La momia (Al-mummia, Shadi Abdel Salam, 1969)

La memoria del cine

Ya se sabe que la memoria es interesadamente selectiva. Y esa memoria colectiva que es la memoria cinéfila no ya simplemente selectiva sino que frecuentemente es también muy injusta. Son múltiples y muy variadas las razones que llevan a que algunas extraordinarias películas estén prácticamente olvidadas en la memoria cinéfila, mientras otras de muy dudoso valor permanecen inamovibles en el panteón cinematográfico. Así, no debe extrañarnos que una película egipcia realizada en 1969 y, además, que constituye el único largometraje realizado por su director, Shadi Abdel Salam, permanezca hoy casi olvidada, salvo para algunos estudiosos especializados en estos cines periféricos, a pesar de que sus valores cinematográficos no desmerecen en absoluto de los de reputadísimas obras coetáneas —o son muy superiores a los de algunas de ellas mucho más conocidas— actualmente consideradas casi unánimemente como clásicos del cine moderno. Estoy hablando de La momia (al-Mumiâ’; Shadi Abdel Salam, 1969), un filme que, entre otras muchas cosas, construye un elaborado y refinado discurso sobre la memoria colectiva del pueblo egipcio. Tristemente, el argumento de esta excelente película se convirtió también en su destino. La película hablaba del pasado del pueblo egipcio, pero también, sin saberlo, de su propio futuro: La momia es una obra centrada en la memoria olvidada, sepultada, de la nación egipcia, que siguió un mismo sino: la de ser una obra muy desconocida, una olvidada obra maestra sobre los males del olvido.

Este será un texto sobre esta memoria rescatada por el filme pero también sobre nuestra memoria —o desmemoria— como espectadores.

Desgraciadamente, después de este debut absolutamente deslumbrante, la carrera de Abdel Salam, nacido en 1930 y muerto en 1986 cuando preparaba su segundo largometraje, sobre el Faraón Akhenaton, se redujo a varios cortometrajes y mediometrajes, casi todos centrados, como La momia, en la herencia faraónica de su país. Antes de este debut en formato largo, Abdel Salam ya había trabajado como escenógrafo y responsable de vestuario en dos conocidas obras sobre diferentes momentos de esta vasta época, la excelente Cleopatra (íd.; Joseph Leo Mankiewicz, 1963) y la no menos soberbia Faraón (Faraon; Jerzy Kawalerowicz, 1966), seguramente la película más prestigiosa sobre la época de los faraones [1]. Con este curriculum y con el aval de Roberto Rossellini, con el que también colabora por estas fechas y al que le da a leer su guión, Abdel Salam consigue el apoyo financiero del gobierno egipcio para rodar su primera película.

La película que nos ocupa, pues, efectúa un doble viaje al pasado de Egipto. Uno al pasado reciente: el filme de Abdel Salam recrea un hecho histórico de enorme trascendencia para la egiptología, el descubrimiento a finales del siglo XIX del escondrijo de Deir el-Bahari, ubicado en el Valle de los Reyes y en el que se encontraban las valiosísimas tumbas de varios faraones pertenecientes a distintas dinastías, y cuyo secreto había resguardado celosamente la familia Abd el-Rassul, dedicándose sus miembros, durante generaciones, a vender en el mercado negro muchos de los muy preciados objetos saqueados de los sarcófagos ocultos allí, motivo por el que finalmente fueron descubiertos. El segundo viaje es más abstracto, incluso alegórico, y es el que verdaderamente interesa a su director: el que lleva, a través de este episodio histórico, a un pasado de naturaleza mítica, incluso fundacional, como es para los egipcios el de la época faraónica. La momia, así, reflexiona muy elegantemente sobre la necesidad de pensar el pasado para poder vivir con mayor conciencia el presente, un discurso que afortunadamente trasciende las dimensiones localistas acerca de la historia de Egipto y acerca de la identidad colectiva del pueblo egipcio, para adquirir resonancias universales.

