, tiene mucho poder. Pero da la sensación de que, en White Bird in a Blizzard, Araki casi nunca toma las decisiones correctas, o que las cosas que a él le interesa contar hacen menos interesante la película, cuyo burdo desenlace termina de dilapidar su componente ambiguo y juguetón.
The Tune (Bill Plympton, 1992). Ciclo Bill Plympton
De la primera película de Bill Plympton, que el incombustible animador estadounidense montó enhebrando una serie de cortometrajes que había ido realizando por separado, me quedaré con un instante que tuvo lugar fuera de la pantalla de cine, al finalizar la proyección. Una vez terminada la película, y mientras aparecían los créditos al ritmo de cierta música que ya no recuerdo, vi cómo Plympton, visiblemente contento de estar ahí, se acercó a un lado de la pantalla para que empezara, a continuación, un breve turno de preguntas. Los dedos de una de las manos de Plympton repicaban contra la tarima de madera al ritmo de la música mientras su rostro, deslumbrado por el fondo blanco de los créditos, miraba como en trance los nombres de las personas que participaron en este filme que tiene ya veintidós años. The Tune, la película, es un chute de surrealismo y extrañamiento tocado ya por el humor salvaje y también por esa ternura característica que, a lo largo de su obra posterior, irá configurando su mundo moral. Pero el recuerdo más bonito que yo me llevé esa tarde fue, como digo, el gesto espontáneo de dicha y satisfacción del cineasta norteamericano.
Ping Pong Summer (Michael Tully, 2014). Enfant Terribles
Toda una experiencia: llegar prácticamente con la proyección empezada al Jovellanos para ver una película de la sección Enfants Terribles, que te hagan subir al nivel más alto del teatro, prácticamente por encima de la pantalla, y encontrarte con el ruido y la furia ensordecedora de los chicos terribles cuyos profesores habían decidido meterles ahí dentro esa mañana. El griterío, digno de las horas más salvajes del festival barcelonés de Cotxeres de Sants, hace que me cuestione si debo seguir ahí, pero finalmente decido darle una oportunidad a esta comedia juvenil ambientada en los ochenta y dirigida por Michael Tully. La película transcurre durante un período de tiempo con el que muchos de nosotros estaremos familiarizados: esas semanas de julio o agosto en las que nuestros padres nos metían en el coche para partir hacia un pueblo costero o de montaña donde pasaríamos las llamadas vacaciones. Que para nosotros, afortunados escolares, en realidad se extendían tanto antes como después de esa escapada. Nuestros padres no solían tener tanta suerte. Y el aspecto cinematográfico más destacable de Ping Pong Summer es precisamente el buen ojo de su director para capturar los escenarios de este exilio temporal veraniego: la sala de juegos, algunos de esos restaurantes en los que nuestros padres gastan algo del dinero ganado durante el año, la playa… la historia en sí la hemos visto muchas otras veces e incurre una y otra vez en el cliché, aunque es de agradecer que Tully narre con humildad y sencillez.
Respire (Mélanie Laurent, 2014). Convergencias
Hay películas cuya razón de ser, cuyo movimiento interno cabe buscarlo en la forma, que nos deja una pista, mientras que en otras, como Respire, lo que vamos a ver nos es enunciado verbalmente: nada más arrancar la película, durante un debate en una clase de instituto, alguien dice que la pasión es un sentimiento que no escogemos sentir. Y lo que hace Laurent es radiografiar una pasión, la extraña amistad que surge entre dos chicas inestables que, al menos a mí, me lo hicieron pasar mal. Prácticamente un ejercicio codificado de terror psicológico, Respire plasma con inteligencia y estilo las distancias anímicas por las que pasan sus protagonistas, fragmentando a tal efecto el plano en algunos momentos, en los que Laurent demuestra conocer y apreciar el lenguaje cinematográfico, más allá de haber actuado en Malditos bastardos (Inglourious Basterds, Quentin Tarantino, 2009), que es un poco el sambenito con el que carga, a modo de inexacta presentación, la actriz y cineasta francesa.
Cortometrajes de Laida Lertxundi
De un tiempo a esta parte, a la hora de sopesar el asistir o no a la proyección de alguna película en la filmoteca barcelonesa, por decir un lugar que frecuento, un elemento se ha vuelto esencial: el formato. “Si la ponen en DVD no vale la pena ir”, es un argumento recurrente para decantar la balanza, y es que ahora que tanto soportes como formatos de visualización se multiplican para que podamos ver, si nos apetece, una película en la pantalla de nuestro teléfono móvil, ser fiel al celuloide se ha convertido en un acto de resistencia. Laida Lertxundi filma en 16 mm. y lo primero que me dije a mí mismo cuando terminó la proyección de sus cortos, e incluso me atreví a expresarlo públicamente, es que echaba de menos exponerme a imágenes puras. Echaba de menos las texturas, los contornos, ver el pelo de alguien bailando sigilosamente con el viento, poder tocar los momentos, olerlos ni que sea de pasada antes de que se disuelvan en el tiempo. Ese parece ser el propósito de Lertxundi, que invoca recuerdos, estados de ánimo, viajes fugaces a bordo de canciones cuando, de forma milagrosa, nada se interpone entre tú y tú mismo, y entre ti mismo y el paisaje. Poniendo al descubierto la técnica, para hacer evidente lo que el cine tiene de mediación entre dispositivos, espacios y sustancias, la cineasta vasca logró que, cuando salimos de la proyección, tuviéramos más ganas que nunca de mirar y sentir que lo mirado nos devuelve algo. La sesión de cortometrajes de Lertxundi formaba parte de la programación del FICXLAB, que se atrincheraba por las tardes en la iglesia de La Colegiata, alrededor de un proyector de cine, para ver películas en celuloide. Fue una auténtica pena perderme el pase, este en los Cines Centro, de Je ne suis pas norte (2008), película del francés Jean-Charles Fitoussi de la que he oído maravillas y que va a ser muy difícil volver a ver en pantalla grande por aquí.