Tira a Perla del tren (volteretas por el serial mudo)

Aunque ni uno solo de los seriales mudos se hubiera conservado, rendidos por completo al paso del tiempo y a la descomposición química del celuloide, La carrera del siglo (The Great Race, 1965), seguramente la comedia más histriónica de Blake Edwards, serviría para devolvernos su justa imagen. Un homenaje festivo al film ideal 1910, pero, sobre todo, el feliz reencuentro de dos géneros surgidos más o menos a un tiempo, el slapstick y el serial, emparentados merced a unos orígenes acrobáticos comunes. A la corta edad de seis años, y después de un sonoro batacazo por las escaleras, Joseph Frank Keaton fue decisivamente rebautizado por un atónito Harry Houdini ─”What a buster, indeed!” fue su exclamación, que podríamos traducir libremente por “¡Qué tío!”─ como «Buster», nom de caméra bajo el cual se convertiría en uno de los creadores más personales de la era muda. Años más tarde, durante el rodaje de Plunder (1923), serial “de lujo” de la compañía Pathé, se extendió el rumor de que Pearl White, su protagonista, dama de armas tomar y reina del formato, había muerto en un terrible accidente mientras realizaba «personalmente» (según la fórmula que acuñara von Stroheim para sus créditos como director) un peligrosísimo stunt. En realidad, desde que alcanzó su fama en torno a 1914, no participaba ya en las secuencias arriesgadas y fue John Stevenson, su doble, quien perdió la vida. La noticia, al confirmarse, causó un enorme revuelo, ya que buena parte de la celebridad de la actriz se basaba en dicha intrepidez. Tras unos pinitos como amazona circense, los inicios cinematográficos de la White, que no conoció ni en la pantalla ni fuera de ella un solo minuto de reposo, habían sido como caballista en algunos westerns de la Powers Picture Plays y actriz/especialista en decenas de películas de un solo rollo hasta que el fabuloso éxito del serial The Perils of Pauline (1914) la convirtió en estrella. En aquellos días, si uno quería triunfar en el género, el requisito principal estaba claro: poder realizar personalmente las escenas de acción, sin especialistas ni dobles. De modo que no había grandes diferencias en lo que al predominio de lo físico sobre lo interpretativo se refiere entre las primeras estrellas del género  ─aparte de White, Ruth Roland, Helen Holmes, Grace Cunard, William Duncan, Joe Bonomo y Crane Wilbur, por citar unos pocos─ y cómicos-acróbatas como los Keaton, Harold Lloyd y compañía. El cine aún unido al espectáculo circense. Medio siglo más tarde, dedicatoria a Laurel y Hardy incluida, los dibujos animados de carne y hueso de Edwards reunían fraternal y simbólicamente al genio de El héroe del río (Steamboat Bill, 1928) con la intrépida aventurera de soleados rizos.       

Los seriales, o películas de episodios, o por entregas, conocieron un auge colosal en los años que precedieron a la Gran Guerra hasta poco después del final de la contienda. No en vano, Pearl White se retiró a mediados de los 20 cuando la moda languidecía ya a marchas forzadas. Lo que animó a Ángel Zúñiga ─atrincherado confortablemente, eso sí, en un patio de butacas─, en un ferviente arrebato cinéfilo, a afirmar que para el público español de la época la verdadera guerra no era tanto la de las enfangadas trincheras del bosque de Mametz o de Thiepval como la que Elaine Dodge sostenía contra la siniestra cuadrilla del pérfido Wu-Fang ─ya se sabe, eran también los años del “peligro amarillo” y de las primeras entregas del Fu-Manchú de Sax Rohmer─ en la icónica Los misterios de Nueva York (The Exploits of Elaine, 1914). Entre ese año y 1919 el serial, entonces última moda del cinematógrafo, se convirtió en el fenómeno del momento. Por eso no es raro que los Cocteau, Apollinaire, Eluard, Desnos y compañía, hipsters del ayer, sintiesen por él (como en muchos casos por la literatura popular en la que se basaba; el Fantômas de Souvestre y Allain sería el ejemplo) una marea de fervor. En las páginas de su novela Nadja, André Breton evoca con un entusiasmo lleno de candor el recuerdo del octavo y último episodio de la película que, según él, más le turbó en aquellos años ─por lo que he podido averiguar The Trail of the Octopus (1919), un serial de 15 episodios dirigido por Duke Worne─, en la que un chino, habiendo encontrado no-sé-qué prodigioso método de clonación, invadía él solito Nueva York usando algunos millones de copias suyas. En el momento culminante, el chino entraba en el despacho del presidente Woodrow Wilson seguido de sí mismo, de sí mismo y de sí mismo, y al presidente, asombrado, claro, no le quedaba otra que quitarse su monóculo y aceptar una rendición incondicional.