El filme se centra en Wannis (Ahmed Marei), un joven perteneciente a la familia en la que se deposita el secreto del escondrijo, secreto que tras la muerte de su padre y el posterior asesinato de su hermano mayor, que se niega a traficar con los muertos, pasa a ser responsabilidad del protagonista de la película. A partir de este momento, Wannis se encontrará atrapado entre los agudos recelos  morales que este expolio del pasado le provoca y los intereses de la comunidad y de su propia familia, de las que se irá progresivamente distanciando. Finalmente, decidirá revelar a los arqueólogos el emplazamiento de las tumbas, aunque no por ello las dudas sobre lo que ha hecho habrán acabado. A través de este relato despojado casi de incidentes, centrado obsesivamente en el desgarro de su protagonista ante la decisión que debe tomar, el filme de Abdel Salam adquiere unas facciones intensamente introspectivas: realmente es poco lo que hace Wannis durante el relato aparte de pasear afligido sus vacilaciones y el hondo sufrimiento que le causan. Todo ello proporciona a La momia un insólito carácter intimista vertebrado a partir de su denso conflicto moral, lo que dota a esta película de una profundidad y un desgarro pocas veces visto en la historia del cine. Ya Wannis le había dicho a su hermano que «recordar sólo debilita la voluntad», y verdaderamente el abrumador peso de un pasado milenario y, por otro lado, la responsabilidad que, inesperadamente y después de dos muertes, tendrá que asumir Wannis dentro de la comunidad, sumirán a este en una angustiosa crisis de conciencia, situado irremediablemente entre estas dos causas contrapuestas.

Y es que la decisión que ha de tomar Wannis no deja de expresar una disyuntiva básica: la del individuo frente a la colectividad. Buena parte de la fuerza de La momia deriva del hecho de centrarse en un personaje absolutamente dividido entre sus principios morales y su pertenencia a la tribu, una tribu que de forma muy diáfana adopta rasgos familiares. Y de aquí provienen los momentos más intensos de la película. Sin escapatoria posible, el conocimiento del secreto acerca del lugar en que están escondidas las momias le hará enfrentarse al oneroso peso de la culpa: «saber te hace culpable, pero ignorar te hace aún más culpable», dice en un determinado momento, con una clarividencia que demuestra su irreversible pérdida de la inocencia —expresada, también, en una de las líneas de diálogo más hermosas de la película: «deja que las lágrimas le liberen de su infancia», dice uno de sus tíos, después de la muerte de su padre y el asesinato de su hermano.

Esta culpa que lo persigue incesantemente está gráficamente expresada por el collar que debe entregar a un traficante y que tiene grabado un inmenso ojo que parece estar juzgándolo implacablemente. Y es que una de las mayores virtudes de esta película que habla de arcanos milenarios de una forma también muy secreta, y que la salva de convertirse en una película meramente didáctica así como le confiere su auténtico pulso emotivo, reside en encarnar esa cuestión colectiva en su joven protagonista. De manera que La momia habla del pasado de Egipto pero asimismo del de su protagonista, en alguna ocasión incluso identificados: como reconoce Wannis en una ocasión, las estatuas milenarias han sido sus compañeras de infancia. La decisión que tendrá que tomar Wannis —y ahí reside su fuerza dramática— al fin y al cabo implica deshacerse también de su propia infancia. No parece casualidad la frecuencia de primeros planos que indagan en el rostro atormentado de Wannis, o que la primera imagen del filme corresponda a un grabado de la época faraónica con el rostro destruido —o que luego se muestren también enormes estatuas sin rostro—. Al fin y al cabo, el trayecto vivido por Wannis en la película será el que le lleve a encarnar ese rostro borrado por el tiempo y que no dejaba de cifrar a todo un pueblo y su historia —«parece la mirada de una escultura que ha cobrado vida» dice el jefe de los arqueólogos la primera vez que lo ve—, y a asumir un amargo papel que adopta los perfiles de una dolorosa expiación de naturaleza casi sacrificial: «mi sufrimiento es todos los años que he vivido. Un sufrimiento que no puedo comprender», afirma.

