Me enteré de la muerte de José Maria Latorre un lunes por la mañana, tres días después de que hubiera sucedido. Tras oír un mensaje en el contestado del móvil, de camino a casa, al llegar me senté frente al ordenador y, por casualidad, desplacé la vista hacia un montón de revistas apiladas en el suelo. La primera era un ejemplar de Dirigido de enero de 1976, dedicado a Ingmar Bergman, uno de los primeros números que compré. Recuerdo que era un día frío y desagradable. Recuerdo que abrí la revista y allí estaba Bergman, de quien solo había visto, en aquella época, un par de películas, pero que ya me fascinaba. Y recuerdo la firma al lado del nombre del cineasta: José María Latorre. Ya había leído textos suyos, pero aquel fue una verdadera revolución para mis atribuladas fantasías de cinéfilo primerizo. ¡Se podía hablar de un director de cine como quien habla de un poeta, o de un novelista, o de un pintor! Poco tiempo antes de que conociera la política de los autores, Latorre me hacía sentir partícipe de un sentimiento exultante: el cine, las películas, la carrera de un director, también se pueden narrar. La narración narrada. Todo lo que vemos, reeelaborado y puesto en papel para que hable de sí mismo en un ejercicio de autoconciencia dirigido especialmente al espectador. He ahí uno de los momentos en los que empecé a desear escribir sobre cine. No hacer cine, ni producir cine, ni simplemente ver cine, sino tomar como punto de partida el cine para hablar de muchas otras cosas, para practicar la escritura.
Poco después supe que José María Latorre también era novelista y cuentista. Su obra es ingente y amplísima, y no es cierto que abordara únicamente el género fantástico. Se podría decir que, más bien, lo utilizaba como pista de despegue para lanzarse a exploraciones estéticas mucho más complejas, surgidas de sus incontables lecturas y de su inabarcable cultura cinéfila. Cuando escribía, Latorre también plasmaba en imágenes. Era una cualidad infrecuente: los narradores suelen estar obsesionados por el lenguaje, por las palabras. Latorre utilizaba las palabras para pintar escenas y luego convertirlas en pura energía, en movimiento. Y sin embargo no era cine, era literatura. La incomprensión que generó su obra escrita lo demuestra, pues buena parte de los críticos literarios, en este país, aún no ha aprendido la impureza de la literatura contemporánea, del mismo modo que buena parte de los críticos cinematográficos aún no sabe nada de la impureza del cine contemporáneo. Latorre no era un académico, pero intuyó todo eso con más rapidez y sagacidad que muchos de sus colegas, sean estos quienes fueren.
De este modo, la obra de José María Latorre es inclasificable, y yo de ustedes tomaría esta palabra, al menos por una vez, en su sentido literal. No se puede clasificar porque se resiste a ello, porque mezcla géneros y registros, porque escribía críticas como quien compone un cuento y fabricaba novelas como quien quiere contar una película y, a la vez, hablar de ella. También cuando escuchaba a Nino Rota, su compositor favorito, aunque su pasión por la música fuera mucho más allá, realizaba de algún modo un acto estético, pues conocía de memoria cada compás, cada cambio de ritmo, y cuando hablaba de ello o simplemente tarareaba estaba escribiendo también sobre el músico. Solo pudo hacerlo físicamente en una ocasión, en el escueto libro que le dedicó hace ya décadas, y su gran proyecto era un volumen actualizado al respecto, que dejara constancia de todo lo que había aprendido sobre Rota en todos estos años. No importa: lo que dijo sobre el compositor italiano ya está dicho, ahí queda, y como mucho se puede rastrear en las películas donde este puso la banda sonora y que Latorre comentó a lo largo de su carrera. No necesitamos más.
Las últimas veces en que nos encontramos José María estaba mucho más abatido que de costumbre, comentaba con escepticismo la situación del país, la deriva desastrosa del PP, la inoperancia del PSOE y de IU, pero también la desconfianza que le transmitían las nuevas generaciones de políticos. El cine ya no le aportaba nada, aunque seguía viendo en casa películas contemporáneas que le interesaban por una u otra razón, siempre al margen de modas y tendencias. Leía, leía, leía. El libro bajo el brazo, el cigarrillo en la otra mano, las gafas de sol componían una figura inconfundible. Una señora, un día, le preguntó en un paso de peatones si era sacerdote. Otra creyó que era un turista japonés. En cualquier caso, José María no pasaba desapercibido aun queriéndolo. El hombre que quería fundirse con la multitud destacaba de ella como por una especie de fuerza magnética. Su figura también se escribía en las calles de la ciudad, pues él escribía hasta cuando paseaba por aquella Barcelona que le habían arrebatado, que ya no era la suya, la que conoció al llegar a finales de los 70, cuando esta ciudad en la que yo escribo acerca de un hombre que escribía era de verdad cosmopolita, moderna, enérgica y creativa. En cualquier caso, José María Latorre supo adaptarse. Su imagen melancólica, pero también irónica y mordaz, paseó sus últimos años por la ciudad adoptando la única postura posible: la del dandi moderno que no desprecia los nuevos tiempos, sino que simplemente desearía entenderlos. Y en eso se le fue la vida, cuando aún estaba intentándolo.