También, por supuesto, se convirtió en una de las primeras fórmulas cinematográficas (de éxito, además). No es fácil hoy en día, un siglo más tarde, explicar el triunfo de aquel formato, algo así como el tatarabuelo del cine de acción, con sus stunts, trucajes y efectos especiales primitivos, soslayando factores sociológicos (la avidez del público por sus luchas “de fogueo», con apariencia de descabellada irrealidad, frente al conflicto que devastaba el mundo) e industriales (la proliferación de nickelodeons por toda América en la década de 1910 que disparó la demanda de películas y formatos nuevos, causando un boom en la producción y convirtiendo el cinematógrafo en un fenómeno de masas). Una fascinación a la que ni siquiera escapó un Ortega y Gasset que se hizo esa misma pregunta: “Alguna vez he intentado aclararme de dónde viene el placer, ciertamente modesto, que originan algunas de estas películas americanas, con una larga serie de capítulos o, como dice el nuevo y absurdo burgués español, de episodios, (una obra que se compusiera de episodios sería una comida toda de entremeses y un espectáculo hecho de entreactos). Y con no poca sorpresa he hallado que no procedía nunca del estúpido argumento, sino de los personajes mismos. Me he entretenido en aquellas películas cuyas figuras eran agradables, curiosas, tanto por el papel que representaban como por el acierto con que el físico del actor realzaba su idea. Una película en que el detective y la joven norteamericana sean simpáticos puede durar indefinidamente sin cansancio nuestro. No importa lo que hagan: nos gusta verlos entrar y salir y moverse. No nos interesan por lo que hagan, sino al revés, cualquier cosa que hagan nos interesa por ser ellos quienes la hacen.” Algo parecido he experimentado yo estos días viendo la citada The Perils of Pauline, que, como digo, elevó a los altares del séptimo cielo ─¿o era del séptimo arte?─ a Pearl White, animando a centenares de imitadoras a buscar fortuna dando brincos; Tih-Minh (1918), misterio oriental con ecos fantastique del gran maestro del género, Louis Feuillade, sobre el que me extenderé más adelante; The Master Mystery (1919), uno de los contados escarceos cinematográficos del mítico «gran Houdini», ilusionista aún ilusionante; recuperando obras maestras de cabecera como Fantômas (1913-14), Les vampires (1915-16), Judex (1916), gracias a versiones restauradas en DVD que siguen añadiendo seguidores al culto al rey del serial. Aunque desde luego caben algunas puntualizaciones al autor de El espectador.

En lo que respecta al “atractivo” de los personajes, Georges Franju expuso ─acertadamente, creo─ su punto de vista sobre el asunto sirviéndose de una dialéctica entre un personaje verdaderamente icónico como Fantômas y otro en su opinión no optimizado en su caracterización como Judex (motivo por el que se decidió a reformularlo junto a Jacques Champreux en su película homónima). Lo que, de paso, le permitió expresar su firme creencia en la necesidad de un b inomio equilibrado de héroe y villano que seduzca por igual al público. Todo verdadero héroe demanda una Némesis (algo que ha comprendido estupendamente bien la Marvel, por ejemplo), y ésta, las más de las veces, resulta incluso más sugestiva y encantadora que su rival. Pensemos si no en Fantômas a la luz de unos insulsos Fandor y Juve, en Fu-Manchú y la necedad suprema de Nayland Smith y el Dr. Petrie. En cuanto a lo del “estúpido argumento”, lo cierto es que, al menos hoy, dentro de una plétora de seriales por lo demás casi idénticos la ventaja comparativa radica precisamente no tanto en lo que cuentan sino en cómo lo cuentan. Más allá del argumento, la narración separa tostones rudimentariamente enunciados, lentísimos y confusos, de aquellos otros más modernos, dinámicos y sofisticados, con un pulso narrativo que anuncia los Modos de representación institucional (MRI). Aún así lo cierto es que, en lo narrativo, la originalidad del serial es limitada: adapta al lenguaje cinematográfico una vieja fórmula literaria de éxito, la del folletín o la novela por entregas, rejuvenecida y agilizada merced a otros productos de la cultura popular como los primeros cómics, las novelas radiofónicas y los pulps. De ellos toma no solo muchos de sus personajes y situaciones (el imaginario colectivo ha guardado para siempre a la heroína amarrada a la vía férrea en espera del trágico desenlace, las habitaciones “menguantes” o inundadas de agua y otros peligros formularizados), sino sobre todo su narración episódica y acumulativa ─una especie de enredo bizantino─ y la gradación de efectos dramáticos “inesperados”, esos coup de théâtre que hacen avanzar la trama, a menudo a trompicones, hasta su conclusión. A base de imaginación y de un sentido incomparable de lo dramático, el serial no necesito de los materiales más bellos para la perfección de su arte. Así, a menudo utilizó poesía pura en grandes dosis como mejor medio para filmar la prosa. Se trataba de concebir los más inimaginables artificios y rebotes argumentales para mantener vivo el interés del público por las siguientes entregas. En este sentido, seguramente la aportación decisiva del serial mudo al cine fue el cliffhanger, ese clímax interrumpido que lograba mantener en vilo al espectador (y, de paso, fidelizarlo durante la siguiente docena de semanas) hasta el feliz desenlace siempre aplazado «hasta el próximo episodio…». Una táctica a medio camino entre lo narrativo y lo comercial, ya que el formato jamás le perdía el ojo a la taquilla. Parafraseando a aquel columnista anónimo de L’Époque, podríamos afirmar que si el cinematógrafo hasta entonces había sido una costumbre, el serial lo convirtió en una necesidad.    