Como estamos viendo, Wannis es un personaje atormentado, no muy diferente de tantos jóvenes retratados por los Nuevos Cines europeos aproximadamente por esas mismas fechas, un personaje atrapado en una disyuntiva fatal. Ni siquiera al final de la película, después de haber revelado la ubicación de los sarcófagos, sus dudas se habrán disipado, y realmente podemos sentir su profundo sufrimiento cuando el barco, en la última escena, se lleva las momias que durante tanto tiempo han sido propiedad de su pueblo. Más allá de la posible vindicación de la delación, el filme abraza con este desenlace una postura anticolonialista, que la solución de los problemas del país no puede venir de fuera, debe resolverse dentro del ámbito familiar. Probablemente a esto se deba el hecho de que en este aspecto la película se distancie de los hechos históricos, pues mientras fueron sobre todo arqueólogos europeos los que llevaron a término el hallazgo de las tumbas de Deir El-Bahari, en la película esta tarea es protagonizada en exclusiva por personajes egipcios [2].

La idea de la muerte sobrevuela constantemente por toda la película. Pero solo superficialmente. La momia es, realmente, una película más sobre el renacimiento que sobre la muerte, sobre una cultura muerta y enterrada que sale a la luz, que cobra vida, que en realidad ha estado siempre viva en los egipcios. En el prólogo de la película se cita El libro de los muertos, una colección de sortilegios que se incluían en las tumbas del Reino Nuevo (1550-1070 adC), y que se pretendía que ayudaran al difunto en su difícil camino al Más Allá y en el juicio de Osiris —no es casual, por supuesto, que el pasaje de El libro de los muertos citado en la primera secuencia corresponda al capítulo XXV, llamado Para devolver al difunto su memoria, y que en él se haga referencia a que si el muerto olvida su nombre, su identidad, se sentirá absolutamente perdido [3]—. Para la religión egipcia, como para tantas otras, la muerte no era más que un renacimiento. Coherentemente con esta idea, la película comienza, después del prólogo, con un entierro —el del padre de Wannis—, y finaliza con una exhumación —la de las momias ocultas en el escondrijo.

No obstante, si algo llama la atención de este filme, y se constituye en la razón primordial que hace de ella a nuestro juicio una de las películas más hermosas de su tiempo, es el grado de sofisticación y la exquisitez del trabajo de Abdel Salam, quien hace de la sugerencia su principal estrategia estilística. En ella es viable rastrear, sin duda, la herencia de los Nuevos Cines europeos a los que ya nos hemos referido, y que desde finales de los años 50 se van extendiendo por el resto del mundo, asumiendo en cada cinematografía características peculiares en mezcolanza con una determinada tradición cultural. En La momia importa tanto el discurso acerca de las raíces olvidadas del pueblo egipcio como sus elementos puramente sensitivos: el sonido del viento prácticamente continuo [4], los lentos movimientos de cámara y del propio fluir del relato —como si el tiempo de la película estuviera contagiado de los miles de años transcurridos desde la época faraónica—, del carácter ceremonioso del tema tratado, del uso del silencio y de una música muy experimental…

