Contra el lugar común
A los veinte años era un feroz cahierista, pero conversando con José María Latorre sobre dos películas en concreto empecé a relativizar, sin perder de vista las enseñanzas de Rivette y Godard, la tan taxativa política de los autores por lo que hacía referencia a la responsabilidad absolutista del director sobre una película. Estos dos títulos eran Simbad y la princesa y A pleno sol. José María, quien se había formado en una revista de postulados bastante Cahiers, Film Ideal, me hizo ver la espléndida conjunción que había entre todas los participantes de cada uno de estos dos films.
No se trataba de rebajar la cuota de responsabilidad de Nathan Juran y René Clément, sus respectivos directores. José María comentaba que eran raros ejemplos de armonía total entre todos los que habían participado en su elaboración: el guión de Ken Kolb, la fotografía de Wikie Cooper, la partitura de Bernard Herrmann y los trucajes de Ray Harryhaussen en el caso del séptimo viaje de Simbad; en cuanto a A pleno sol, la música de su querido Nino Rota, la iluminación de Henri Decae, la adaptación que hizo el chabroliano Paul Gégauff de la novela de Patricia Highsmith, el trabajo de Alan Delon y Maurice Ronet. Recuerdo muy bien lo que le gustaba en este film la expresión de Marie Laforêt, una cantante que se abría paso como actriz o una actriz que empezaba a cantar.
También fue él quien me descubrió a Jerry Lewis, un cineasta que adoraba, y quien, al referirse en una ocasión a Jean Cocteau, definió de manera certera al cineasta, poeta y dramaturgo francés como un auténtico polvorín de ideas. Fue la persona que me hizo ver como Ciudadano Kane se emborrachaba de genialidad técnica, pero que eran mucho mejores, más elaboradas y consistentes, otras tres películas de Welles: El cuarto mandamiento —a pesar de las injerencias que sufrió por parte de los productores—, Sed de mal y Campanadas a medianoche. José María odiaba el lugar común y el oficialismo histórico, y el film sobre Charles Foster Kane era un lugar común. Por eso se inventó a finales de los años noventa una sección en Dirigido a la que le puso el nombre de “Diccionario de tópicos, lugares comunes e ideas preconcebidas”.
Aunque se había apartado de las tendencias fílmicas de los últimos años, seguía teniendo una visión muy panorámica del hecho cinematográfico y sabía sacarle punta hasta a los directores y las películas que menos le gustaban o interesaban: recuerdo un memorable texto suyo sobre Jacques Demy publicado en un libro del festival de San Sebastián consagrado al director de Lola, texto que lleva por título De Cherbourg a Los Ángeles: nace un decorado: fino, incisivo, crítico, útil…
No menos poliédrica era su visión literaria. Hacía años que los libros le interesaban más que las películas y, aunque considerado por lo general un autor ligado al género gótico y fantástico, una de sus novelas que más me gustaba pertenecía a la difícil categoría del relato de aventuras infantiles, Una sombra blanca (Bruño, 1995), alumbrada bajo el influjo de otro de sus autores preferidos, el Melville de Moby Dick, aunque el título evoque al Flaherty y al Van Dyke de los mares del Sur.
Latorre, junto a José Luis Guarner y Miguel Marías, ha sido el pilar más sólido de la crítica cinematográfica española, alguien que intuía cosas antes que nadie y escribía con una riqueza y precisión admirables. Y esa es una verdad inmutable por mucho que no tuviera predicamento (nunca lo quiso) entre la llamada modernidad.