Bestiario moderno
El simbolismo de la frase es inigualable y su significado, bien claro; pero quizá, pasado ya tanto tiempo, debiéramos reformular tal aforismo y pensar que el hombre no es tanto un lobo para el hombre, como que el hombre es un verdadero ser humano para el hombre.
Relatos salvajes, el tercer largo del argentino Damián Szifron, pretende semejante tesis. Cualquiera es un salvaje, no precisamente un buen salvaje, y sólo necesita para desatar esos instintos que la sociedad ralentiza, o directa e ineficazmente suprime, una oportunidad, una coincidencia, una excusa, un mal día o una supuesta impunidad que ampare su violencia.
Precedida por un éxito sin precedentes en Argentina, tanto de público como de crítica, la película aterrizó en nuestros cines y consiguió algo parecido, más modesto bien es cierto. Acostumbrados últimamente a espectáculos visuales de producción exuberante, de duración pantagruélica o guión desgarrador, una cinta de comedia bien, bien negra, con seis historias independientes, sin otro nexo común que la violencia y la bestialidad humana, llama de por sí la atención y genera expectativas, con las que la película de Szifron cumple razonablemente. También gusta la vena literaria de la película, construida a modo de libro de cuentos, ese género tan del gusto argentino, con maestros indiscutibles, en el que el orden de los relatos es casi tan importante como el golpe final de las historias, ese golpe que debe ganar por knockout, como decía figuradamente Cortázar. Por este motivo, el director, también montador de la cinta, alterna los finales tremendos en las historias impares con otros finales más amables, sin que esto quiera decir felices, en los relatos pares. Y por supuesto los múltiples guiños al imaginario moderno, las sutiles o marcadas referencias, pretendidas o casuales, que se pueden ir descubriendo cuento a cuento hacen que el juego resulte atractivo de antemano y entretenido finalmente.
La película conecta con el espectador desde un primer momento, desde que asistimos a esa breve historia de humor muy negro, titulada “Pasternak”, donde la identificación anteriormente citada penetra bajo la piel sin darnos apenas cuenta: quién no ha sido humillado, vejado, abandonado, insultado, y consecuentemente deseado eliminar de golpe y porrazo a todos sus antiguos fantasmas y verdugos. Quién no ha clamado venganza por creerse injustamente tratado por sus semejantes.
De igual modo, en “Las ratas”, segunda de las historias que componen el film, la sed de venganza, latente durante años, surge inesperadamente por una casualidad trivial, que desata el proverbial dilema moral del crimen y del castigo, del deseo de asesinar sabiendo que la impunidad es más que probable. Si en la primera historia planea el espectro de esos diez negritos que van cayendo poco a poco, aunque aquí caen todos juntos, en este segundo relato las fiebres y los probables, seguros remordimientos dostoyevskianos son pieza clave.
También encontramos ecos conocidos en la tercera historia, “El más fuerte”, quizá la más salvaje de todas por la escalada de violencia imparable que va tejiendo el destino de los dos únicos personajes, marionetas de una anécdota común y habitual que resultará trágica. Porque ese conductor con prisa, esa camioneta lenta, ese adelantamiento con chulería, esa carretera polvorienta y solitaria, ese sol de justicia y la claustrofobia del automovilista recuerdan a aquel diablo de Spielberg que, sin otro motivo que el sadismo, provocaba una situación sin vuelta atrás. Szifron no estira el cuento más de lo debido, y aumenta la tensión poco a poco, gota a gota, dosificándola, haciéndola insoportable en su justa medida.
Tras estos tres cuentos más cortos, aparecen los largos, los más sociales, donde las críticas, explícitas aunque tamizadas siempre por el humorismo, a la sociedad en general, y a la burocracia, la burguesía y los convencionalismos en particular y respectivamente, hacen su aparición. Son estos tres los relatos más logrados, en planteamiento y en ejecución; sin embargo, la mala leche de los anteriores compite ferozmente contra la corrección formal de estos. “Bombita”, con el enorme Ricardo Darín a la cabeza, se antoja como el relato más previsible, también el más cercano: lo primero por el trabajo del protagonista, ingeniero experto en explosivos, por la temática de toda la película, violencia y salvajismo, y por el desarrollo de los pequeños, accidentales e irreversibles acontecimientos que van agotando la paciencia, minando la resistencia y exacerbando la indignación del cercano, noble y entrañable a pesar de todo personaje principal (una especie de trasunto de aquel Michael Douglas tan radicalmente enfurecido con el entorno mezquino que le rodea); y lo segundo por la presencia tranquila y paciente del archiconocido Darín, por sus circunstancias personales tan de andar por casa, por su desamparo ante la maquinaría del estado que convierte al ciudadano en un número, en un papel, en un estorbo: sobre todo por este desamparo tan reconocible, tan empático. No obstante, lo cortés no quita lo valiente, y conocer cómo el protagonista del cuento resolverá sus problemas con la burocracia imperante no resta emoción a la historia; del mismo modo que en un cuento no pesa única y exclusivamente la trama en sí sino también, y de manera crucial, el modo en que está contada. El mayor pero del relato es, curiosamente, su música inicial: magnífica la de los títulos de crédito iniciales de la película y correcta en las demás partes del metraje, pues se integra a la perfección y no desentona, en “Bombita” Gustavo Santaolalla adapta mínimamente una de las melodías de Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006), que el amante de la música detecta al instante y hace saltar las alarmas.
El quinto relato salvaje también se centra en cuestiones sociales, y en cómo el poder del dinero, el gusto por el dinero es capaz de pervertir, invertir y subvertir todo lo establecido, moral y legalmente. De nuevo un accidente, en este caso literal, desencadena la tragedia, y las marionetas se mueven al compás de las cifras, que bailan y hacen bailar, delirar a los personajes implicados. Ese momento en que los engaños por el dinero quedan al descubierto, cuando lo que está en juego es la vida y el destino de varias personas, y la miseria de los grandes hombres se hace patente es grotesco, y la risa que provoca no es precisamente de alegría, ni siquiera de desencanto: es algo más profundo todavía: es el hecho de presentir que las cosas realmente funcionan así, y que quizá no hay otra forma. “Hasta que la muerte nos separe” cierra la cinta, y es una suerte de anticlímax narrativo, aunque por el contrario asistimos en él a un doble paroxismo: el visual y el de la violencia de este bestiario. La boda, la pareja, sus traiciones y sus venganzas vomitivas y sangrientas explotan en la pantalla y crean un incómodo silencio, aprietan en lo más hondo; pero no suponen el cierre perfecto para esta película que va creciendo por momentos, paulatinamente, sin menoscabo de ser fragmentaria.
Y es que Relatos salvajes es eso: un bestiario moderno con arquetipos de violencia cotidiana, donde el sentido del humor, presente en todo momento para poder hacer soportable la crudeza subterránea de estas barbaridades comunes, surge en forma de sonrisa torcida, de hiena, para recordarnos que nosotros podríamos hacer lo mismo si se presentara el caso, y que los extremos inevitablemente se tocan; como cuando en la tercera historia, el ayudante del comisario, viendo la postura en que han quedado los cuerpos calcinados de los dos adversarios, aventura la hipótesis de un crimen pasional. La pasión del odio.