Contra todo pronóstico, la visión en la actualidad de La momia se ve enormemente enriquecida por una lectura metacinematográfica de la que, tal vez, podríamos extraer no pocos frutos. «Buscan un pueblo sobre cuyas ruinas vivimos hoy», dice en un determinado momento uno de los personajes de la película, refiriéndose a la labor de los arqueólogos. Sumidos en un panorama tristemente generalizado —con honrosas excepciones, afortunadamente— como es el de la crítica aparecida en los últimos años, caracterizada por la escasa atención —o simple ignorancia— al cine hecho tan sólo unas décadas atrás —por no hablar de épocas aún más remotas—, y para la que la vindicación de exotismos cinematográficos sólo es válida para la más apremiante actualidad, recuperar una película como La momia —como tantas otras, es cierto— nos concedería la posibilidad de reflexionar con mucha mayor lucidez acerca de un cine del pasado sobre cuyas ruinas abandonadas vivimos —cinematográficamente— hoy. Ya hemos visto cómo la película se centra menos en el pasado que en la forma en que este pesa sobre nuestro presente, lo que podríamos hacer extensivo al cine realizado —especialmente— en las últimas décadas. Ignorar este hecho implica no sólo desconocer el cine del pasado sino —lo que seguramente es peor— también los rasgos constitutivos del cine actual. Al modo de la de los papiros egipcios, la lectura productiva de tantas obras contemporáneas solo se quedará en la superficie si no rastreamos sobre ellas las huellas de escrituras previas, que en los mejores casos son reelaboradas y actualizadas, reescritas en manos de sus creadores; la tarea crítica, pues, entendida —aunque no, desde luego, de forma exclusiva, sino complementaria— como una excavación que saque a la luz las fuentes y nos libre de tantos descubrimientos que parecen surgidos de la nada, como consecuencia de una crítica desmemoriada. Ignorar la historia del cine, incluso sus trazos más determinantes, conlleva despreciar la dimensión temporal grabada sobre cualquier manifestación artística, la huella que el tiempo, inevitablemente, imprime sobre ese tiempo capturado que es cualquier película. Tal vez así podamos evitar caer en una ridícula traslación de la “memoria de los peces” a la actividad crítica.

Este texto es el resultado de la reescritura de uno previo del autor, publicado en la revista Versión Original (nº, 159, Abril de 2008). De modo que la tendencia de aquel a la insatisfacción, su pulsión por tratar de mejorar —acaso vanamente— lo ya hecho, encuentra en este texto, y en la película de que se ocupa, una afortunada justificación.

1. La influencia de esta película es muy patente en la de Abdel Salam. Tanto en sus aspectos narrativos: el filme del director polaco también se centra en un joven que se rebela —aunque con menos dudas que el Wannis de La momia— ante sus mayores, pertenecientes a la casta sacerdotal e incluso a su propia familia, tras la muerte de su padre, el Faraón Ramsés XII; incluso la figura del doble, esencial en el entramado narrativo de Faraon, es sugerida en la película de Abdel Salam, a través del personaje del extranjero, el cual obliga a que Wannis se enfrente, como ante un espejo, a sus dudas sobre la decisión que tendrá que tomar acerca de las momias saqueadas.

2. Ver Molinero Polo, M. A., La momia, de Shadi Abdel-Salam, y la arqueología colonial, en  Molinero, M. A. y Solá, D. (coord.), Arte y sociedad del Antiguo Egipto, Ediciones Encuentro, Madrid, 2000, pp. 273- 283.

3. Más allá de estas influencias de orden temático, la herencia de El libro de los muertos también se manifiesta en el estilo de la película, que oscila entre el tono mágico que caracteriza a algunas secuencias y el carácter solemne, incluso sacro, de otras, así como en sus bellos diálogos, que a veces adoptan rasgos casi rituales, ceremoniosos.

4. Entre las sugerencias que tejen el entramado simbólico de la película, es conveniente señalar que este uso continuo del ulular del viento acaso esté vinculado con el Dios Amón, llamado El Dios del viento —también llamado El Oculto, lo que no deja de tener relación también con la trama del filme—, que en la cosmogonía de Tebas acabó convirtiéndose en el dios primordial del que derivaron todos los demás, lo que prolongaría, muy sutilmente, sensorialmente antes que narrativamente, el discurso sobre los orígenes sugerido por la película.

Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, John Frankenheimer, 1969)