Probablemente gracias a sus elementos más vistosos ─el culto a la acción por la acción; la imaginería mecanicista y la fijación con trenes y automóviles, símbolos de la edad de la máquina, que no es otra que la del cine, esa “última máquina” de Frampton; la búsqueda del movimiento continuo y la sensación de velocidad; etc.─, que podrían acercar al género a una sensibilidad moderna, casi futurista, digamos, algunos han querido ver en él una expresión típicamente norteamericana. Sin embargo, en realidad, su gran foco de irradiación se halló en Europa y más concretamente en Francia y en su literatura popular. Los primeros autores de seriales cinematográficos fueron los Alexandre Dumas, Eugène Sue (los ambientes barriobajeros estilo Los misterios de París reaparecen una y otra vez en el cine norteamericano), Michel Zévaco, Paul Féval… Y el pionero del género fue un francés, Victorin-Hippolyte Jasset, que conmocionó al público de los nickeoldeons con las aventuras del “rey de los detectives”, Nick Carter (seis entregas en 1908), y Riffle Bill (5 entre 1908-1909), uno de los primeros héroes del Far West (decididamente el cine se inventó en Francia y no en Hollywood). Uno de los puntos fuertes de ambas era que, a imagen y semejanza de la serie de la Vitagraph «Escenas de la Vida Real» (Scenes of True Life), por la que el director afirmó haberse sentido muy atraído, de su realismo casi documental, todos los episodios fueron rodados en exteriores naturales. El cine se inspiraba en la vida cotidiana. Un modelo que seguiría poco más tarde Feuillade en sus célebres Fantômas o Los vampiros. Además, detrás de muchos de los primeros blockbusters norteamericanos del género ─The Perils of Pauline, The Exploits of Elaine (1914), The Shielding Shadow (1916), Hands Up! (1918)─ se hallaba Louis J. Gasnier, otro francés encargado de la Pathé Exchange, sucursal de la marca del Gallo de las Galias en los Estados Unidos. Fue él quien descubrió a Pearl White y quien rodó algunos de los mejores seriales de su rival, Ruth Roland. Desgraciadamente Gasnier, que no consiguió adaptarse al cine sonoro, es hoy en día (injustamente) recordado exclusivamente por el clásico psicotrónico de culto Reefer Madness (a.k.a. Tell Your Children, 1936), o cómo la propaganda anti-marihuana puede convertirse en una obra maestra del humor absurdo.         

Sin embargo, si hay un nombre cuyo prestigio esté perpetuamente unido al del género, ese es el de Louis Feuillade. Pocos cineastas del momento conocían tan bien los gustos del público como él. No en vano, como director artístico de Gaumont, puesto que ocupó desde fecha tan temprana como 1907, se había encargado de diseñarlos. “Si queréis gustar ─confesaba─ necesitáis conocer el alma popular. Es un imperativo psicológico que todo realizador debe practicar si pretende alcanzar algún resultado. El pueblo es soberano en materia de arte dramático. Lo es por destino y lo ha sido en todas las épocas. Todo lo que es espectáculo está hecho para él y solo es él quien ha de decidir el éxito o el fracaso de una obra…” Con una pasmosa filmografía de más de seiscientos cincuenta títulos, Feuillade es célebre hoy en día precisamente gracias a sus seriales y filmes de episodios. La personalidad artística de Feuillade, un creador total –además de realizador fue también guionista y productor–, es muy reconocible a pesar del carácter heterogéneo de su obra, que va de los “grandes temas” (la mitología, la historia o argumentos sacados de la Biblia) al film d’art, la comedia costumbrista, el realismo más escrupuloso o el melodrama folletinesco. Lo que más nos fascina de los seriales del autor de Judex hoy no son sus tramas suntuosas y prolijas, su dominio de la narración, ni su tempo rápido casi de cronómetro, virtudes todas ellas raras de encontrar entre muchos de sus contemporáneos, sino, más inusual aún, la sublimación del realismo de sus imágenes merced a una puesta en escena singular, paradigmática, a una determinada forma de situar a los personajes de manera siempre insólita dentro del decorado. Pienso, por ejemplo, en las calles de un París desierto, movilizado en plena guerra, en sus terrenos baldíos y sus arrabales aún campestres en absoluto como telón de fondo sino como un personaje más de Los vampiros. Esto es lo que Francis Lacassin (Louis Feuillade, Seghers, París, 1964, pp. 42-48) ha dado en denominar un “realismo borroso” (incertain réalisme), pero que, siguiendo los consejos de Franju, sin duda sería mejor denominar “realismo fantástico”. Una depuración del canon realista de sus contemporáneos ─y de algunas de sus primeras series como Les sept péchés capitaux (1910) o La vie telle qu’elle est (1911), por citar solo las que conozco─ mediante la aparición de elementos que prefiguran ya el género fantástico: de la propia imaginería de Fantômas (ver Fantòmas, style moderne, Centre Pompidou/Éditions Yellow Now, París, 2002, de Azoury y Lalanne) o de los Vampiros, con su capuchón y sus máscaras negras, a su gusto por los escenario s sórdidos y espectrales (sótanos, alcantarillas, mansiones abandonadas…) dignos de la mejor tradición de la novela gótica del XVIII. En palabras de Sadoul (en esta ocasión, sí, inspirado), “una juxtaposición de un realismo meticuloso, por un lado, con las aventuras más increíbles por el otro, que dan como resultado una extraña forma de poesía” (French Film, The Falcon Press, Londres, 1953, p. 14). 

Porque de poesía hablamos, no hay duda. Baste, si no, repasar la nómina de sus ilustres epígonos, encabezada por el mencionado Franju, capaz de glosar con éxito su Judex en un film tan personal y conmovedor como Judex (1963), y Resnais, quien a los 12 años rehizo a la medida de sus humildes posibilidades de cineasta amateur, en 8 mm y secundado por amigos y compañeros del colegio, un Fantômas que desgraciadamente jamás ha visto la luz (o, mejor dicho, la oscuridad) de una sala. Como ellos, provenientes ambos del documentalismo, Feuillade es un cineasta que asedia a la realidad (él es el primer gran realista del cine francés) como medio para trascender más allá, a lo insólito y ─¿por qué no?─ a lo surreal. Así, los tres superan el realismo desde dentro, enfrentándonos a dos de las leyes que rigen el universo de la imagen-pulsión deleuziana: la degradación y el mal radical, presentes, de un modo u otro, en la práctica totalidad de sus filmes. Una maestría que también confirma la pléyade de sus imitadores surgidos de la noche a la mañana; el primero de ellos, y desde luego uno de los más sobresalientes, el Lang de Las arañas (Die Spinnen, 1919) y también, de forma incluso más profunda, el de los Mabuses. 

Un ejemplo significativo de toda esta soltura a la que nos referimos, de esta libertad rayana en la osadía, lo encontramos en uno de los momentos más hermosos de Los vampiros. En una digresión un tanto chocante uno de los personajes protagonistas rompe la linealidad del relato introduciendo mediante un flashback la siguiente anécdota. En España, durante la invasión napoleónica, un pariente lejano, al que vemos descansar apaciblemente en el campo, se ve embestido por un toro bravo al que ha de lidiar. Sin conexión alguna con el largo relato de los desmanes de la organización criminal del título, este episodio “descolgado”, que parecería en sí mismo un cortometraje de una bobina independiente del resto, fruto probablemente de la afición de Feuillade (que fue crítico en varias revistas taurinas), vuelto a ver hace solo unos días, me ha llevado a pensar automáticamente en unas palabras de Raúl Ruiz a propósito de su Misterios de Lisboa (Mistérios de Lisboa, 2010) ─que, dicho sea de paso, tienen un persistente bouquet a serial─: “como en la vida, los hilos sueltos son indispensables. La historia es una hábil coordinación de sospechas.” (http://miradas.net/2011/03/actualidad/entrevista-raul-ruiz.html) Es muy probable que Feuillade, como buena parte de los cineastas que nos son más gratos, no hayan hecho en toda su vida, en sus películas, más que eso, coordinar hábilmente una larga serie de sospechas.